ESTUDIOS FILOLÓGICOS, N° 34, 1999, pp. 35-45
DOI: 10.4067/S0071-17131999003400004

 

 

Jorge Edwards: tras las huellas de la verdad

Jorge Edwards: In pursuit of truth

 

María del Pilar Vila

"En los períodos de crisis, la tradición es la gran
tela de araña que sostiene el creador sobre el
vacío existencial. Todos nos apoyamos en las
obras ya escritas para escribir nuestros textos,
especialmente cuando las certidumbres se
tambalean. Cuando el presente se tambalea".

José Donoso


 

Este trabajo aborda el análisis de El origen del mundo (1996), novela del escritor chileno Jorge Edwards. Para ello, se parte de la colocación del autor en el marco de la generación del 50, de sus deudas literarias y del fuerte peso que la ciudad tiene en su escritura. La novela, construida como un relato de amor y de intriga, encierra temas claves para la narrativa de Edwards, tales como la pérdida de las ilusiones, la vejez y el fracaso de muchos intelectuales. Al mismo tiempo, pone en escena un tema que rodea a toda su producción: la representación de la realidad.


This work analyses Jorge Edwards' novel El origen del mundo (1996). It starts by placing the Chilean writer in the setting of the generation of the 50s, describing his literary influences and the importance the city has in his writings. The novel, built as a story of love and intrigue, encompasses themes which are very important for Edwards' narrative such as the loss of illusions, old age and the failure of many intellectuals. At the same time it enacts a theme which is present in all his writings: the representation of reality.


Jorge Edwards nació en Santiago de Chile en 1931. Es abogado y diplomático de carrera pero prefiere ser reconocido como escritor. Su vasta obra se inicia con El patio, libro de cuentos aparecido en 1952. A éste le siguen Gente de la ciudad (1961), Las máscaras (1967), Temas y variaciones (1969), Cuentos completos (1990) y Fantasmas de carne y hueso (1992). Publica, además, las siguientes novelas: El peso de la noche (1964), Los convidados de piedra (1978), El museo de cera (1981), La mujer imaginaria (1985), El anfitrión (1987) y El origen del mundo (1996). Es autor de Persona non grata (1973) y Adiós poeta (1990), ambos deudores de la narrativa testimonial, y de los volúmenes de ensayos Desde la cola del dragón (1977), Mito, historia y novela (1980) y El whisky de los poetas (1994). Escribió y escribe con frecuencia artículos en revistas especializadas y de divulgación.

Su primer trabajo, El Patio, despierta el interés de sus coetáneos; Enrique Lihn lo define como un "libro de adolescencia", al tiempo que atrae, por diversas razones, a escritores chilenos consagrados. Es éste el caso de Gabriela Mistral quien manifiesta su preocupación, no por la calidad de los relatos que han llegado a sus manos, sino por la perspectiva "moral" que se desprende de los mismos.

Chile es un país que tiene una tradición literaria fuertemente vinculada con el mundo de la poesía. El propio Edwards reconoce que es el ámbito que ha sido más representativo de los escritores chilenos, y que ello se ha debido a que "La poesía chilena, sus poetas, han sido siempre más abiertos al mundo, y [que] los narradores en cambio han sido seguidores tardíos de Zola, han desarrollado el método naturalista al pie de la letra" (Torres 1986: 135).

Pensar en narradores remite, de modo casi inmediato, a los grupos que dejaron una fuerte impronta en la historia de la literatura chilena. Por un lado, la generación del 38, los escritores "criollistas"; por otro, la generación del 50. En ambos grupos emergen escritores que se constituyen como los conductores. Manuel Rojas y José Donoso son los escritores "faros" (Bourdieu 1995) de uno y otro grupo; entre ambos se abre una brecha que está signada por un cambio de ámbito, objeto de "ficcionalización". Hay un desplazamiento del campo a la ciudad, y un personaje diferente ingresa en las novelas: el hombre que vivía como una fuerte tensión la relación entre la ciudad y el campo da paso al que vive en una ciudad oscura, decrépita, poco solidaria.

