Revista de Derecho, Vol. X, diciembre 1999, pp. 7-18

ESTUDIOS E INVESTIGACIONES

 

LA CONOCIBILIDAD DEL DERECHO Y LA EXTINCION DE LOS ABOGADOS

Un corolario utópico de la codificación

 

Daniela Accatino Scagliotti

Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Universidad Austral de Chile

 

Ante la ley hay un portero. A este portero se le acerca un hombre del campo y le pide que le deje entrar en la ley. Pero el portero le dice que en ese momento no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta entonces si podrá entrar más tarde. “Es posible –dice el portero–, pero ahora no”.

Franz Kafka, El proceso.

La ley debe ser el manual de instrucción de cada ciudadano y es necesario que él mismo pueda consultarla en sus dudas, sin tener necesidad de intérprete.

Jeremy Bentham,
Tratados de legislación civil y penal.


 

INTRODUCCIÓN

Probablemente para nadie sea un misterio que la profesión de abogado no cuenta con demasiado favor y estima entre los demás ciudadanos. Signo inequívoco de problemas. Así parecen ser percibidos popularmente los abogados no solo por los conflictos que deberían ayudar a resolver, sino de las dificultades que parecen agrandarse, complicarse, enturbiarse cuando interviene un abogado. Puesto que son en cierto modo (tomando prestada la imagen de Kafka) los porteros que permiten el acceso al sistema jurídico, en la desconfianza que despiertan los abogados se mezcla también la reticencia que producen en general el complicado mundo de las palabras legales, los procesos y los tribunales.

¿Un mal necesario? Esta parece ser la conclusión a que llegan los ciudadanos respecto de los abogados. Tal vez se sorprenderían si llegaran a saber que prescindir de los abogados, y en general de los juristas o intérpretes profesionales del derecho, no fue en otra época una idea tan descabellada. Que hubo un momento histórico en que se sostuvo que la necesidad de mediadores en el conocimiento del derecho tenía que ver con una serie de defectos de los ordenamientos jurídicos entonces existentes, de modo que la superación de dichos defectos los haría en gran medida innecesarios. Era la época –entre los siglos XVI y XVIII– en que iba tomando forma el proyecto codificador y la idea de un cuerpo legal breve, sistemático y completo; se proponía, cada vez con más fuerza, como la panacea que podría poner remedio a todos los males del derecho vigente.

Este trabajo se propone recordar el sentido y las circunstancias de esta vieja utopía ligada a la codificación, constatar cuál ha sido su destino y descubrir si todavía tiene algo que decirnos hoy, cuando se habla de crisis de los códigos y de nuevo se critica la abundancia de las innumerables disposiciones legales que día tras día se acumulan, dificultando el acceso al derecho1. Para ello situaré, en primer lugar, la idea de la supresión de los intermediarios para el conocimiento del derecho en el contexto del proceso de codificación (i.); luego me referiré a las circunstancias de la época que permiten comprender qué estaba en juego detrás de esa aspiración (ii.); me detendré después en el análisis de la (escasa) medida en que consiguió realización (iii.); para finalizar considerando los ecos actuales de esa lejana utopía (epílogo).


i.

Los códigos como remedio para la oscuridad del derecho

El desarrollo del proyecto codificador supuso, ante todo, que se concibiera la posibilidad de los códigos, esto es, que tomara forma la idea de un código de derecho tal como hoy lo conocemos: “un libro de reglas jurídicas organizadas según un sistema (un orden) y caracterizadas por la unidad de materia, vigente para toda la extensión del área de unidad política (para todo el Estado), dirigido a todos los súbditos o sujetos a la autoridad política estatal, querido y publicado por esa autoridad, que abroga todo el derecho precedente sobre la materia por él regulada y por ello no integrable con materiales jurídicos antes vigentes, y destinado a durar por mucho tiempo”2. No hubo antes del siglo XVIII códigos en el sentido que cobra modernamente esa palabra, hubo sí recopilaciones u otros cuerpos de derecho que reunieron o fijaron materiales jurídicos dispersos, pero no fueron libros sistemáticos, promulgados oficialmente en forma de ley, que regularan en forma completa y exhaustiva una determinada materia3.

Son múltiples los factores que fueron entrelazándose en el proceso de transformación de la cultura jurídica y de las instituciones que dieron lugar al desarrollo y la realización práctica de la idea moderna de código. El que más directamente se relaciona con la aspiración de reducir al mínimo –a través de los códigos– la intervención de los abogados y, en general de los juristas, en las sociedades modernas, es el amplio movimiento de crítica a la falta de certeza de los ordenamientos jurídicos anteriores a las codificaciones, que se desarrolló ya desde el siglo XVI, sobre todo al interior de la escuela humanista, y que fue haciéndose más extenso a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

Esas expresiones de insatisfacción, usuales a partir del siglo XVI, se referían a la falta de certeza que provocaba la estructura particularista, casuista y jurisprudencial de los ordenamientos jurídicos de la época4. Objeto de las críticas era fundamentalmente la dificultad de abarcar el conjunto de materiales jurídicos que podían ser relevantes frente a un determinado caso, dada la concurrencia de diversas fuentes y el enorme y controvertido caudal de comentarios y opiniones de los juristas. Si por un lado se hizo por eso usual la metáfora del derecho como “un laberinto misterioso e impenetrable”5, por otro, comenzaron pronto a pensarse remedios para esa situación. Entre esos remedios se destacó, desde el comienzo, la exigencia de “leyes que fuesen pocas y claras”, de modo que pudiera hallarse una salida a la oscuridad que rodeaba a la multitud de opiniones de juristas y abogados. Ya en 1531 el humanista Juan Luis Vives expresaba en estos términos esa posibilidad:

Presupuesto que la ley es una suerte de regla a la cual cada uno debe acomodar todas sus acciones, es razón que las leyes sean claras, fáciles y pocas para que sepa cada cual a punto fijo cómo ha de vivir y no que por la oscuridad de las leyes lo ignore y por su número excesivo no pueda la memoria retenerlas. Pero aquellos en cuya mano están la consulta y la respuesta en derecho, porque no parezca ser cosa baladí y al alcance de quienquiera el desvelo que se toman por el pueblo, procuran enturbiar las leyes porque no resulte tarea fácil penetrar en su sentido y sea menester acudir a ellos como a un oráculo6.

Este fragmento expresa claramente cómo la insatisfacción frente a la situación de los ordenamientos del derecho común suponía también una crítica a la autoridad mediadora de los juristas en el conocimiento del derecho, a quienes se señaló frecuentemente como “responsables por excelencia de la incertidumbre y de las desdichas del derecho, del cual son dueños y del cual hacen uso como instrumento de poder y de opresión”, aprovechándose de la complejidad de las leyes y acentuándola con sus comentarios para favorecer sus intereses particulares, su posición o status en el orden social7.

