Revista
de Derecho, Vol. XVII, diciembre 2004, pp. 9-40 INVESTIGACIONES
LOS TÉRMINOS “DIGNIDAD” Y “PERSONA”. SU USO MORAL Y JURÍDICO. ENFOQUE FILOSÓFICO* The concepts of “dignity” and “person.” Their moral and legal usage. The philosophical outlook
Juan Omar Cofré Lagos ** *
Este trabajo es producto preliminar del Proyecto Fondecyt No. 1040116
“Fundamentación filosófica de la ‘dignidad humana'”. Resumen En este trabajo aspiramos a mostrar que algunos conceptos jurídicos y morales como los de “dignidad” y “persona” suelen ser difusos, ambiguos y vagos tanto en el uso coloquial como en el especializado de la ética y el derecho. Después de un análisis lingüístico –según la metodología de la filosofía del lenguaje anglosajona–, revisamos y precisamos su sentido moral y, desde este punto, determinamos la relevancia semántica que estos términos adquieren en los usos lingüísticos del derecho y la teoría moral contemporánea. DIGNIDAD, DERECHOS HUMANOS, NATURALEZA HUMANA. Abstract This paper attempts to show that some legal and moral concepts, such as “dignity” and “person”, are usually diffuse, ambiguous and vague, not only in their everyday use, but also in their specialized usage in the fields of ethics and law. Following a linguistic analysis –applying the English born philosophy of language– the author examine and specify the moral meaning of these concepts and, from this point, determine the semantic importance that these terms acquire in the legal linguistic usage and in contemporary moral theory. DIGNITY, HUMAN RIGHTS, HUMAN NATURE.
INTRODUCCION En las ciencias formales –lógica, matemática– el lenguaje es, esencialmente, unívoco; entre el signo y el concepto se establece una relación biunívoca. De ahí la precisión del lenguaje axiomático. No ocurre lo mismo en la esfera de las ciencias humanas. Éstas utilizan, básicamente, las magnitudes semióticas del lenguaje natural y, aunque a veces los términos de uso corriente pasen al lenguaje especializado, mantienen, en mayor o menor medida, rasgos connotativos y denotativos de sus usos primigenios. Así nos lo demuestran los estudios hermenéuticos y analíticos. De ahí que el lenguaje jurídico y filosófico, por ejemplo, no sea siempre todo lo preciso y claro que se pudiera pretender. Más concretamente, el análisis revela que algunos conceptos singularmente sensibles adquieren una significación crítica, es decir, la praxis genera una especial dificultad que impide, o al menos hace difícil, determinar unívocamente la denotación de ciertos conceptos centrales en el lenguaje especializado de la filosofía práctica y el derecho. Cuando nos adentramos en la filosofía moral y en el derecho internacional de los derechos humanos, este fenómeno de ambigüedad semántica se hace especialmente visible. Conceptos como “dignidad”, “persona” y “derechos humanos” mantienen una cierta unidad semántica que pronto se desdibuja cuando el análisis requiere de una mayor precisión. Estos términos, que tienen un uso tan reiterado en estas disciplinas, a pesar, decimos, de compartir una esfera semántica común –precisamente por su ambigüedad y a veces por su oscuridad semántica–, deben ser objeto de una especial atención con miras a precisar su denotación y sentido y, de esta suerte, contribuir a una mejor intelección de los discursos jurídicos y morales en los que tienen una ocurrencia continua. Varias son las opciones que se presentan a la hora de emprender esta tarea clarificadora. La tradición europea continental ha diseñado algunas metodologías de interpretación. La filología clásica –que se basa, en lo fundamental, en el análisis de la historia de la formación y evolución de los términos– y la hermenéutica, sea en su dimensión histórica o fenomenológica –que pretende alcanzar el correcto sentido de las expresiones determinando el núcleo ideal de la significación– son algunos de los métodos construidos para enfrentar este arduo problema. La tradición anglosajona, en cambio, ha inventado su propio método de análisis lingüístico, cuya finalidad más relevante pretende elevar a la categoría de análisis filosófico el criterio pragmático del uso del lenguaje. El verdadero significado de una expresión o de un discurso no debe buscarse exclusivamente en criterios semánticos. Lo que hace que una lengua llegue a evolucionar y a madurar hasta convertirse en un medio idóneo para el tráfico lingüístico es el uso que sus hablantes hacen de ella. Con el Wittgenstein de las Philosophical Investigation1 triunfa definitivamente, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos y otros países del norte de Europa, esta concepción del lenguaje para llegar rápidamente a transformarse en el método más conocido y eficiente en el trabajo de “esclarecer” el significado de los usos lingüísticos, desactivar la ambigüedad característica de las palabras y contribuir a hacer progresar el análisis filosófico, que no otra cosa en propiedad es la filosofía, según esta versión de origen inglés. Este método de análisis rápidamente es aceptado en las ciencias humanas. La “Jurisprudence” lo incorpora a su trabajo como el método fundamental de análisis jurídico. Hart, y la poderosa tradición iusfilosófica que él mismo ha contribuido a crear, incorpora a la “Jurisprudence” –o ciencia del derecho– este nuevo método de análisis jurídico asumiendo que el derecho es, primero y fundamentalmente, una realidad lingüística que recoge y asume una tradición de usos y costumbres jurídicas. En las páginas que continúan hemos intentado valernos principal, aunque no exclusivamente, de este