Jorge Edwards registra ese espacio desde distintas perspectivas: por un lado, la del adolescente que reacciona contra el orden y que transgrede las convenciones sociales y "morales", por otro, la del hombre que convive con procesos dictatoriales, sometido a la presión del control, de la angustia y de la soledad. En cada uno de ellos hay un fragmento de su propia historia. Edwards señala que su ingreso en el mundo de la escritura está teñido, desde el campo familiar, de un cierto matiz prohibido. Se siente próximo a su tío abuelo Joaquín Edwards Bello ?"Joaquín el inútil" como lo llamaban en el ámbito familiar? pues percibe, desde el momento en que empieza a escribir o quizás tan sólo a leer, que entre ambos existían vínculos invisibles que serían directrices para los rumbos que él más tarde tomaría. Al mismo tiempo, casi como cumpliendo con un mandato de clase, ingresa en el mundo de las leyes y de la diplomacia.

Su pertenencia a una familia fuertemente arraigada en la alta burguesía chilena, y la clara conciencia de que él "pertenecía al mundo que era realmente el universo del colegio de los jesuitas" (Vila), conforman un campo proclive para la presencia de tensiones, no sólo en la escritura, sino en la vida pública del escritor.

¿Cómo es el personaje de sus relatos y novelas?, ¿qué mira de esa ciudad opresora y opresiva?, ¿cómo es la sociedad y de qué modo trata de representarla? De acuerdo con lo que sostiene Pierre Bourdieu, para preguntarse cómo Edwards llega a ser el escritor que es, el intelectual que se debate entre mundos o ámbitos fuertemente contradictorios, habría que indagar acerca de cómo, dadas su procedencia social y las propiedades socialmente constituidas de las que era tributario, pudo ocupar o en algunos casos producir las posiciones ya creadas o por crear que un estado determinado del campo literario ofrecía y dar así una expresión más o menos completa o coherente de las tomas de posición que estaban inscritas en estado potencial de esas posiciones (1995: 318).

En ese sentido se puede pensar que Edwards, como claro representante del mundo burgués, pone en escena sus contradicciones, sus dudas, su percepción de estar ante un mundo de esplendor que está acabando.

Quizás resulte pertinente recomponer el campo intelectual y el campo social en el que se inscribe este escritor fuertemente condicionado por un orden y por una disciplina que, a veces, lo impulsa a actuar de modo contrario. Los escritores de la generación del 50 no tienen un conductor declarado, aunque se puede pensar que, tal vez sin proponérselo, quien ha ocupado ese lugar es José Donoso (1924-1997). Enrique Lafourcade es quien acuña la denominación generación del cincuenta, en tanto que Edwards la denomina vapuleada generación. En torno a ese nombre se nuclean -o lo ha hecho la crítica- Claudio Giaconi, "representante de los chilenos de la ira y la desesperación" (Alegría 1962), autor de La difícil juventud, conjunto de cuentos que fueron analizados por Edwards y a los que considera como los relatos que "trajeron a la literatura chilena una estética de lo sombrío, de lo obsesivo y enfermizo, de lo que se encuentra detrás de las apariencias y es posible percibir en una segunda mirada" (1998: 58).

Se suman los nombres de Jaime Valdivieso, Enrique Lihn, Margarita Aguirre, Jaime Laso, Alejandro Jodorowsky, José Donoso. Todos ellos son lectores del James Joyce de Dublineses y de Retrato del artista adolescente de Henry James, de Gustave Flaubert, de Stendhal, de Franz Kafka. Buscan distanciarse de los criollistas y esto se observa en las deudas que tienen con el mundo literario europeo. Edwards, desde sus ensayos, alude en forma reiterada a estas relaciones (Edwards 1995).

En los textos de estos jóvenes escritores están presentes, por un lado, la ciudad oscura y sórdida por la que deambulan anónimos paseantes, y por otro, el mundo decadente de la alta burguesía con sus casas opresivas y con una atmósfera extraña y casi misteriosa.