Una voz destacada en esta crítica contra el poder de los juristas fue la de Ludovico Antonio Muratori, cuya obra Los defectos de la jurisprudencia, publicada en 1742, tuvo gran éxito y divulgación. En ella describe el estado del derecho en su tiempo como marcado esencialmente por la incertidumbre, el desorden y la arbitrariedad; monopolizado y manipulado por los juristas, cuyas opiniones se habían vuelto leyes, sustituyendo a los textos justinianeos –ya en sí oscuros y complicados– que yacían sofocados bajo el caos de las interpretaciones doctrinales y judiciales. Muratori proponía como solución una intervención legislativa estatal que decidiera los puntos más controvertidos del derecho vigente, particularmente aquellos en que existieran opiniones contrapuestas de los doctores, reuniendo las soluciones en un “pequeño código nuevo de leyes” que impusiera a los prácticos la obligación de atenerse rigurosamente a ellas. Así –decía– a diferencia de lo que ocurre con el arte médico (tan controvertido entonces como el de los juristas), en que no es posible zanjar mediante una decisión autoritaria las dudas que lo hacían opinable, en la jurisprudencia o saber relativo al derecho, en cambio:

Se puede, y se debería purgarla, no ya de todos (que es algo imposible), pero de gran cantidad de defectos y de opiniones que la deforman. Se puede, digo, porque no exige otra cosa que los príncipes, en cuya mano se encuentra la autoridad de hacer nuevas leyes y de cambiar, reformar y abolir las viejas y de dar reglas a la judicatura sea civil que criminal, quieran emplear su paterno celo prescribiendo, si lo hay, un mejor método en los juicios y zanjando una infinidad de dudas, controversias y opiniones, que se han entrometido en la jurisprudencia. Se debe, digo, o se debería, poner manos vigorosamente a esta reforma, cada vez que se vislumbre con evidencia que en la ciencia legal y en el ejercicio de ella, hay una cantidad no leve de defectos y que tales defectos se vuelven en sumo perjuicio para el público8.

Cuando a la valoración de la ley emanada de la voluntad estatal como medio idóneo para conseguir orden y certeza –que se manifiesta tanto en la solución propuesta por Muratori como en la exigencia de leyes que sean pocas y claras–, se vayan uniendo progresivamente otros requerimientos técnicos –la idea de un cuerpo único de leyes, la definición de un orden sistemático que asegure su plenitud, la necesidad de abrogación de todo el derecho anterior–, entonces la idea moderna de código habrá tomado forma como el mejor remedio para los defectos de los ordenamientos jurídicos de la época. De ahí que una de las ventajas en que se basó la defensa de proyectos codificadores, tanto por parte de los juristas que asumieron esa causa como en la justificación de las primeras políticas codificadoras de los monarcas ilustrados, fue precisamente la posibilidad de lograr a través de los códigos un conocimiento fácil y directo del derecho por parte de los ciudadanos, un conocimiento no sujeto a la mediación de abogados ni de juristas9.

Es en el contexto de este argumento en favor de los códigos, que la crítica a la oscuridad del derecho y a la necesidad de un intermediario entre él y los ciudadanos da paso a la idea según la cual, una vez sustituidos el derecho común y los derechos particulares por códigos legislativos redactados en lengua nacional, completos y autosufientes, claros y sistemáticos, los juristas y abogados –en definitiva, los profesionales de la interpretación del derecho– serían innecesarios y deberían desaparecer. Así lo expresa uno de los más frevientes promotores de la codificación, Jeremy Bentham10, refiriéndose al “código universal” que propone en sus esritos:

...no se necesitarán escuelas de derecho para explicarlo ni catedráticos para comentarlo ni glosarios particulares para entenderlo ni casuistas para desatar sus sutilezas: él hablará la lengua familiar a todo el mundo: todos podrían consultarle cuando tuviesen necesidad, y lo que le distinguirá de los otros libros será una sencillez mayor y una mayor claridad. El padre de familia, con el texto de las leyes en la mano, podrá sin intérpretes enseñarlas por sí mismo a sus hijos, y dar a los preceptos de la moral privada la fuerza y la dignidad de la moral pública11.

ii.

Hacia el conocimiento directo del derecho por los ciudadanos

Aun cuando el particularismo y la pluralidad de fuentes jurídicas, incluyendo entre ellas a las opiniones jurisprudenciales, había caracterizado a toda la baja Edad Media, fue solo a partir del siglo XVI –y especialmente durante los siglos XVII y XVIII– que esas características comenzaron a ser percibidas como “defectos” y que la posibilidad de un acceso simple y directo al derecho se volvió un tema central y reiterado entre juristas, filósofos, escritores políticos y funcionarios estatales. En este epígrafe se intentará comprender por qué solo entonces la conocibilidad directa del derecho por parte de los ciudadanos se hizo visible como problema y como finalidad, interpretando ciertas circunstancias históricas como factores epistemológicos, que permitieron que ese conocimiento se considerara posible, y otras como factores políticos, que hicieron que además se estimara deseable, conveniente, necesario.

a.

La posibilidad de un conocimiento directo del derecho se presentaba en los textos de la época como consecuencia del orden y método con que debían ser construidos los cuerpos legales que habrían de sustituir a la dispersión de los materiales jurídicos que entonces integraban el derecho. Esa vinculación entre el método de los códigos y su conocibilidad hunde sus raíces más profundas en el complejo proceso de transformación que experimentaron en esa época los saberes científicos y que también se extendió al terreno de la política, la moral y el derecho a través del iusnaturalismo racionalista o derecho natural moderno. El núcleo central de esa revolución científica –en la que destacaron inicialmente nombres como el de Francis Bacon (1561-1616) o Galileo Galilei (1564-1642)– fue, como se sabe, la polémica contra la comprensión del saber fundada en la autoridad, que había caracterizado a la ciencia y a la filosofía bajomedieval, ocupada fundamentalmente de interpretar y comentar los textos aristotélicos. A ella oponían los modernos –como fueron luego denominados esos autores– un criterio de verdad fundado en la experiencia y la demostración matemática, practicable, por consiguiente, a través de la libre investigación individual y no a través de la adhesión acrítica a ciertas opiniones, por mucha autoridad que se reconociera a quien las hubiera formulado12.

La posibilidad de un saber que aspirara a la certeza de la demostración en lugar de la probabilidad de la opinión fue referida también a la política, la moral y el derecho por la escuela del derecho natural racional, que se propuso aplicar a esos saberes el nuevo método científico, identificado con el cálculo matemático13. Siguiendo ese método los iusnaturalistas racionalistas emprendieron una doble tarea: por una parte, la de explicar lógicamente el origen y fundamento del Estado a partir de los individuos (que vendrían a ser a la política como las unidades numéricas a la matemática), mediante el modelo del contrato social; por otra, la tarea de construir un sistema científico de derecho natural, es decir, de demostrar racionalmente las normas que deberían regir la convivencia humana, mediante su deducción a partir de definiciones y principios considerados evidentes para la razón14.