último método para desentrañar y esclarecer el uso jurídico y moral de las expresiones “dignidad” y “persona” y, de este modo, poder contribuir a precisar su uso en estas esferas de la cultura. Pensamos que el método utilizado ha permitido corroborar nuestra hipótesis principal de acuerdo a la cual estos términos tienen primeramente su origen en el uso del lenguaje moral y desde ese campo ingresan al lenguaje jurídico. Este paso no resulta claro ya que en el decurso de un uso al otro emergen importantes diferencias semánticas. Por otra parte, el método nos ha permitido también distinguir el uso propiamente jurídico del término del uso moral que, aunque emparentados conceptual y lingüísticamente, vienen a ser, en definitiva, al menos parcialmente diferentes. Como lo exige el método analítico, hemos trabajado sobre la base del material lingüístico, esto es, de los discursos jurídicos y naturales en donde se registra el uso de estas expresiones tan decisivas para la correcta intelección del lenguaje moral y jurídico contemporáneos. 1. El uso jurídico del concepto La “Declaración Universal de los Derechos Humanos” (1948) hace un uso central de la expresión “dignidad” en su “Preámbulo” al declarar que “... la libertad, la justicia y la paz del mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad humana y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana...”. El Art. 1 refuerza la importancia del término al puntualizar que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...”. Veamos, aplicando el análisis lingüístico, algunos aspectos que son distinguibles en este discurso: i) Exige este discurso, como condición necesaria para la consecución de los valores político-jurídicos “libertad”, “justicia” y “paz”, el reconocimiento de la “dignidad” y de los “derechos” (humanos). ii) Es de observar, entonces, que la persona humana (o “seres humanos”) posee, de suyo, en esencia, estos dos rasgos ontológicamente relevantes: la “dignidad” y los “derechos humanos”. La “Declaración” los proclama, respectivamente, como intrínsecos, iguales e inalienables. iii) Estas dos propiedades, condiciones necesarias constitutivas del ser humano, son calificadas en el Art. 1 como “innatas”. iv) Hay en (iii) una cierta imprecisión, o quizá extensión, ya que, en rigor, no son semánticamente idénticos los conceptos de “intrínseco” e “inalienable” con respecto a “innato”. “Intrínseco” e “inalienable” tienen un uso aceptado más bien en la filosofía europea continental; los anglosajones, desde Locke, al menos, prefieren el concepto de “innatez” que, aunque también lo rechazan, es, para ellos, más tolerable que el de “esencia” que, en realidad, se desplaza detrás de los términos “intrínseco” e “inalienable”. v) Es obvio que se establece una prelación gnoseológica. Primero se han de “re-conocer” estos dos atributos esenciales y, después, sólo como consecuencia de ello, tendrá sentido recto la pretensión de la realización política de la libertad, la paz y la justicia. vi) En el punto anterior se introduce un matiz interesante ya que se asume el carácter relacional, y no sólo el esencial, de la persona. La persona lo es sólo en medio de los otros y para los otros.2 vii) De modo que si se pregunta, desde un punto de vista político-jurídico, qué es el hombre –es decir, si se interroga aristotélicamente por su esencia, esto es, aquello sin lo cual la cosa deja de ser lo que es o degenera en otra distinta–, se ha de responder correctamente diciendo de él que se trata de un ser “con dignidad y derechos inalienables”. viii) El texto de la “Declaración Universal” parece implicar, por tanto, que todo atropello o menoscabo que, viniendo desde afuera (los otros), atente contra la dignidad y los derechos humanos, importa una degradación ontológica del hombre. Consideremos ahora cómo presenta la situación un texto constitucional emblemático sólo un año posterior a la “Declaración Universal”, que también hace un uso esencial del concepto “dignidad humana”. En efecto, la “Ley Fundamental para la República Federal de Alemania” señala taxativamente en su Art. 1.1. “La dignidad del hombre es inviolable (unantastbar) y su respeto y protección constituyen un deber de todas las autoridades del Estado. 2. El pueblo alemán reconoce, en consecuencia, los derechos inviolables e inalienables (unverletzlichen und unveräusserlichen) del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”. Aquí se distinguen algunos aspectos que merecen mención: i) Aunque, obviamente, hay un campo semántico-filosófico común entre ambos discursos, es de notar que el texto alemán no pone en igualdad estricta de condición posibilitante la “dignidad” y los “derechos humanos” (llamados ahora “inviolables” e “inalienables”). ii) Hay también en el texto un “antes” y un “después” gnoseológicos que tienen una consecuencia ontológica (“reconoce, en consecuencia”; es decir, tienen una consecuencia): a la “dignidad” siguen, como a su fundamento de posibilidad, los “derechos humanos”. La “dignidad”, luego, es más primaria y original que los “derechos fundamentales”. iii) Desde el punto de vista lógico-semántico se pueden distinguir tres niveles axiológicos. Primer nivel: la dignidad; segundo, los derechos, y tercero, la paz y la justicia. De modo tal que si hay dignidad, entonces hay derechos; y si hay derechos, entonces hay valores políticos y jurídicos. iv) Sin embargo, hay un matiz importante en el “Preámbulo” del texto alemán que está ausente en la “laica” “Declaración Universal”. El constituyente introduce a Dios como testigo y garante