La narrativa de Edwards, excepto en el caso del relato de corte testimonial Persona non grata y en algunos cuentos, casi siempre tiene como espacio central a Chile y, en particular, la ciudad de Santiago. Profundamente marcada por un estilo burgués, la capital chilena recoge las mejores señales en la arquitectura y en los comportamientos y conformación de una clase social que regirá los destinos del país. De ella es deudora la familia Edwards1. Y hacia ella dirige su mirada el escritor chileno. A esa ciudad plagada de mansiones propias del gusto burgués francés, de grandes avenidas -que recuerdan el proyecto de Haussmann-, morada de burgueses que viven, en muchos casos, del recuerdo de las épocas de opulencia generadas en un aprovechamiento sin límites del cobre. Al respecto dice Luis Vitale:

En la obra de Edwards, esa ciudad ha perdido el esplendor que otrora la caracterizara; han quedado en el recuerdo la espectacularidad, la novedad y el exotismo que la posesión de dinero y de alcurnia permitían exhibir. El lector se enfrentará con un marqués olvidado, alejado del mundo exterior, encerrado en sus fantasías y en sus temores, o con hombres festejando un cumpleaños en medio del toque de queda mientras afuera la ciudad se entenebrece.

A través de los relatos y novelas, se conocerán bares oscuros2, habitaciones húmedas, casas en las que el orden aparente encierra un desorden y provoca quiebres en las normas y en las convenciones sociales. En este ámbito, la familia ocupa un lugar preponderante en la narrativa del chileno. Una familia que, también, aparece con fisuras o, al menos, no se presenta con la perspectiva monolítica que registró la narrativa del XIX y la de principios del XX.

El cuento "El orden de las familias" que integra el volumen Las máscaras es un ejemplo claro de esta problemática. Edwards le adjudica al relato un fuerte tono autobiográfico. En él se pone en escena la tensión en la que se debaten las relaciones familiares, las que están atravesadas por los engaños, las miserias y una ambigua relación incestuosa, mostrando así una estructura familiar que se apoya en convenciones y alienaciones. Detrás de ese aparente orden está la destrucción de la familia, hay vínculos ocultos que encubren una decadencia que se traslada de la casa al país, es decir, hay un desplazamiento del espacio cerrado y privado al público.

Como los personajes de algunos relatos del peruano Julio Ramón Ribeyro, estos protagonistas son los que han quedado fuera del "festín de la vida", a los que les cuesta aceptar una realidad dolorosa, una realidad social y económica decadente. Cuando Bryce Echenique (1994) -refiriéndose a la narrativa de Ribeyro- señala que en sus relatos están "la vejez, el deterioro, la frustración y el perecimiento" y que "parecen contener [...] una realidad tanto dolorosa y absurda como previa y fatalmente establecida", está refiriéndose a un registro de la sociedad que también puede leerse en la obra de Edwards. Se establecen, así, filiaciones entre ambos escritores, especialmente por el modo en que los dos perciben una sociedad cambiante que ha perdido la condición de espacio armónico.

No será éste el único aspecto vinculado con la ciudad que aparezca en la obra de Edwards. Este espacio se muestra, a veces de modo doloroso, como lugar para el registro de la historia chilena, en particular de la dictadura; queda así, a la vista, uno de los resabios más crueles: el exilio. Es éste un tema que vuelve, de distintas maneras, a la escritura del chileno. En algunas de sus novelas es el eje en torno al cual gira la historia, en otras aparece sugerido, esbozado. Tal como afirma Hernán Vidal, la represión y la dictadura generan en los escritores chilenos la necesidad "de expresar una experiencia hasta entonces [después del 11 de septiembre de 1973] poco frecuente para la generalidad del país" (Vidal 1980: 63).

Los escritores de la generación del 50 fueron conscientes de los desplazamientos que tenían que producir en el ámbito literario para generar una nueva manera de escribir y de registrar ciertos procesos que estaban operando en la sociedad. Por otra parte, a esos procesos había que inscribirlos en un ámbito que fuera más allá del que los criollistas referían en sus obras. La pérdida de poder, el deterioro social, el fracaso, el destino incierto de una clase social hasta el momento poderosa y la pérdida de los afectos serán problematizados por una narrativa que evidencia sólidos lazos con el realismo norteamericano. Estas preocupaciones generan, casi de modo natural, un interrogante que es, en definitiva, un problema teórico: ¿es posible representar la realidad?

"¿Cómo se puede saber la verdad, o acercarse, por lo menos, a eso que llaman la realidad y que se nos escurre por todos lados?", se interroga uno de los narradores de El origen del mundo (1996). Esta pregunta entraña uno de los ejes de la narrativa del chileno y constituye el disparador del enigma que se relata.