De este modo, el saber acerca de las normas justas de convivencia dejaba de ser un arcano reservado a quienes se desenvolvieran hábilmente entre los auctores y pasaba a ser un conocimiento al alcance de cualquier sujeto racional: bastaba que este ejercitara su razón conforme al método. Esa misma inteligibilidad universal –determinada por el método científico– aspiraba por lo tanto a conseguir los tratados sistemáticos de derecho natural. Veamos, por ejemplo, lo que pensaba Spinoza del que bien pudo haber sido su modelo en lo que a la comprensibilidad de un texto se refiere:

Euclides, que no escribió sino cosas simplísimas o a lo menos inteligibles, es fácilmente comprendido por todos en cualquier lengua; para entender el pensamiento y alcanzar la certeza acerca de su verdadero significado, no es necesario tener un completo conocimiento de la lengua en que fue escrito, es suficiente un conocimiento común, casi rudimentario, y no es necesario conocer la vida, los estudios, las costumbres del autor, ni la lengua, el destinatario y el tiempo en que se escribió, la suerte del libro y sus varias lecciones, ni cómo y por deliberación de quien haya sido aprobado. Y lo que decimos de Euclides se dice de todos aquellos que escribieron en torno a argumentos por su naturaleza comprensibles15.

De la inteligibilidad de los tratados filosóficos abstractos a la conocibilidad del derecho vigente parece haber, sin embargo, muy largo trecho. Con todo, y a pesar de esa apariencia, es precisamente el método de los primeros el que llegará a determinar el orden de los códigos legales y a hacer posible la aspiración a la conocibilidad general y directa del derecho. Ello se explica porque los iusnaturalistas, cuya formación jurídica había sido fundamentalmente romanista, no procedieron usualmente en forma puramente abstracta, con los medios de su sola razón, sino que recurrieron a los materiales del derecho común, especialmente al momento de construir sistemas normativos que no se detuvieran en los principios generales sino que se extendieran a las proposiciones de detalle. De este modo, muchas veces la formulación de una proposición de derecho racional no era otra cosa que la reformulación de uno o varios preceptos del derecho romano, limpios ahora de contradicciones, casuismo y oscuridades, así como de las diferenciaciones introducidas por los derechos particulares16.

Esa vinculación con los materiales jurídicos vigentes permitió que obras como las de Ch. Wolff (Jus naturae methodo scientifica pertractata, de 1749), de J. Domat (Les lois civiles dans leur ordre naturel, editada en París entre 1689 y 1694) o de R. J. Pothier (Pandectae justinianeae in novum ordinen digestae cum legibus codicis et novellis, 1748-1752), se convirtieran en el siglo XVIII no solo en el modelo de los tratados científicos sobre derecho vigente, sino también en modelo formal y sustantivo de los proyectos codificadores, tanto de los emprendidos por soberanos ilustrados como en los propuestos por la abundante literatura sobre ciencia de la legislación. Se trasladaba así del ámbito del abstracto derecho de naturaleza al del derecho vigente (o que aspiraba a ser vigente, en el caso de los proyectos de códigos) la posibilidad de una comprensión universal, a cuya vinculación con un método de exposición que va de lo general –las definiciones y principios– a lo particular –las diversas proposiciones normativas– se refiere Domat en el siguiente fragmento de Les lois civiles dans leur ordre naturel:

Algunos de aquellos que lean este libro –dice–, podrán sorprenderse de encontrar en varios puntos verdades tan comunes y tan fáciles, que les parecerá innecesario ponerlas, pues no hay quien las ignore. Sin embargo ellos podrían aprender de quienes conocen el orden de las ciencias, que es a través de esas verdades simples y evidentes que llegamos al conocimiento de aquellas que lo son menos, y que para el detalle de una ciencia se deben reunir todas, y formar el cuerpo entero que se compone de su ensamblaje. Así, en la geometría, se debe comenzar por aprender que el todo es mayor que cada una de sus partes... y otras verdades que los niños conocen, pero cuyo uso es necesario penetrar en otros menos evidentes17.

b.

Si con estos antecedentes se comprende mejor que en los siglos XVII y XVIII el conocimiento directo del derecho haya sido concebido como posible, en la medida que se cumplieran ciertas condiciones de orden y método, queda todavía por entender por qué se asume como tarea o lucha política. Para abocarse a ello conviene tener presente que la bandera de la certeza del derecho y su conocibilidad fue sostenida en consideración a objetivos políticos diversos, por actores que ocupaban posiciones también diversas: por las monarquías absolutas que entendían que la búqueda de certeza implicaba la monopolización por el Estado de la creación del derecho y veían en ella un motivo coherente con sus programas de centralización y concentración del poder y, por otra parte, por la burguesía, que veía en la certeza del derecho una garantía para el desarrollo de su incipiente autonomía mercantil.

Lo que permitió esa coincidencia entre ambas fuerzas, aunque sus objetivos finales fueran asimétricos, fue su común oposición al particularismo que entonces caracterizaba a los ordenamientos jurídicos. Precisamente esa oposición constituyó el rasgo distintivo del absolutismo monárquico que siguió, a partir del siglo XVII, a la formación de las grandes monarquías territoriales pues, si con estas se había roto la concepción medieval de la unidad del mundo jurídico, con aquel se rompería “el equilibrio jurídico al interior de cada Estado territorial en favor de un poder central y supremo y en contra de todas las otras instituciones del universo jurídico medieval y renacimental, como las clases o Estados, las ciudades, la Iglesia, las corporaciones”18. Dado que la pluralidad de diafragmas que se interponían entre el poder central y los súbditos gobernados encontraba su correlato en el particularismo y la pluralidad de fuentes normativas, la política absolutista del derecho se dirigió contra ellos, promoviendo la unificación o simplificación de las fuentes y la reconducción unitaria al Estado –al soberano– de toda la actividad de producción y de aplicación del derecho.

Aún sin entrar a detallar las vicisitudes y los medios de esa política19, la referencia a la finalidad absolutista de configurar un público de súbditos situado directamente –sin mediación de otros poderes– frente al Estado, ya nos permite entender en qué sentido adhiere la política del absolutismo a la preocupación por la conocibilidad y la certeza del derecho. Puesto que, si el vínculo político directo entre el Estado y los súbditos se expresa fundamentalmente en la general obligatoriedad de la ley –en el sentido de disposición normativa de origen estatal–, se comprende que la política absolutista haya intentado hacer de ella la principal fuente jurídica (y una vez emprendida –en el marco del absolutismo “ilustrado” del área germánica– la política codificadora abrogatoria del derecho común, no solo la principal sino la única fuente) y que su publicidad y conocibilidad inmediata por parte de los ciudadanos constituyera un objetivo deseable20.

La otra parte interesada en la conocibilidad directa y cierta del derecho era la burguesía, constituida ya en el siglo XVII y más aún en el XVIII como una poderosa fuerza social, empeñada en promover una radical transformación del orden de la sociedad, que llegará a hacerse efectiva, tras la revolución francesa, en los Estados liberales de derecho del siglo XIX. En un primer nivel básico la preocupación burguesa por la certeza del derecho remite a la racionalidad económica, maximizadora de la utilidad, que dirige la acción individual del burgués: pues si el éxito del negocio comercial supone el cálculo previo de costos e ingresos, entonces la incertidumbre acerca de los efectos jurídicos de las propias conductas, así como de las de los demás, constituye una grave dificultad para la actividad mercantil. El burgués pide un derecho simple y accesible ante todo porque quiere calcular con anticipación y certeza posibles efectos jurídicos, para poder incorporarlos al cálculo de utilidad21.