del respeto y protección que el derecho debe brindar al hombre. v) A diferencia de la “Declaración Universal”, que reclama una protección del hombre puramente humana, la “Ley Fundamental de Bonn” establece una relación entre el orden político-jurídico y la teología cristiana, según la tradición espiritual de Occidente y, especialmente, europea. El texto constitucional español (1978), en cambio –más lejano a la terrible experiencia de la Segunda Guerra y de su propia Guerra Civil–, prefiere la neutralidad axiológica del texto Universal ya que hace también, conjuntamente a los derechos inviolables que le son inherentes al hombre, antecedente lógico y ontológico de los bienes o valores sociales y jurídicos (Art. 10.1). El Art. 1º de la Constitución chilena sigue al texto Universal al declarar tajantemente que “Los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.3 No hay aquí tampoco ningún matiz semántico que comprometa al hombre más allá del hombre mismo; sin embargo, introduce en el Art. 5, inciso segundo, un concepto iusnaturalista que vinculará fuertemente el sentido de conjunto y razón de ser de los derechos fundamentales a una tradición filosófica determinada: la aristotélico-tomista. En efecto, “el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana”, reza el texto constitucional. La idea de “naturaleza humana” enriquece el texto constitucional, pero, al mismo tiempo, introduce un nuevo factor de vaguedad y ambigüedad. Ciertamente, ¿qué se ha de entender por “naturaleza humana”? La idea de “naturaleza humana” ha sido propuesta en la filosofía griega, retomada en la medieval e incluso revitalizada en la filosofía moral de nuestro tiempo. Con todo, la disputa continúa aún dentro del círculo de aquellos que están dispuestos a aceptarla y hacer de ella la clave de la explicación metafísica del hombre.4 ¿Qué se puede inferir del análisis lingüístico y comparativo que acabamos de mostrar? 1 Estos textos político-jurídicos –que actúan aquí como representantes de numerosos textos de similar condición y función– dejan a la vista que hacen un esfuerzo por anclar los derechos humanos o fundamentales en una base tan sólida y resistente que sea inexpugnable a cualquier ataque que pretenda desestabilizar la condición humana. 2 El hombre es una creatura que se empina singularmente sobre todo ser creado (sea por Dios, o por el “azar y la necesidad”, como pensaba Monod) y, como tal, reclama y exige al orden político y jurídico un respeto irrestricto. Este “respeto” debe leerse simplemente como: “Hay en el hombre una región o esfera de su ser que no es lícito tocar ni menos atropellar”. Nadie, bajo razón o pretexto alguno, puede hacerlo. Además, no sólo no se le “puede” tocar; tampoco se lo “debe” hacer. 3 Los conceptos de “dignidad”, “derechos inalienables”, “inviolables”, “naturaleza humana”, etc., ponen a la vista íntimas relaciones de inclusión e intersección pero, también, de exclusión. Son conceptos relacionados, aunque distintos. Los derechos inalienables al menos se los puede catalogar, y hay cierto acuerdo en ello. No obstante, la idea de “dignidad” se muestra como un concepto intangible; más parece –como el ser para la metafísica– un trascendental ético. Tal vez no se la puede demostrar, como la libertad trascendental, pero quizá sí se la puede “mostrar” en la experiencia fenomenológica concreta de las acciones morales y jurídicas. Hay, pues, vaguedad, ambigüedad y un cruce de un complejo de rasgos semánticos, en principio muy difícil de precisar, al menos en el campo políticojurídico.5 Por ejemplo, preguntamos, si se afectan los derechos humanos, ¿se afecta también la dignidad? Y si se afecta la dignidad ¿se afectan solidariamente los derechos? Y, aún más, cuando se afectan la dignidad o los derechos, ¿se erosiona con ello la “naturaleza humana”? El reclamo enérgico de estos textos jurídicos supone, obviamente, que la “dignidad”, aun siendo un valor que aprehende todo ser humano y que exige de él su absoluto e incondicional acatamiento, puede ser dañada por un tercero, sea un ente público o privado. Si la dignidad no pudiera ser dañada desde afuera, carecería de sentido la pretensión de estos textos jurídicos dirigidos a resaltarla y protegerla. Luego, ¿cuál es, auténticamente, el estatus ontológico de la dignidad? ¿Habría, quizá, una dignidad trascendental y una dignidad simplemente empírica? Porque, en efecto, cuando el hombre es sometido a la tortura y a otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, el derecho está suponiendo un conjunto de factores empíricos participantes, fácticamente determinables.6 Ninguna de estas preguntas puede resolverse cabalmente en exclusiva –nos parece– desde la dogmática jurídica, ya que ella misma usa estos conceptos de un modo no siempre claro; a veces los usa de manera intuitiva, vaga, ambigua y hasta retórica.7 Es muy importante clarificar de la manera más completa posible –en aras de la certeza gnoseológica– cuál es el sentido y alcance que tienen estas expresiones en el uso jurídico del derecho internacional de los derechos humanos, en el derecho constitucional y, en general, en el derecho internacional público. ¿A qué se debe la imprecisión del término “dignidad” en el lenguaje jurídico y político? Toda expresión del lenguaje natural conlleva en su ser una inevitable ambigüedad, y unas más que otras. Eso también acontece con el término “dignidad”. Aun, mucho más allá, hay que reconocer que este concepto tiene origen religioso y moral y ha estado sujeto al múltiple y variado juego de sentidos en la historia de Occidente por obra de teólogos y filósofos. El derecho y la política lo toman de esta tradición y lo aplican a su propia esfera cultural, pero casi nunca precisando su alcance. Y, aunque quizás –desde el punto de vista estrictamente dogmático– baste con atenerse a la praxis y a la jurisprudencia para dominar el sentido de este concepto, no ocurre lo mismo para la filosofía práctica. La clarificación del lenguaje jurídico, moral y político es parte relevante de su tarea, tal como lo entiende la jurisprudencia analítica, que es precisamente la orientación metodológica que inspira este trabajo. 