La novela se inicia de la mano del cuadro que estuvo oculto durante años, silenciado y condenado al peor castigo que una pintura puede soportar, como es el hecho de no ser visto. Cuando Gustave Courbet3 lanzó con audacia sus pinceles sobre la tela y el cuerpo apareció sin tapujos, desafiante y provocador buscaba, tal vez, el escándalo. El rostro de la mujer oculto, como presagiando el destino de la pintura; el sexo al descubierto, atrevido y cargado de detalles presagiaba la condena. Su título: El origen del mundo (1866).

Jorge Edwards, después de más de un siglo abre el cuadro con palabras, lo recupera, y con esa apertura verbal inicia una historia de amor y de intriga que contiene muchos de los fantasmas que están presentes en gran parte de su obra. Edwards, por su parte, comienza a desgranar un juego verbal que lo transforma en ese reproductor de ilusiones del que hablaba Guy de Maupassant (Bourdieu 1995:482).

Eugenia Brito (1994: 14) sostiene que la narrativa chilena producida después del golpe ha generado un desplazamiento de espacios escriturarios. La proximidad entre la literatura y las artes visuales, en particular la pintura, marca vínculos que se ven acrecentados en esta instancia sociopolítica. A esta relación la denomina "sistema de comunicación basado en el arte del disimulo". La historia que se cuenta en El origen del mundo registra este constante juego entre la develación y el ocultamiento.

La imagen que provoca la angustia y la duda del Dr. Patricio Illanes está instalada en una galería de arte y, a partir de ese espacio condensador del arte visual, se inicia una intriga detectivesca que habla de vidas debatiéndose entre la realidad y la ficción. Apresar el instante y representar la realidad son conceptos que están presentes desde las primeras páginas de la novela. Illanes busca reemplazar la pose del cuadro con otra idéntica, pero esta vez lograda a través de la fotografía. Así, el obsesivo Dr. Illanes recorta un trozo de esa realidad que lo tortura, la fragmenta y la expande por toda la novela.

Edwards realiza una operación casi cuentística y por ello, quizás, juegue un papel tan importante la fotografía.4 El considera (Vila) que, en realidad, El origen del mundo fue gestado como un cuento pero que, poco a poco, fue tomando forma de novela. La dupla palabra/fotografía o palabra/visión constituyen los disparadores de todo el texto, que actúan "en el lector como una especie de puerta que abre la anécdota literaria [...] hacia intensos caminos de sensibilidad e inteligencia" (Cortázar 1995).

En El origen del mundo el espacio narrativo está sostenido por los pilares centrales de la experiencia humana: por allí circula el amor, la agresión y el conflicto. Los tres se necesitan, los tres se alimentan entre sí. Es una historia, tal vez simple, que permite que por sus intersticios corra la duda, deambule la soledad y se instale la intriga. Patricio Illanes está profundamente enamorado de Silvia; es el amor el que lo lleva a agredirla con la sospecha del engaño y es la duda la que desata el conflicto al no poder definir o comprender si ese cuadro está representado un instante de la vida de su mujer con Felipe Díaz.

A lo largo de la novela amor y odio, dudas y certezas, gozo y descontento circulan con idéntica presencia y con igual fuerza. Silvia, Felipe y Patricio conforman una trilogía que proyecta los daños que la hipocresía, la mentira y la inseguridad han instalado en una sociedad decadente que, además, soporta la presencia de los huérfanos de tierra, de país, de raíces. Es decir, que al no plantearse las situaciones reales de modo definido o con una cierta precisión, los sentimientos reales se convierten en "nidos de ambivalencia". Estas circunstancias llevan al lector a desplazarse por zonas borrosas que contribuyen a crear ese clima de incertidumbre que campea en la novela.

En El origen del mundo hay un constante juego entre la seducción y el secreto, componentes ambos de una trama de intriga y suspenso. Parret (1995: 109) sostiene que la alianza de la seducción con el secreto excluye la identificación con la mentira y la manipulación. Considera que el juego es ininteligible porque el modo de presencia de la seducción es, precisamente, el simulacro. El lector asiste a una puesta en escena de estos pares: secretos bien guardados y seducción ¿imaginada?, conceptos que en la novela no necesariamente equivalen a juegos de mentiras o a manipulaciones. La obsesión detectivesca de Patricio Illanes nace de la sospecha, la que no se vincula directamente con la mentira de Silvia o la manipulación de Felipe.