Pero la burguesía no aspiraba solo a un acceso más sencillo al derecho vigente tal como entonces se presentaba, perseguía también un orden social radicalmente distinto. En este punto entra en juego un segundo nivel de entrelazamiento entre la exigencia de un derecho conocible y la ideología burguesa, que nos permitirá establecer la relación –política ahora, no epistemológica– entre el ideal de un derecho conocible y los códigos modernos. La clave de este segundo nivel de contacto se encuentra en la peculiar apropiación del lenguaje del derecho que caracterizó al enfrentamiento burgués contra el orden existente, en cuanto el nuevo orden posible era presentado como un proyecto jurídico, como la alternativa de un sistema jurídico diferente en su estructura y sentido al derecho vigente22. Así, si el nudo central de ese proyecto de transformación social era la completa disolución de los vínculos feudales con su característica mezcla de poder económico y poder político (la propiedad-relación que define la forma de dependencia entre señor y siervo) y el fin de los privilegios asociados a ese orden social jerárquico, para sustituirlos por el mercado y las relaciones contractuales libres entre individuos, ese objetivo se expresaba more iuridico: propiedad como abstracto dominio individual –igualdad de todos los sujetos ante la ley– libre contratación. En otras palabras, las formas paradigmáticas de las relaciones sociales propias de un orden de mercado fueron interpretadas jurídicamente (o incluso imaginadas jurídicamente, pues se trataba entonces de una formación económico-social de transición) por el iusnaturalismo racionalista y luego por la ilustración jurídica, de modo que el proyecto burgués se presentaba en términos de la generalización de ciertas instituciones jurídicas opuestas en varios sentidos a las existentes23.

El vínculo con la conocibilidad y la certeza del derecho tiene que ver precisamente con una de las dimensiones de esa oposición, ya que mientras la multiplicidad de status personales y de clases de bienes propia del ancien règime dificultaba la representación del derecho en un orden o sistema inteligible para cualquier persona, la abstracción y la generalidad de las categorías liberales –el sujeto único e igual de derecho, la propiedad individual y abstracta– podía hacer posible, en cambio, una simplificación profunda del derecho y su metódica ordenación en un número relativamente pequeño de proposiciones generales fácilmente conocibles. Este es el punto en que método y política se encuentran, pues a pesar de los esfuerzos del absolutismo ilustrado por reducir la pluralidad de fuentes y ordenar los contenidos normativos, una simplificación de los ordenamientos jurídicos de la época que permitiera su inteligibilidad directa pasaba necesariamente por una reforma política radical que terminara con los privilegios, las excepciones, las diferencias subjetivas y en la naturaleza de los bienes: una reforma que condujera del antiguo régimen a un nuevo orden social24. Esa simplificación solo llegará a hacerse efectiva con la codificación napoléonica, la primera de las codificaciones burguesas que se sucedieron a lo largo del siglo XIX, solo tendrá lugar...

...cuando, tras la revolución francesa, aparezcan en el horizonte europeo códigos que ya puedan responder más netamente a los imperativos racionalistas de unidad de su sujeto, consecuencia de su sistema y generalidad de su régimen; códigos que, una vez que la revolución ha acabado con los privilegios jurídicamente consagrados, pueden, a partir de un concepto ya unitario de “persona” o sujeto de derecho, desarrollar metódicamente las “reglas” sin el quiebre de las “excepciones”25.

iii.

La incompleta realización de la utopía

Si la posibilidad y la necesidad de un conocimiento directo y cierto del derecho fue uno de los temas permanentemente asociados al desarrollo de la idea moderna de código, podría suponerse que la realización del proyecto codificador, una vez que la reforma política permitió la promulgación de códigos verdaderamente metódicos, condujo también a la realización de ese anhelado corolario, haciendo posible que cada ciudadano accediera al derecho por sí mismo y sin necesidad de mediadores. No fue precisamente eso, sin embargo, lo que ocurrió. Pero no adelantemos la conclusión y examinemos mejor qué pasó con esa aspiración, deteniéndonos primero en el período en que tuvieron lugar las primeras codificaciones burguesas, comando como ejemplo el caso francés, y luego en los siguientes desarrollos del Estado liberal.

Cuando el Code Civil napoléonico de 1804 fue promulgado no había ya en Francia escuelas universitarias de derecho. Ellas habían sido suprimidas tras la revolución, el 13 de septiembre de 1793, por decisión de la Convención Nacional, en consideración no solo a la caótica situación general de los estudios universitarios (lo que, junto al rechazo de toda formación corporativa, motivó también la clausura de las facultades de teología, medicina y artes), sino a las ideas revolucionarias, críticas de cualquier comentario sobre la ley –obra transparente de la voluntad popular que solo podía ser oscurecida por esas interpretaciones– y favorables a la liberalización de las profesiones judiciales, las que, de acuerdo a esas ideas, no requerirían conocimientos especiales, diversos a los de cualquier ciudadano, para la aplicación –sin interpretación– de la leyes26. El siguiente texto da cuenta de la intervención de un representante en la Convención en el debate sobre las escuelas de derecho, ilustrando perfectamente esas ideas:

Bouquier exclamaba: “¿A qué de bueno conducen las escuelas de derecho? Las leyes deben ser simples, claras y en no gran número, deben ser tales que el ciudadano pueda siempre llevarlas consigo”. Y peroraba contra las escuelas de derecho, diciendo que en vez de crearlas debería castigarse con fuertes penas toda especie de paráfrasis, interpretación, glosa y comentario de las leyes27.

Se trata, como se ve, de ideas del todo coherentes con la aspiración a un conocimiento directo del derecho por parte de los ciudadanos. Casi pareciera que las imágenes benthamianas se hubieran vuelto realidad, pues incluso se incorporaron a los programas de las escuelas públicas lecciones básicas de derecho, a fin de que esos niños llegaran a ser luego “ciudadanos virtuosos”28, según el mismo Bentham sugería:

Este (el código universal) debe ser el primer libro clásico y uno de los primeros objetos de la enseñanza en todas las escuelas. En los casos en que se exige una cierta educación, como condición necesaria para poder obtener algún empleo, se podría obligar al aspirante a presentar un ejemplar del código, o escrito por su mano, o traducido en alguna lengua extranjera. La parte más importante debería aprenderse de memoria, como un catecismo, v.g., la que contiene las definiciones de los delitos, y las razones por las cuales se han puesto en esta clase29.

Sin embargo, esta tendencia radical, en la que la inteligibilidad inmediata del derecho se vincula al final de la formación de juristas, abogados y jueces profesionales, no prospera. El mismo año de la promulgación del Code Civil se crean por ley doce escuelas de derecho y se definen sus programas de estudio de acuerdo al orden y al contenido de los códigos y principalmente del código civil. Esas escuelas –“templos elevados en honor de los códigos imperiales”30, según expresión de J. Bonnecase– pasan a constituirse como Facultades en 1806, cuando se crea la estatal Universidad de Francia y se le reconoce el monopolio de la atribución de grados y títulos. En el contexto de la general finalidad de servicio al Estado que inspiró la creación de la universidad imperial, el restablecimiento de las escuelas de derecho tuvo principalmente por objeto dar respuesta a las necesidades de recomposición de la profesión judicial, pues rápidamente se comprendió que era necesario aislar de la antigua cultura jurídica a los futuros funcionarios judiciales y modelarlos, en coherencia con la ideología de la codificación y a través del estudio exclusivo de los códigos, como autómatas aplicadores de la ley31. Sin ese cambio en la cultura jurídica el nuevo orden representado en el texto del código civil no hubiera podido llegar a realizarse.