2. El llamado a la filosofía del lenguaje Una corriente importante y muy influyente en la jurisprudencia ha sido y sigue siendo la filosofía del lenguaje común, llamada también, pero imperfectamente, filosofía analítica. Esa filosofía anglosajona sostiene que la mayor parte de los desacuerdos (filosóficos, políticos, éticos y jurídicos) se deben a una cierta confusión semántica. Desde la firme convicción de la filosofía analítica por obra de Wittgenstein, Ryle, J.L. Austin, Wisdom, Strawson, Dummet y otros autores anglosajones, Hart, entre los iusfilósofos, transporta al campo del Derecho ese nuevo modo de entender el lenguaje, esto es, como una herramienta apta que contribuya a un nuevo tipo de análisis orientado a descubrir los usos ambiguos del lenguaje jurídico y a desactivar sus sentidos perturbadores. En general, la “jurisprudence” consiste en esclarecer por qué nos sentimos desconcertados frente a términos o conceptos jurídicos que, en cuanto juristas, usamos diariamente con provecho. Lo paradójico está en que sabemos usarlos pero no sabemos dar razón de su uso. Para eliminar esa perplejidad se impone clarificar a fondo los términos jurídicos, su significado y su función, elucidación de términos que, sin ser estrictamente jurídicos, se hallan conectados estrechamente con el derecho y con su problemática tradicional.8 Todo lenguaje que tenga su base en el sistema lingüístico primario –como es el caso de la filosofía y del derecho– adolece de vaguedad y ambigüedad. Un aporte importante de la filosofía jurídica consistirá, entonces, en aportar a la nomología y a la jurisprudencia claridad conceptual. Este objetivo se consigue de dos maneras: mediante el análisis lógico del lenguaje y mediante la observación y descripción del uso de la lengua.9 El lenguaje humano no es irracional; por el contrario, obedece a reglas y a convenciones, y éstas responden a estructuras racionales.10 Tampoco el lenguaje humano es unívoco, como los lenguajes artificiales. Esto, debido a los factores emocionales y subjetivos que el uso lleva consigo. Las expresiones lingüísticas no sólo tienen, pues, una dimensión denotativa (o informativa), sino también una importante dimensión connotativa (o subjetiva). De modo que desde este punto de vista se impone el análisis lingüístico de estos términos usados por la legislación y el derecho. Considérense, por ejemplo, los siguientes usos comunes en el discurso coloquial: i) Vive modesta, pero dignamente. ii) Hay algo digno en este hombre, a pesar de las circunstancias. iii) Un buen policía debe respetar la dignidad del delincuente. iv) Todo ser humano es digno de un trato decente y civilizado. v) Me podréis arrebatar la vida, pero no mi dignidad. vi) Mi dignidad vale más que tu dinero. vii) A pesar de ser un criminal, al menos enfrentó la muerte con dignidad. viii) Es pobre, pero digno. Vistos estos usos, lo primero que se puede decir es que el concepto de “dignidad” se comporta como sustantivo, también como adjetivo e incluso como adverbio. Lo otro que salta a la vista parece ser el carácter estimativo o valorativo que hay en el concepto. La “dignidad”, en cualesquiera de sus flexiones gramaticales, indica un valor, algo que se aprecia positivamente, que merece la aprobación y aun la admiración general. Pareciera ser, también, que la dignidad es algo que se posee a pesar de cualquier circunstancia. Es una propiedad, o nota constitutiva, que de suyo pertenece a la persona y depende sólo de ella. Estos usos demuestran que, sea lo que fuere la dignidad, es algo que nace desde la subjetividad y que termina por identificarse con su portador. Algunos usos del lenguaje parecen sugerir que la dignidad es un bien que, con todo, se puede perder o aminorar. Pero estos usos hacen recaer la responsabilidad de la pérdida –más que en los otros– en el sujeto mismo que de suyo la conlleva. El que lesiona su propia dignidad tiene conciencia de ello aunque lo oculte a los demás. Pero no siempre a los ojos de los otros pasa inadvertida la degradación moral de un sujeto que ha consentido libre y voluntariamente en enajenar y degradar su propia dignidad. Los siguientes usos, comunes y corrientes dejan a la vista esta percepción general: i’) Se emborrachó a tal punto que perdió toda dignidad. ii’) Un hombre que llega a esos extremos de inmoralidad y criminalidad no es digno de vivir en sociedad. Sólo merece desprecio y repugnancia. iii’) Es un miserable; no encuentro en él ni una pizca de dignidad. iv’) Por su comportamiento se hizo indigno de heredar los bienes de su padre. v’) Este pobre hombre, lo ha perdido todo, incluso su dignidad. vi’) “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanar” (Mat. 8:8). Lo que parecen decir estas expresiones es que si bien se tiene una dignidad, ésta puede perderse o aminorarse como consecuencia de la propia incontinencia o perversidad y no a causa de acciones de terceros. Nunca diremos de un cerdo que perdió, a causa