Patricio busca develar el misterio; sin embargo, se refugia en el secreto, experimenta casi un placer profundo por mantener una zona que se transforma en su dominio, en el lugar en el que conserva el poder del secreto. De allí los constantes juegos ambiguos por conocer/desconocer la verdad. Este es un rasgo casi constante en la escritura del chileno: la mayoría de sus relatos y novelas aluden a circunstancias o acciones de los personajes en los que no se termina de definir. Quizá el caso más significativo lo constituyan las referencias a situaciones de tipo sexual, en particular a aquellas que aluden a presuntas relaciones incestuosas o a sexualidades ambiguas.

En definitiva, los tres personajes de El origen del mundo no son más que seres desolados, grises y angustiados que sienten el peso de la vejez, la decadencia de un sistema expulsor, que tienen la convicción de haber perdido las certezas, las ilusiones y hasta el convencimiento del lugar que, como intelectuales, ocupan en la sociedad.

Séneca, observador, analítico e inquieto buceador de verdades, advierte desde el epígrafe del primer capítulo que "no se está en ninguna parte cuando se está en todas" (1982: 23). El libro de Séneca condensa las reflexiones del filósofo cordobés acerca de las contradicciones del hombre. La alusión a Séneca en esta novela va por dos carriles: es el homenaje que le hace Edwards y es el libro que lee Felipe Díaz los días previos a su muerte. La cita es el resultado de la conjunción de la literatura con la reflexión filosófica.

La novela circula por un clima constante de extrañeza, de inseguridad, de dudas. De allí que los procedimientos propios de la narrativa de suspenso o policial emerjan a cada paso. Como un detective, Patricio Illanes inicia el camino de la revelación y lo hace operando sobre pares: descubrir/encubrir; develar/ocultar; creer/no creer; realidad/ficción. Se establece así una primera relación entre la cita y la historia narrada, entre el viajero/exiliado y el mecanismo de "leer" el cuadro primero, la fotografía, después; esa fotografía que "es subversiva" porque es "pensativa" (Barthes 1995: 81), porque genera la duda y reafirma la incapacidad de Patricio de confiar en algo o en alguien. En este sentido, la frase de Séneca, que sigue a la recordada por Edwards, termina de conformar el itinerario de Patricio Illanes: "A los que pasan su vida en viajes les sucede esto: que tienen muchos huéspedes, pero ningún amigo".

Se entremezcla en la novela la historia del triángulo amoroso con la situación de los latinoamericanos en Europa, con esa suerte de exilio que genera el mundo de la diplomacia, circunstancia que Edwards conoció muy bien. Una vez más, el tema político se instala en la escritura del chileno, hecho que se pone de manifiesto en la inseguridad permanente de Patricio con respecto a su condición de latinoamericano en París. No sólo es hostil el cuadro sino también su relación con el mundo europeo.

Las alusiones al exilio, la referencia a la situación política de Chile y la presencia del dictador Augusto Pinochet atraviesan velada o explícitamente el texto, sin llegar a constituirse en el eje de la narración. Sin embargo, ponen en evidencia que el narrador no puede dejar de pensar en el espacio original, en la tierra abandonada, en las muchas historias de exiliados que ha conocido, y, por sobre todas las cosas, no está ausente el par orden/desorden.

Como en tantos relatos, este juego casi obsesivo entre contrarios emerge del relato. Felipe Díaz transita por la vida en un desorden total; a Patricio Illanes le molesta pero, al mismo tiempo, experimenta una extraña sensación de envidia por esa vida libre de ataduras y de imposiciones. Como al propio Edwards, lo acompaña una obsesión "por lo que rompe el orden, pero a la vez hay una preocupación por el orden":

La gente que vive como Felipe revienta temprano, pensaba yo, lo cual quería decir que él ya estaba viviendo de prestado, de llapa (como decíamos en Iquique)[...] Nosotros, los médicos, creemos que las reglas de la medicina sirven de alguna cosa, y que su transgresión siempre es traicionada por algún dios oscuro y nuestro. Cada vez que nos encontramos con un ser que parece escapar a esas reglas, con alguien rebelde a nuestros vaticinios [...] en el fondo nos irritamos, nos sentimos arbitraria e injustamente desmentidos (Vila).