Aunque no se trataba de formar juristas o teóricos del derecho, sino jueces capaces de aplicar escrupulosamente las nuevas normas de la organización social, los profesores de derecho supieron adecuarse a las reglas del juego y encontaron una nueva forma de legitimar su saber ante los ojos del nuevo poder: el positivismo legalista a ultranza de la Exégesis, que paradójicamente vino a suceder al iusnaturalismo racionalista, como una especie de vuelta a la veneración de un ‘texto sagrado’ que había caracterizado la relación de los juristas medievales con el Corpus Iuris32. Los juristas asumieron el rol de servidores del texto de la ley, ajenos a toda crítica, y las Escuelas de derecho se volvieron entonces por completo funcionales al nuevo orden.

Por otra parte, conseguida la certeza del derecho a través de los códigos inmutables y de una legislación general y abstracta, aplicados ambos mecánicamente por los jueces, de alguna manera el problema del conocimiento directo, sin mediadores, pasó a un segundo plano. Los abogados ya no constituían necesariamente un peligro para los burgueses, pues tenían ya un objeto cierto de conocimiento y no navegaban en un inestable mar de opiniones; por el contrario, podían volverse sus aliados y ahorrarles –según el sabio principio de la división del trabajo– el precioso tiempo que deberían dedicar de otro modo al estudio personal de los textos legales, cada vez que se enfrentaran a un problema jurídico. Sabiendo que el derecho ampara la propiedad individual y tutela la libre contratación, el conocimiento de los detalles –así como la tramitación de los juicios– bien puede delegarse en un mediador de confianza.

Esta alianza que resta interés al problema de la conocibilidad pública del derecho, se volverá más estrecha a medida que la evolución del nuevo orden social vaya dejando atrás la original simplicidad del sistema de los códigos y el número de normas vigentes vaya elevándose considerablemente, resultando por consiguiente cada vez más dificil su manejo por cualquier ciudadano: leyes antimonopolio, leyes sobre sociedades anónimas, leyes sobre valores mobiliarios, leyes sobre la administración, van abultando el ordenamiento jurídico ya a comienzos el siglo XIX.

La paulatina complejización del derecho se multiplicó a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando, con el progresivo fin del sufragio censitario que hacía ciudadanos solo a los propietarios, se rompió la identificación exclusiva (y excluyente) de la burguesía con la opinión pública y la fuente de la ley y otros intereses comenzaron a tener representación en la legalidad. Es la época de las primeras leyes laborales –y de la sustracción de las relaciones laborales del ámbito de la libre contratación, a partir del reconocimiento de la desigualdad sustantiva de las partes–, de las leyes sindicales, de las leyes sobre seguridad social.

Este proceso, como se sabe, sigue intensificándose hasta llegar a los Estados sociales o de bienestar de este siglo, cuando ya poco o nada llega a quedar de la supuesta generalidad o abstracción de la ley y los códigos pasan a ocupar un espacio casi marginal en el inmenso océano de disposiciones legislativas y reglamentarias33. Poco o nada puede asimismo quedar ya del viejo ideal de un conocimiento público y directo del derecho.

EPÍLOGO

LOS ECOS ACTUALES DE UN VIEJO IDEAL

Después de este largo recorrido siguiendo las aventuras y las desventuras del viejo ideal de un conocimiento directo y público del derecho, cabe preguntarse brevemente en qué sentido puede reivindicarse hoy como motivo y bandera esta utopía de la modernidad. En mi opinión, se trata de un proyecto que conserva plena vigencia, a condición, eso sí, que sus términos sean replanteados. No creo que el problema sea tanto el de eliminar toda mediación en el conocimiento del derecho, terminando con abogados y juristas, sino más bien el de considerar críticamente las condiciones en que esa mediación tiene lugar, así como el de distinguir una determinada esfera en que el conocimiento público e inmediato del derecho resulta fundamental.

Me parece que la labor de juristas y abogados no se agota en la mediación entre ordenamiento jurídico y particulares, sino que comprende además una importante e insustituible función en la realización y el desarrollo cotidiano del derecho. Una función que comprende, por una parte, la crítica de las disposiciones legales y reglamentarias y de las decisiones judiciales que se aparten de las normas y principios superiores del ordenamiento jurídico (especialmente las normas y principios constitucionales relativos a derechos fundamentales), de la que podrán hacerse cargo sobre todo los juristas no comprometidos con concretos intereses particulares. Y, por otra, el ejercicio cotidiano de la imaginación jurídica, formada en el conocimiento de una tradición de pensamiento y argumentación, para hacer frente a los nuevos problemas y a las nuevas exigencias que se planteen desde la sociedad.

Sin embargo, esta valoración positiva de la labor de los abogados no puede hacer olvidar las desigualdades a que puede conducir su mediación, en tanto está condicionada por las posibilidades económicas de quien la requiere. Ya se ha hecho referencia a la alianza entre abogados y burguesía, que determinó en su momento el olvido del ideal de un conocimiento directo del derecho, al resultar compensados los costos de su mediación por el ahorro que representa la especialización del trabajo; hoy esas ventajas permiten incluso a las empresas prescindir de la jurisdicción estatal para resolver sus conflictos jurídicos, pagando costosos arbitrajes a cambio de rapidez y confianza. El problema de la conocibilidad pública del derecho se vuelve entonces el de garantizar a todos, también a quienes no disponen de recursos suficientes, una mediación que garantice un acceso pleno al derecho y a la tutela jurisdiccional34.

Los ecos de la vieja utopía pueden apuntar también en otra dirección, hacia la existencia de un ámbito determinado del derecho cuyo conocimiento público no puede prácticamente desligarse de la noción misma de ciudadanía. Se trata del ámbito de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos y de las garantías que ella y las leyes establecen para asegurar su efectividad. Estos derechos deberían representar hoy lo que antes la propiedad y la libertad de contratación representaron (exclusiva y excluyentemente) para los burgueses: la base de su propio lugar en la sociedad y aquello por lo que se debe luchar para afirmarlo y defenderlo. Es respecto de esos derechos que sí parece hoy necesaria una preocupación pública orientada a su conocimiento por todos los ciudadanos, recurriendo a las estrategias que antes propusieron los ilustrados para el conocimiento de los códigos y especialmente a su incorporación a los contenidos de la educación básica y superior. Sin un conocimiento que haga posible el sentimiento de los propios derechos, la percepción de la propia dignidad como ciudadano –que no es, por lo demás, sino la base de su reconocimiento en los demás–, nunca podrá acortarse la distancia entre los textos de la Constitución y las leyes y las ilegalidades que exhibe la realidad.

Esta defensa social del derecho era uno de los objetivos que se entrelazaban en la vieja idea de su pública conocibilidad, como se puede observar, por ejemplo, en este texto de Bentham:

...si el código general fuera universalmente conocido; si se hiciera de él, como entre los hebreos, una parte del culto, uno de los manuales de la educación; si fuera necesario haberlo grabado en su memoria antes de ser admitido a ejercer los privilegios políticos, la ley sería entonces verdaderamente conocida: cualquiera desviación de ella sería advertida. Todo ciudadano sería su guardián, no habría misterio para encubrirla, no habría monopolio para explicarla, no habría fraude ni artificios para eludirla (p. 154)35.