de sus actos, su dignidad; primero, porque no reconocemos en el cerdo ninguna dignidad y, segundo, porque el cerdo no puede sino comportarse como cerdo, que es lo que de suyo le corresponde. Pero, en cambio, es muy duro decir de un hombre, por ejemplo, de un torturador: “se comportó como un cerdo”. El hombre en tanto hombre comienza teniendo, o aún siendo, su propia dignidad. Pero, en la medida que se va alienando a sí mismo por intermedio de sus actos inmorales, se va envileciendo. El hombre-cerdo ya no es un hombre propiamente tal, sino un ser que ha contaminado su propia naturaleza humana con una naturaleza que le es ajena: la naturaleza del cerdo; y al cerdo corresponde no tener ni ser guardador de ninguna dignidad. Por otro lado, en el uso corriente, la palabra “dignidad” parece implicar un auto y un heterorreconocimiento, pero en ambos casos parece haber un acto expreso o tácito de voluntad. El que se emborracha a tal punto que pierde su dignidad, lo hace voluntariamente. El que asesina o tortura, lo hace también voluntariamente. El que traiciona a su padre, lo hace también voluntariamente, e incluso aquel hombre que en su desesperación se prostituye para salir de la dificultad, actúa también, en definitiva, voluntariamente. Y, no obstante, cuando la voluntad es invasora de mi derecho a ser quien soy, por grande que sea el apremio, si no concurre mi propia voluntad en mi desvalorización, mi dignidad ha quedado indemne. También parece que la palabra dignidad no reconoce diferencias sociales y económicas. Se aplica por igual –y lo mismo su contraria, “indignidad”– a ricos y a pobres, a mujeres y a hombres, a jóvenes y a ancianos.11 Lo mismo se puede “leer” la dignidad en el rostro de un rey como en el de un mendigo, en el de un erudito como en el de un ignorante. La dignidad –como la inocencia–, en el lenguaje y sentido común, es una cualidad con la que se nace. Todos los hombres, más allá de su contingencia, poseen una dignidad de origen. Es una cualidad moral primaria. Nadie, al parecer, se la puede arrebatar desde afuera aunque sí, desde el punto de vista político y social, puede ser amenazada. Sólo el propio sujeto moral, y por sus propias acciones abominables e ignominiosas, es capaz de denigrarse a sí mismo y con ello destruir total o parcialmente su propia dignidad. La humillación, o vejación, es una acción externa destinada a destruir la dignidad del otro. Pero hay una diferencia muy notable entre lo que viene de afuera, la humillación, y lo que nace de la propia intimidad, la dignidad. La humillación la inflige el otro, y sólo si la víctima pierde el autocontrol –su voluntad de resistir a la injusticia– quizás ésta pueda tener por consecuencia una actitud propiamente indigna. Cristo es humillado, pero jamás pierde su dignidad. Tal vez por eso también el sentido común, la vida organizada socialmente, prohíbe que el otro sea humillado, por ejemplo, mediante apremios inmorales o ilegítimos, porque ve en la humillación una posible causa de la destrucción de la propia dignidad.12 El que es humillado mediante la tortura y para escapar a su mal decide cooperar con sus torturadores y delatar a sus amigos y compañeros, sin duda degrada su dignidad, pero no a tal punto como aquel que sin el apremio de la tortura o del terror, en pleno ejercicio de su libertad, decide cooperar con el enemigo y delatar a sus amigos, como lo hizo Judas con Jesús. Igualmente, todos estos discursos del uso común ponen de manifiesto que el concepto de dignidad se dice del hombre y respecto del hombre y, en ese sentido, comparte un campo semántico con el concepto de “humanidad”. La expresión “En toda persona está presente su dignidad” puede ser traducida, salva veritate, como “En toda persona está presente la humanidad” (idea fundamental en la teoría kantiana de la dignidad). Y, en efecto, ¿qué es aquello que esencialmente tiene el hombre y sin lo cual deja de ser hombre? Precisamente su humanidad. O, si se quiere, su dignidad. El lenguaje cotidiano recoge perfectamente este sentido cuando dice de un cierto sujeto “Se comportó como una bestia”, lo que equivale a decir “se comportó sin humanidad ninguna” o, incluso, “su comportamiento fue indigno de un ser humano”. Ciertamente el que así se comporta, ontológicamente, sigue siendo un hombre, pero moralmente no le queda nada de humano. Es un ser inhumano. En todo lo que el sentido común –y no sólo el filosófico– ve peligro de deshumanización, ve también peligro de degradación moral. Si un hombre o una sociedad completa se deshumaniza a tal punto que el hombre pasa a ser una mercancía, entonces, seguramente ese hombre o esa sociedad está en proceso de degradación, es decir, libre y voluntariamente consiente en la “indignidad”, pérdida de la dignidad.13 3. La “dignidad” como atributo moral de personas El problema ético y filosófico general que implica este concepto tiene una larga historia que se remonta a la concepción griega del hombre. Recibe, después, con el advenimiento de la filosofía cristiana, un nuevo impulso y dirección que atraviesa toda la historia espiritual de Occidente. En la crítica o filosofía de la razón pura práctica de Kant alcanza tal vez su nivel más alto y desde ahí pasa, y es aceptado universalmente, a las ideologías políticas que, desde el liberalismo, se transmiten al derecho constitucional y al derecho internacional de los derechos humanos. Veremos, sinópticamente, cómo se opera esta evolución. En la filosofía griega el término ousía fue usado por Aristóteles para designar la substancia individual y concreta