En esta novela el desorden contribuye a crear incertidumbre y está al servicio de la intriga en tanto vela la posibilidad de conocer la verdad. Del mismo modo que el erotismo explícito del cuadro de Courbet resguardó la identidad de la mujer ocultando su rostro, la vida de Felipe se cubrió con una sábana para impedir que se filtrara ante los ojos inquisidores y cuestionadores de Patricio. También en esta novela Edwards juega constantemente con este registro de ocultamiento, como una forma de señalar a sus lectores que no siempre es posible conocer. O para decirlo en términos de Pierre Bourdieu (1995), son personajes "que viven la vida como una novela porque se toman la ficción demasiado en serio a falta de poder tomarse en serio la realidad y que cometen un 'error de categoría', absolutamente similar al del novelista realista y al de su lector".

El origen del mundo también habla de otro de los fantasmas que acosan la escritura de Edwards: el tiempo en sus distintas manifestaciones. Por un lado, la vejez, por otro, la angustia que genera su paso y por ende las consecuencias que éste trae consigo: decadencia física e intelectual. De allí que los celos, la inseguridad, la duda y la sospecha estén directamente vinculados con este tópico. Mario Vargas Llosa (1996) entiende que El origen del mundo es "una historia que bajo la tramposa apariencia de un divertimento light, es en realidad una compleja alegoría del fracaso, de la pérdida de las ilusiones políticas, del demonio del sexo y de la ficción como complemento indispensable de la vida".

En efecto, estos temas están presentados con distinta intensidad, como condensación de lo que ya se había podido leer en otras novelas y cuentos de Edwards. El museo de cera, El peso de la noche y, de una manera no tan expresa, otros relatos presentan esta temática tan próxima a la generación del 50.

La perspectiva que ofrece la ciudad como un espacio no siempre acogedor, los espacios cerrados que se concentran en viejas casas que muestran el deterioro de antiguos esplendores o en departamentos oscuros y decadentes, son registros del lugar elegido para "ficcionalizar" un ámbito que muestra una forma de decadencia.

Esta, a su vez, adquiere nuevas formas en ese juego perverso en el que se enredan los protagonistas en un intento vano por superar la vejez, el deterioro físico, y por conservar el esplendor del erotismo. Fotografía y pintura concentran esa lucha tenaz y accionan la creación de un momento en el que ficción y realidad se mezclan en pos de la recuperación de las ilusiones perdidas.

Illanes cree reconocer a su esposa en el cuadro, pero, además, imagina que la fotografía hallada en el cuarto del amigo suicida es la de su mujer. A partir de estos juegos perversos de creer e imaginar se dispara la historia que, sin duda, puede ser leída inicialmente como un relato de intriga o como el desvarío de un viejo consciente de su decadencia física y aterrado por la posible pérdida de su joven mujer.

Superada esta primera lectura -que como toda lectura tiene en sí misma suficiente legitimidad-, el lector se encuentra con el juego que Edwards propone: ¿es posible conocer la realidad?, ¿se la puede representar? Frente a este tema, considerado por él mismo (Vila) como un tema de fondo, dice que imagina que el escritor hace una representación muy subjetiva de la realidad:

es una realidad un poco fantasmagórica. Es una realidad mental. Entonces a veces yo siento como los idealistas, que no existe la realidad, como Borges. Es como una especie de idea muy poética, muy estimulante, que hace que uno la pueda sostener, pero lo que sí siento es que la representación que uno puede hacer es de una extremada subjetividad.

La novela plantea, pues, esta pulsión constante que existe entre estos dos pares que presentan una imagen que genera en el lector la idea de imposibilidad de conocer plenamente lo que ha sucedido.