Hoy la misma idea es reiterada, respecto de los derechos fundamentales, por un jurista contemporáneo que destaca la importancia de su garantía social:

La experiencia enseña que ninguna garantía jurídica puede sostenerse exclusivamente sobre las normas; que ningún derecho fundamental puede sobrevivir concretamente sin el apoyo de la lucha por su realización por parte de quien es su titular y de la solidaridad con ella de fuerzas políticas y sociales; que, en suma, un sistema jurídico, incluso técnicamente perfecto, no puede por sí solo garantizar nada36.

Entendido en los dos sentidos que he indicado, el acceso público e igualitario al derecho es aún, me parece, una utopía que merece aspirar a realizarse y por la que vale la pena luchar.

NOTAS

1 Cfr. NATALLINO IRTI, La edad de la descodificación, J. M. Bosch, Barcelona, 1992; FRANCESCO BUSNELLI, “Considerazioni sulla ‘crisi’ del codici, con particolare riferimento al codice civile cileno di Andrés Bello”, en Congreso Internacional Andrés Bello y el Derecho Latinoamericano (Roma, 10/12 diciembre 1981), Caracas, 1987.

2 GIOVANNI TARELLO, “Ideologías del siglo XVIII sobre la codificación y estructura de los códigos”, en Cultura jurídica y política del derecho, FCE, México DF, 1995, p. 39.

3 Cfr. ALEJANDRO GUZMÁN, “La codificación del derecho”, en Revista de la Universidad de Valparaíso, 8, 1984, pp. 12 y 13.

4 El particularismo de los ordenamientos jurídicos anteriores a la codificaciónes hace referencia a la coexistencia, junto al derecho común –formado a partir de la recepción bajomedieval de los textos del derecho romano justineaneo, incorporados progresivamente a la práctica jurídica mediante la labor interpretativa de los juristas–, de diversos derechos particulares en consideración al territorio, a la calidad de los sujetos, a las clases de bienes o al tipo de relación. El casuismo de esos ordenamientos tiene que ver con el predominio de las soluciones concretas a los diversos casos prácticos sobre las reglas generales, que se encontraba presente tanto en el Corpus Iuris –el texto jurídico fundamental de la época–, como en las opiniones de los juristas y en las leyes estatales. Finalmente, el carácter jurisprudencial de los ordenamientos de la época se refiere al rol central que en ellos desempeñaban los juristas, cuyas opiniones –basadas en la interpretación del Corpus Iuris y en su adecuación a las circunstancias del caso– constituían también derecho invocable. Acerca de esta características cfr. ADRIANNO CAVANNA, Storia del diritto moderno in Europa, vol. I: Le fonti e il pensiero giuridico, Giuffrè, Milán, 1982.

5 ANTONIO PÉREZ LÓPEZ, Principios del orden esencial de la naturaleza, 1785 (citado por VÍCTOR TAU, Casuismo y sistema, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, Buenos Aires, 1992, p. 150).

6 JUAN LUIS VIVES, Causas de la decadencia de las artes (1531), en Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1948, p. 515. El mismo anhelo era reiterado más de dos siglos después, en 1791, por el jurista Juan Meléndez Valdés en un discurso dirigido a la Audiencia de Extremadura: “¿Por qué triste necesidad han de ocupar volúmenes sobre volúmenes de errores y tinieblas, revueltos más y más, y confundidos por esa serie bárbara de glosadores y tratadistas, y no habrán de reducirse ya, después de tantas luces y experiencias, a pocas leyes, claras, breves, sencillas, que todos, todos, hasta los más rudos aldeanos entiendan por sí mismos y puedan retener?” (citado por VICTOR TAU, op. cit., p. 151).

7 ADRIANO CAVANNA, op. cit., p. 301. Así describía, por ejemplo, Jeremy Bentham, el poder que significaba para juristas y abogados la falta de un derecho cierto: “… dondequiera que exista [la ley no escrita] los legistas serán los defensores y admiradores de ella, tal vez inocentemente; porque naturalmente se ama un medio de poder, un medio de reputación, un medio de riqueza: se ama la ley no escrita por la misma razón que los sacerdotes de Egipto amaban sus geroglíficos; por la misma razón por la que los sacerdotes de todas las religiones aman los dogmas y los misterios”. (Tratados de legislación civil y penal, edición de Magdalena Rodríguez Gil a partir de la traducción de Ramón Salas de 1821, Editora Nacional, Madrid, 1981, p. 530). La misma crítica se extendió, por cierto, a la communis opinio como criterio de certeza frente a la acumulación creciente de opiniones jurisprudenciales.

8  Citado por GIOVANNI TARELLO, Storia della cultura giuridica moderna, Il Mulino, Bolonia, 1976, p. 217.

9 Entre las políticas codificadoras del absolutismo ilustrado que por primera vez proponen la abrogación del derecho común cabe destacar: el programa codificador de Federico II de Prusia, dirigido por Samuel Cocceius que, aunque exitoso en materia procesal, terminó con el rechazo del proyecto relativo al derecho sustantivo (el Project des Corporis Iuris Friedericiani, publicado en 1749 y 1751) y que condujo finalmente al código prusiano de 1794 o Allgemeines Landrecht; en Austria, el Codex Theresianus de 1766 (que nunca entró en vigencia) y luego, la política codificadora de José II (reglamento judicial civil de 1781, código penal de 1787, código de procedimiento penal de 1788 y la codificación civil, parcialmente publicada en 1787 y completada por el proyecto de Carl Anton Martini, promulgado con breve vigencia en 1797), y en Italia, el código penal leopoldino promulgado por Leopoldo I de Toscana en 1786. A pesar de la modernidad de estos intentos, si los comparamos con un código actual, por ejemplo con nuestro código civil, ellos siguen pareciendo gruesos y complejos, pues se estructuraron a partir de la subsistencia de diversos status personales –característica del ancien règime–, que determinaba la distinción de varias clases de sujetos jurídicos o bien el establecimiento de reglas especiales relativas a ciertas clases de bienes y, en todo caso, una multiplicación de la cantidad de normas.

10 Aunque las ideas de este jurista inglés –a quien debemos incluso la palabra “codificación”– no fueron acogidas en su patria, sí tuvieron gran difusión e influencia en Europa continental y en Iberoamérica, inclusive en las primeras políticas codificadoras chilenas. Cfr. al respecto: J. BENTHAM, “Carta a O’Higgins”, Revista Chilena de Derecho, 1-6, vol IV, 1977; P. Estelle, “Un proyecto de código para Chile”, Revista Chilena de Derecho, 1-6, vol. IV, 1977; I. MERELLO, “Codificación. Sobre los orígenes y alcances de un término”, Anales de la Universidad de Chile, 20, 1989.