de los entes reales. A veces también fue usado por el Estagirita como sinónimo de esencia, es decir, el género, aquello que hace caer dentro de su esfera un conjunto de substancias individuales con uno o más rasgos ontológicamente relevantes y comunes. Así, en el primer sentido se dice “Sócrates” (que designa una substancia concreta, soporte de la predicación, pero que, a su vez, ella misma es impredicable). En el segundo se dice “hombre” (refiriéndose con ello a todos los entes que pueden caer bajo la extensión del concepto). La ambigüedad que subyace en la metafísica aristotélica condujo a distinguir entre esencia como género e hipóstasis como substancia individual autosubsistente. “Los filósofos cristianos comenzaron traduciendo por substancia tanto ousía como hipóstasis, pero cuando ousía comenzó a designar lo que es común a varias substancias individuales concretas, es decir, cuando ousía se usó como equivalente no a “individualidad sustancial” sino a “comunidad”, no se pudo conservar la misma palabra substancia. Entonces, tal vez introducido por Tertuliano en el uso legal, se propuso el término persona: “substancia completa que existe por sí misma”.14 En la teología cristiana surgió otro problema: cómo explicar la Trinidad. Tres personas distintas, pero de una misma naturaleza. Estas tres personas compartían una unión hipostática. Pero, además, esta idea de unión hipostática de naturalezas distintas sirvió para explicar la naturaleza de Cristo, quien compartía la naturaleza divina y humana a la vez. Los Padres latinos reemplazaron, finalmente, el concepto griego de hypostasis por el de persona para referirse precisamente y en primer lugar a las tres entidades divinas y, por extensión, a las creaturas o hijos de Dios, hechos a su “imagen y semejanza”.15 De alguna manera hay una relación no accidental sino esencial entre la substancia divina y la humana. Si los hombres son hijos de Dios, y a la esencia divina le corresponde necesariamente la eternidad, entonces de algún modo la esencia de Dios está también presente en la persona humana. Efectivamente, según esta doctrina, hay una participación esencial de la naturaleza humana en la naturaleza de Dios, aún más patente en el N.T. Dios mismo en la persona del Hijo se hace hombre y con ello hace al hombre “dios”, en el sentido de que con su sacrificio altera esencialmente la condición humana mortal (producto de la caída) para transformarla en posibilidad de vida eterna. El alma humana no será sólo animal (“psique”, “anima”), mortal y temporal, sino que en virtud de este sacrificio alcanza una “coinonía” (o comunidad esencial) con la divinidad –“hominum animi inmortales sunt”– al abrírsele las puertas del Reino y de la vida eterna. Es interesante observar cómo a lo largo de la historia de Occidente se va construyendo laboriosamente un concepto de hombre, ya no sólo como animal racional y político –como lo definió el Estagirita–, sino, además, como un ente dotado de una cierta singularidad que no se encuentra en ningún otro ser de la creación. Boecio (s. VI), heredero de la tradición metafísica griega y de la nueva teología cristiana, definió a la persona humana como “substancia individual de naturaleza racional”, con lo cual vino a decir, en primer lugar, que el hombre no es solamente esencia, sino que es principalmente esencia en la existencia (substancia) y que ésta se caracteriza por ser pensante y racional. Quizá le faltó agregar, para recoger la nueva doctrina cristiana en plenitud, e “inmortal”. Porque precisamente en eso radica con exactitud el dato fundamental: llamado a la vida eterna por la Salvación. La idea de “dignidad”, tal como evoluciona a partir del cristianismo, no fue conocida ni por griegos ni romanos. La idea aristotélica, según la cual el hombre al seguir su naturaleza actúa racional y correctamente, es la diferencia específica con el animal no racional. Sin embargo, no parece que por este hecho se haga merecedor de un respeto humano excepcional; la aceptación aristotélica de la esclavitud confirma esta interpretación. La idea, pues, de “dignidad” en el sentido moral –así como la de derechos humanos– es principalmente, en su origen, cristiana, con reminiscencias, como se sabe, estoicas.16 El hombre merece ser tratado como lo que es, hijo de Dios, heredero, por tanto, de vida eterna, con lo cual se acentúa su atributo extraordinariamente único y esencial. Por eso merece ser tratado –y tratar a los otros (prójimo)– con amor, la acepción religiosa y moral de la expresión laica respeto. En eso, y sólo y fundamentalmente en eso, consiste su dignidad. Únicamente las personas (hijos de Dios) tienen dignidad y el respeto de la dignidad es la fuente más grande de la moralidad (“ama a tu prójimo como a ti mismo”). De entre todas las virtudes la más importante será la caridad (“ágape”, “caritas”), dice S. Pablo.17 En la Ilustración, Kant será el gran pensador que reactualizará y reelaborará el concepto de dignidad. Este concepto queda estrictamente vinculado a las ideas de libertad, persona humana y reino de los fines. Lo que hace al hombre infinitamente superior a toda creatura no es su razón pura teórica, su conciencia gnoseológica (Bewusstsein), sino su razón pura práctica, su conciencia moral (Gewissen).18 Kant –consecuente con la crítica de la razón pura– no acepta una moral realista como la aristotélica ni una moral empirista como la inglesa. Una y otra comparten, en definitiva, la misma debilidad: se fundan en la experiencia humana. Una moral tiene que reunir varios requisitos formales: ser