El origen del mundo alude también a un tema recurrente en la obra de Jorge Edwards: la necesidad de tejer vínculos literarios y políticos. En la novela están presentes las historias de los latinoamericanos exiliados en Europa, la vida de los intelectuales en las calles de París, esa ciudad que sigue deslumbrándolos, que genera un espacio codiciado pero solitario y que, a veces, los expulsa. Ese espacio que es sentido como el lugar al que se debe llegar, que se sigue construyendo como el lugar utópico en tanto permite mantener vínculos con el mundo intelectual europeo. Al mismo tiempo, la novela registra aspectos del mundo político, colocaciones dificultosas de los dos hombres con respecto a la política, en particular con el mundo de la gauche.

Es el espacio en el que las pérdidas se hacen palpables y se presentan ante los hombres como espacios deseados pero de los que se sabe que no podrán ser recuperados. Es una mirada sobre un París oscuro, poco solidario, por el que circulan los expulsados del mundo de la política y los escritores que intentan ocupar un lugar en ese mundo hostil. El entierro de Felipe Díaz condensa esa soledad, ese desamparo que sienten muchos de los protagonistas de las novelas y cuentos de Edwards. El propio escritor alude a la muerte de Enrique Lihn como el referente inmediato para construir ese episodio. Lihn -dice Edwards- fue consecuente hasta con su muerte y agrega: "¡Qué cosa tan triste esos entierros, sin cantos, sin curas!" (Vila), palabras que en la novela están en boca de Silvia.

El origen del mundo está asentada en un soporte epistémico que recorre un camino que va de la afirmación a la duda. Prueba de ello es la utilización de verbos como aparecer, atribuir, comprender/no comprender, sospechar o suponer. Esto se vincula, inicialmente, con la necesidad de Illanes de conocer la verdad. Es decir, que una vez más recorre la escritura de Edwards el problema de la representación de la realidad y el vínculo entre realidad y verdad. La voz del sujeto que habla y escribe adquiere distintas dimensiones: contempla, vive o evoca. Pero las tres acciones están atravesadas por la necesidad de saber la verdad, conocimiento que no se limita solamente a establecer si entre Silvia y Felipe existió algún tipo de relación sentimental o si Silvia es la mujer del cuadro/fotografía, sino si la vida de Patricio Illanes no ha sido en definitiva una máscara que ha encubierto la frustración, el aislamiento y la soledad.

Tal como Edwards lo ha manifestado en muchas entrevistas, sus personajes son esos hombres que sienten el fracaso como la marca más decisiva en sus vidas. Al mismo tiempo representan a los intelectuales latinoamericanos que viven y recorren un largo camino intentando encontrar el lugar del reconocimiento y de la legitimidad. El fracaso los atraviesa; fracaso como escritores pero también fracaso político. Al finalizar la novela el lector tiene la certeza de que "nunca la nada fue tan segura" como en esta historia.

NOTAS

1 Pese a las propias afirmaciones del escritor, quien se dice perteneciente a "los Edwards pobres", el peso de su apellido, en una sociedad que mira con simpatía todo gesto de prosapia, constituye una marca de vínculo con una familia aristocrática que no puede ser dejado de lado. Por otra parte, hay un cierto regodeo en su escritura por aludir a sus vínculos familiares, en particular a aquellos que marcan una fuerte distancia con las clases menos pudientes.

2 Con referencia a los bares, Luis Vitale (1998: 207) señala que en la etapa de urbanización aparecen muchísimos bares y restaurantes. Con respecto a los primeros destaca "El Miraflores, el primer café 'a la europea', abierto en 1939 [que] fue punto de encuentro de Neruda, Acario Cotapos, Gonzalo Bulnes y otros. Después vino el Bosco [...] En la década del 50 surgieron los cafés al paso, como el Do Brasil, Haití y Jamaica". En el caso del Bosco, está presente en los recuerdos y en la escritura de Edwards.

3 Pintor francés (1819-1877) enrolado en la escuela realista. Entre sus principales obras figuran: Las bañistas, Picapedreros (hoy destruido), Entierro en Ornans, El Taller.

4 Julio Cortázar en El cuento y la fotografía (1995), conferencia pronunciada en La Habana en 1962, establece una relación muy interesante entre la literatura y las artes visuales. Considera que hay una vinculación muy manifiesta entre la novela y el cine y el cuento y la fotografía. Mientras que en el primer par se destaca "un orden abierto", en el segundo se parte de "una ajustada limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara", al igual que el cuento.

 

Universidad Nacional del Comahue
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