11 JEREMY BENTHAM, op. cit., p. 536. La misma aspiración a eliminar la mediación de los juristas profesionales en el conocimiento del derecho orientó explícitamente el programa codificador de Federico II de Prusia, probablemente el más “ilustrado” de los soberano absolutos (cfr. J. VANDERLINDEN, Le concept de code en Europe occidentale du XIII au XIX siècle, Editions de l’Institute de Sociologie de l’Université Libre de Bruxelles, Bruselas, 1967, especialmente pp. 207, 218 y 395). A su proyecto de código se refirieron en muy elogiosos términos los próceres de la ilustración francesa en la Enciclopedie (voz Code Frédéric): “…fundado en la razón y en las constituciones del país; que ha dispuesto el derecho romano en su orden natural, suprimiendo las leyes extranjeras, aboliendo las sutilezas del derecho romano, aclarando plenamente las dudas y las dificultades que el mismo derecho y sus comentadores habían introducido; que establece en fin un derecho cierto y universal”… “sería deseable que se hiciera lo mismo en los otros Estados en que las leyes no han sido reducidas a un cuerpo de derecho”.

12 Así se expresaba por ejemplo Galileo Galilei (Opere, Florencia, 1890-1909, vol. 5, p. 301): “Yo quisiera rogar a estos prudentísimos Padres, que quisieran con toda diligencia considerar la diferencia que existe entre las doctrinas opinables y las demostrativas; a fin de que (…) se cercioraran mayormente de cómo no es potestad de los profesores de ciencias demostrativas el cambiar las opiniones según sus deseos, y aplicarse ora a esta ora a aquella, y qué gran diferencia existe entre entre el dar órdenes a un matemático o a un filósofo y el disponer un mercader o un legista, y que no con la misma facilidad se pueden cambiar las conclusiones demostrativas acerca de las cosas de la naturaleza y del Cielo, que las opiniones acerca de aquello que sea lícito o no en un contrato, en un censo o en un cambio”. La polémica contra el principio de autoridad como criterio de verdad científica adquiere un matiz drámatico –en plena época de la contrarreforma y la inquisición– si se considera que los Padres de la Iglesia habían incorporado a la tradición teológica la filosofía aristotélica. Los modernos afirman por eso también la autonomía de la ciencia respecto de la teología, excluyéndola del ámbito en que las Sagradas Escrituras podrían tener valor de verdad.

13 Mientras los primeros modernos habían distinguido entre saberes que dependen de la memoria o saberes puramente históricos –como la teología, la política, la jurisprudencia– en los que el recurso a la citación de autores es legítimo y ciencias que dependen del razonamiento, extrañas al principio de autoridad; los iusnaturalistas racionalistas aplicaron también a estos ámbitos el cálculo como método y la demostración como criterio de verdad. Hobbes se refiere expresamente a ello en el Leviatán (1651): “Cuando un hombre razona no hace sino concebir una suma total por adición de parcelas, o concebir un resto por sustracción de una suma en relación a otra (. . . ). Pues tal como los aritméticos enseñan a añadir y sustraer en números, así los geómetras enseñan lo mismo con líneas, figuras (sólidas y superficiales), ángulos, proporciones, tiempos, grados de velocidad, fuerza, poder y análogos. Los lógicos enseñan lo mismo en consecuencias de palabras, sumando conjuntamente dos nombres para formar una afirmación, dos afirmaciones para formar un silogismo, y muchos silogismos para formar una demostración; y de la suma o conclusión de un silogismo sustraen una proposición para encontrar la otra. Los escritores de política suman pactos para descubrir los deberes del hombre, y los abogados, leyes y hechos para descubrir lo que es justo e injusto en las acciones de las personas privadas. En suma, en cualquier materia donde haya lugar para una adición y sustracción, hay lugar también para la razón, y donde esas operaciones no tienen lugar nada en absoluto puede hacer la razón. (…) Pues la razón, en este sentido, no es sino cálculo (esto es, adición y sustracción) de las consecuencias de nombres generales convenidos para caracterizar y significar nuestros pensamientos” (Leviatán, Editora Nacional, Madrid, 1979, pp. 148 y 149; las cursivas son del autor) .

14 En palabras de Ch. PERELMAN y L. OLBRECHTS TYTECA (Traitè de l’argumenta-tion, Bruselas, 1988, p. 2), “el razonamiento more geometrico fue el modelo que se propuso a los filósofos deseosos de construir un sistema de pensamiento que pudiera aspirar a la dignidad de una ciencia. Una ciencia no puede, en efecto, contentarse con opiniones más o menos verosímiles, sino [que debe] elaborar un sistema de proposiciones necesarias que se impongan a todos los seres racionales, y respecto de las cuales el acuerdo sea inevitable”. Esta pretensión de una adhesión racional se comprende mejor si recordamos que con el iusnaturalismo racionalista el derecho natural se emancipaba de su sujeción –característica del pensamiento escolástico– a la autoridad del derecho divino revelado, pues, tras la ruptura de la unidad religiosa europea y las guerras de religión, solo de ese modo podía seguir siendo “la única forma de lenguaje cultural común en las disputas generadas por los contrastes que dividían los espíritus” (FRANZ WIEACKER, Storia del diritto privato moderno, vol. I, Giuffrè, Milán, p. 405).

15  BARUCH SPINOZA, Trattato teologico politico, Turín, 1972, p. 201 (citado por PAOLO ROSSI, “La scienza e l’ oblio”, en Il passato, la memoria, l’ oblio, Il Mulino, Bolonia, 1991, p. 163).
16 Cfr. ALEJANDRO GUZMÁN, op. cit., p. 20: “¿Qué fue lo que en realidad pasó? ¿En qué se transformó ese derecho de razón extraído de grandes principios y postulados puramente racionales? No en otra cosa que en lo siguiente: los grandes sistemas de derecho natural del siglo XVIII no fueron más que la abstracción, racionalización y generalización del derecho común de la época medieval y moderna”. Esta recuperación del derecho romano implicaba reconocer que una parte importante de sus preceptos –una vez generalizado el casuismo– coincidían con las reglas del derecho natural, no obstante la falta de un orden sistemático y la existencia de ciertas materias en que esa coincidencia no tenía lugar. La utilización de ese material no significaba en cambio que la pertenencia al derecho romano probara que una cierta regla correspondía a una prescripción de la razón; la prueba de la pertenencia de una regla al sistema de derecho natural dependía únicamente de su demostración a partir de los primeros principios o axiomas evidentes: no se argumentaba a partir de la autoridad presupuesta del derecho romano como ratio scripta, sino que se demostraba la validez racional de ciertos preceptos del derecho romano por su adhesión a los cánones absolutos de la razón. Hubo, por lo tanto, una valoración del derecho romano como material normativo, pero esa valoración se independizó del principio de autoridad.