autónoma, sus leyes tienen que tener alcance universal absoluto y no meramente general y ha de estar fundada en la libertad trascendental y en el factum de la moralidad. “Kant intenta construir una auténtica antroponomía, una imagen normativa del hombre, extraída desde los principios del deber”.19 La moral empirista y la realista tienen el grave inconveniente de depender del mecanismo de la naturaleza y, por tanto, de someter la voluntad humana a leyes ajenas o heterónomas. Jamás se podrá construir un sistema moral justo y libre si queda esencialmente condicionado a leyes que no le son propias. Por tanto, una verdadera moral ha de surgir de las leyes que se da a sí mismo el ente racional, lo cual no significa que sean arbitrarias, “pues entonces carecerían de racionalidad, en la medida en que racionalidad y universalidad se implican mutuamente”.20 Luego, frente a un “yo” empírico, sometido a las leyes de la naturaleza, Kant postula un “yo” puro que, por el contrario, pertenece al mundo de la libertad. Sin embargo, la razón pura especulativa, precisamente por carecer de contenido (experiencia), no puede conocer la libertad. La libertad de obrar aparece en el hombre en el hecho (factum) de la moralidad y se determina según la razón práctica que no se refiere al ser (como la especulativa pura), sino al deber ser, y que constituye el conocimiento moral. En la razón práctica aparecen los postulados que, no siendo demostrables por la razón teórica, adquieren evidencia inmediata y absoluta en el sujeto moral. La libertad aparece, pues, postulada por la razón práctica como consecuencia de ese factum absolutamente cierto que viene a ser estrictamente la conciencia del deber. El hombre no podría tener deber ni responsabilidad alguna si no fuera libre. Y eso, aunque no sepamos teóricamente cómo es ello posible. El hombre, por tanto, como sujeto de deberes, responsable y libre, es persona moral. Y una persona moral está obligada a aceptar y acatar los preceptos morales. Kant busca, pues, un mandato que, no dependiendo de condición alguna, dependa de sí y se baste a sí mismo. A este mandato lo denomina imperativo categórico, en cuanto manda sin condición alguna y lo que manda es bueno absolutamente. Se trata sólo de la buena voluntad, la que quiere lo que quiere por puro respeto al deber.21 Quien actúa por respeto al deber y sólo por respeto al deber, actúa libremente. Y aunque efectivamente el hombre es un sujeto empírico, y por tanto sujeto a la causalidad natural, eso no impide que por su racionalidad y libertad pertenezca en verdad al reino de los fines. Para Kant, pues, en cuanto todos los hombres pueden –y no sólo deben– actuar conforme a los fines de la moralidad, son fines en sí mismos. La inmoralidad consiste, entonces, en dejarse llevar por la causalidad natural; en no imponer a la causalidad la causalidad no causada, con la cual la persona moral reafirma su libertad. Sobre esta sólida posición filosófica puede escribir Kant con fundamento y autoridad estas admirables palabras: “A un hombre honrado, en la mayor de las desgracias de la vida, desgracia que hubiera podido evitar sólo con haber podido saltar por encima del deber, ¿no le mantiene siempre firme la conciencia de haber conservado su dignidad y honrado la humanidad en su persona...?”22 Queda, entonces, terminantemente prohibido al hombre mediatizar o instrumentalizar al prójimo. Por el contrario, en todo hombre, por humilde que sea, se hace presente la sublimidad de su existencia. “En toda la creación puede todo lo que se quiera, y sobre lo que se tenga algún poder, ser también empleado sólo como medio; únicamente el hombre y con él toda creatura racional, es fin en sí mismo. Él es, efectivamente, el sujeto de la ley moral, que es santa gracias a la autonomía de su libertad”23 ¿De qué estamos, pues, hablando? De la persona humana y de su naturaleza moral más radical: la dignidad. La consecuencia se sigue de suyo. La persona humana había quedado supeditada a Dios, o a la naturaleza, y en uno y otro caso recibía sus leyes morales de un “Alter”. Kant reclama autonomía y cree ver en la capacidad de la autonomía humana la ley moral por sí misma.24 Quizá podría decirse también que el intento kantiano ha consistido en desacralizar la idea de “persona humana” y, así y todo, algunos de sus comentaristas piensan que Kant no habría escrito lo que escribió en ausencia del cristianismo. A fin de cuentas, Kant abre otra vez la persona a la trascendencia afirmando que si Dios no existiera esa ley moral personal quedaría frustrada, lo cual viene a resolverse en último extremo en las posiciones básicas del cristianismo. Esta última idea se corrobora en la afirmación final citada de la Metafísica de las costumbres donde sostiene que la ley moral, aunque humana, “es santa”; “santidad” es un concepto moral de alcurnia teológica.25 El replanteamiento de la dignidad y de la persona humana ha sido reelaborado desde nuevas perspectivas filosóficas en el siglo XX, enriqueciendo la comprensión de su multifacética complejidad. En un breve trabajo como el presente sólo nos es dado –para no dejar un vacío inexcusable– indicar algunas corrientes de pensamiento. Desde Husserl y hasta Levinas, la fenomenología ha presentado una nueva dimensión de la persona al considerarla como un ser abierto, relacional, necesitado y menesteroso desde su origen que sólo alcanza su total realización en el trato con el otro; vieja idea que de algún modo Aristóteles ya había visto en la amistad. Por su parte, el gran metafísico español Javier Zubiri