17  Citado por GIOVANNI TARELLO, Storia della cultura giuridica moderna, cit., p. 168.

18  Ibid, p. 48.

19  Los principales instrumentos de la política centralizadora del derecho emprendida por el absolutismo fueron: la intervención legislativa, cada vez más frecuente y extendida a sectores más amplios, y los intentos de organización y control de la pluralidad de jurisdicciones, a través de la unificación gradual y parcial de las jurisdicciones territoriales y de los procedimientos, la limitación gradual del número de inmunidades y privilegios, la configuración de algunas jurisdicciones autónomas como jurisdicciones especiales y la constitución de tribunales centrales y jerárquicamente supremos. Estos instrumentos no garantizaban sin embargo la real eficacia de la política de centralización. Aunque paralelamente se desarrollaron doctrinas que hacían derivar toda la legislación, y en general todo el derecho, de la voluntad del soberano y que consideraban que toda la jurisdicción era directa o indirectamente administrada por el soberano, la realidad práctica estaba bastante lejos de esta unificación. La legislación estatal concurría con las demás fuentes, sin necesariamente primar sobre ellas y la posibilidad de lograr la aplicación preferente de la legislación estatal dependía en gran medida del grado de subordinación de los grandes tribunales al soberano, el que varió considerablemente de Estado en Estado. De ahí que tendiera a verse en la oposición corporativa de los juristas prácticos y de los jueces –que conservaban a través del derecho común su poder como mediadores– a la política absolutista, aquello que debía ser combatido para lograr un cambio unificador en el ordenamiento jurídico. A ello se encaminaron medidas tales como la limitación o la prohibición legislativa de la citación de autores por los abogados en sus defensas y por los jueces en la motivación de sus sentencias, la introducción del recurso a la interpretación del soberano en caso de dudas, la obligación de motivar las sentencias y la elaboración de amplias compilaciones legislativas destinadas a reducir el área del derecho común y a sujetar a los magistrados al texto de las leyes soberanas. Cfr. ADRIANO CAVANNA, op. cit., pp. 248 ss.

20 Recordemos que a los siglos XVII y XVIII corresponde, especialmente después de la generalización del uso de la imprenta, la configuración de un público de lectores tanto de libros como de periódicos. Fue precisamente recurriendo a estos últimos que los soberanos absolutos sentaron las bases de lo que hoy entendemos por publicidad de las leyes, constituyendo a esos lectores en su propio público. Así, por ejemplo, una disposición del gobierno vienés sobre la prensa decía en 1769: “Para que el periodista pueda saber qué clase de decretos internos, entidades y otras cosas que acontezcan son adecuadas para el público, serán compendiados semanalmente por las autoridades y librados a los autores periodísticos” (citado por JURGEN HABERMAS, Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili, Barcelona, 1981, p. 60).

21 El círculo se cierra si recordemos que paralelamente –a partir del iusnaturalismo racionalista– la posibilidad de un conocimiento directo y cierto del derecho era afirmada precisamente a través del modelo del cálculo. En relación con esta circularidad se ha sostenido que no es sino el modelo de la decisión económica racional el que en definitiva fue traducido en la concepción de toda racionalidad como cálculo (Cfr. por ejemplo CSABA VARGA, “Law and its approach as a system”, en id. Law and philosophy: selected papers in legal theory, Loránd Eötvös University, Budapest, 1994, p. 239: “aquello que corresponde a la decisión económica racional es la idea de sistema que traduce el racionalismo filosófico al lenguaje de la lógica, condicionando un concepto axiomático-deductivo de mundo también”).

22 Para una descripción detallada del proyecto liberal burgués como proyecto jurídico vid. PIETRO COSTA, Il progetto giuridico. Ricerche sulla giurisprudenza del liberalismo classico, Giuffrè, Milán, 1974 y PIETRO BARCELLONA, El individualismo propietario (1987), Trotta, Madrid, 1996, especialmente pp. 42-66.

23 P. COSTA (op. cit., p. 245) define así esa interpretación en términos jurídicos: “… la transformación de célebres instituciones del derecho privado en un conjunto de formas (donde ‘forma’ vale como ‘Gestalt’) de las relaciones sociales: el modo de comprender ciertas tendencias ‘profundas’ y, en perspectiva, vencedoras, de la formación económico-social ‘de transición’ y de retomarla en un ‘proyecto’ social total pasaba a través de aquel singular uso de [la expresión] ‘derecho’”.

24 Cfr. supra nota 9.

25 BARTOLOME CLAVERO, “La idea de código en la Ilustración jurídica”, en Historia, Instituciones, Documentos, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 6, 1979, p. 74. Notable es la diferencia si hacemos una comparación entre esos códigos burgueses y la descripción de la vigencia de la ley de acuerdo a la “idea práctica de código” que proponía, aún dentro del antiguo régimen, un jurista español, Alonso de Acevedo, que el mismo Clavero cita (p. 69): “La Ley obliga al Noble, al Plebeyo, al Sabio, al Idiota, al Artesano y a toda clase de gentes… De la Ley depende la justicia y la validez de los contratos, los testamentos; de ella constan los privilegios del soldado, del profesor de las ciencias, los derechos del comerciante y las obligaciones del Agricultor y del Artífice, los honores del Hidalgo y las cargas del Plebeyo, en fin, ella mantiene a cada uno en su estado y contradice la violación y usurpación de sus derechos”.

26 Cfr. ROBERT VILLERS, “L’enseignement du driot en France, de Louis XIV à Bonaparte”, en AAVV, L’educazione giuridica. I: Modelli di università e progetti di riforma, Libreria Universitaria, Perugia, 1975, p. 109.

27 JOSÉ GASCON Y MARÍN, La enseñanza del derecho y la autonomía universitaria en Francia, Zaragoza, 1909, p. 9.

28 Cfr. RAOUL C. VAN CAENEGEM, I signori del diritto. Giudici, legislatori e professori nella storia europea, Giuffrè, Milán, 1991, p. 135.

29 JEREMY BENTHAM, op. cit., p. 577.

30 Cit. en J. GATTI-MONTAIN, Le système d’enseignement du droit en France, Presses Universitaires, Lyon, 1987, p. 61.

31 Cfr. Ibid, pp. 110 y siguientes.

32 La paradoja se comprende si se mira al iusnaturalismo como la crítica del viejo poder establecido y al positivismo como la afirmación del nuevo poder conquistado por la burguesía contra cualquier intento de cambio; como señala P. Costa, “el proyecto jurídico-propietario, en el momento en que ‘realizaba’ la utopía, volvía imposible la propia posibilidad de transformarse, se ponía frontalmente ‘contra’ el futuro, asumía ‘positivamente’ el contenido de la antiutopía” (op. cit., p. 290).

33 Cfr. supra nota 1.

34 Para una referencia general a los diversos aspectos que involucra el problema del acceso igualitario a la justicia –desde asistencia jurídica gratuita hasta simplicidad del lenguaje legal y judicial, cfr. MAURO CAPPELLETTI y BRYANT GARTH, El acceso a la justicia. La tendencia en el movimiento mundial para hacer efectivos los derechos (1978), FCE, México, 1996. Cfr. también acerca de la relación entre marginalidad o pobreza y dificultad de acceso al derecho CARLOS M. CARCOVA, La opacidad del derecho, Trotta, Madrid, 1998, especialmente pp. 47 y siguientes.

35 J. BENTHAM, op. cit., p. 154 (las cursivas han sido agregadas).

36 LUIGI FERRAJOLI, Derecho y razón. Teoría del garantismo penal (1989), Trotta, Madrid, 1995, p. 942. Ya la Constitución francesa que siguió a la revolución decía, en su artículo 23, que “la garantía social consiste en la acción de todos para asegurar a cada uno el disfrute y la conservación de sus derechos; esta garantía descansa en la soberanía nacional” (citada en Ibid., p. 946).