ha visto la persona como realidad subsistente.26 Y, naturalmente, no podría dejar de mencionarse al menos la riquísima y sugerente metafísica de Spaemann, quien ha explicado con singular hondura y claridad estas ideas acudiendo al clásico concepto aristotélico de naturaleza.27 El jurista y filósofo alemán Arthur Kaufmann ha desarrollado una vía intermedia entre el derecho natural clásico y el positivismo jurídico según la cual la idea de derecho y de persona humana exige una consideración relacional. El derecho no sería ni algo sustancial ni sólo nominal, sino que consistiría en relaciones reales entre los seres humanos y entre éstos y las cosas. Esto implica que hay que asignar al derecho y, por lo tanto, a los sujetos de derecho –que son las personas– un sustrato histórico hermenéutico en el convencimiento de que ningún orden jurídico puede prescindir de la situación histórica de la cual y para la cual se ha creado. Sostiene que el propio Aquinate vio en el derecho natural algo absolutamente móvil, variable de acuerdo a la situación histórica, y no un derecho rígido al cual, según él, se aferran tanto algunos neotomistas contemporáneos. Rechaza, en consecuencia, una visión “eterna” del pensamiento ontológico y, basándose en el pensamiento de Charles S. Peirce, sostiene que hay que fundar una ontología de las relaciones para reemplazar el sustancialismo que se suele encontrar en algunos sistemas jurídicos. La persona es, pues, relación; más aún, la relación original. “Persona es el hombre no por su sustancia sino como ensamble de relaciones en el que se encuentra con respecto a su mundo, a sus semejantes y a las cosas”.28 De esta idea fenomenológica, que Kaufmann toma de la tradición filosófica alemana, pretende concluir que, en realidad, no hay una “naturaleza” humana que obligue a un comportamiento ahistórico en una situación concreta. Y de aquí deriva que la idea de dignidad es un constructo fenomenológicosocial que nace de la consideración que el hombre tiene frente al otro, no en tanto hombre abstracto, sino en tanto hombre singular, dotado de una realidad histórica precisa y de unas circunstancias singulares que lo hacen ser persona y no simplemente un “ser humano”, “in genere”. 4. La dimensión jurídica de la dignidad humana Del análisis lingüístico y ético del concepto de “dignidad” se deducen varias cosas de interés que pudieran orientar una comprensión más recta del concepto cuando se lo usa en el derecho. Hasta ahora sigue siendo un concepto difuso, pero ya el uso lingüístico orienta en dos direcciones: a veces se concibe la dignidad como un bien intrínseco y nuclear de la persona que, identificándose radicalmente con ésta, resiste todo ataque externo y no se degrada en su esencia. Un agente moral podrá perderlo todo ante los avatares de la vida, e incluso la vida misma, pero si se mantiene fiel a sí mismo –esto es, a su condición de persona moral– mantendrá incólume su dignidad. También parece aceptar el sentido común –revelado en el uso natural de la lengua– que hay, con todo, una –y al parecer sólo una– manera de perder la dignidad: cuando el sujeto moral decide libre y voluntariamente su propia denigración. El movimiento espiritual de la autodenigración se gesta en la intimidad de la conciencia y desde ahí se abre paso hacia el exterior expresándose en conductas o acciones que son censuradas y repudiadas por los demás. El uso del lenguaje enseña también que la idea de “dignidad” está íntimamente relacionada con la de “humanidad”. Lo “humano”, lo propiamente “humano”, no puede subsistir sin dignidad. Quien consiente en aceptar o realizar actos “inhumanos” –como la tortura o la vejación del prójimo– no puede reclamar para sí ninguna dignidad. En el fondo, el hombre que es acusado de un trato inhumano para con sus semejantes se aleja –a los ojos del otro– de la naturaleza o condición humana. Se comporta como lo que no es y al hacerlo abdica de su bien más preciado, la dignidad. En la filosofía moral o ética la idea de dignidad no se aleja esencialmente del uso lingüístico común. Tanto para la filosofía cristiana como para la kantiana y fenomenológica, la dignidad es una cualidad moral radical y primaria. Es el primer predicado ontológicamente relevante y distintivo de la persona. Y la persona es el ser cualitativa y esencialmente primero y distinto del mundo y la creación. Para los griegos la diferencia específica entre el hombre y el animal está dada por la naturaleza racional; para los cristianos, por la filiación divina, para los kantianos por su calidad moral –expresada en el factum del deber– auto y totofundante, y para los fenomenólogos por su dimensión relacional. Desde el punto de vista estrictamente moral, la dignidad no se pierde –y ni siquiera puede ser amenazada– por ataques externos. Sócrates ya mantuvo firmemente esta postura; en el cristianismo, la propia figura de Jesús es ejemplo vivo de esta misma idea y otro tanto se puede decir de la filosofía moral kantiana. Bien, si el sendero común, revelado en el uso del lenguaje y la filosofía moral, no parece admitir que la dignidad pueda ser destruida por el otro, precisamente porque es un núcleo moral íntimo clausurado a injerencias exteriores, ¿por qué el derecho asume lo contrario? El derecho internacional público, el constitucionalismo y el propio derecho penal usan también como pieza central el concepto de dignidad, mas ¿en qué sentido lo usan?, ¿qué relación hay entre el concepto moral y el jurídico? Comencemos indagando acerca de la relación entre vida (humana) y dignidad. Primera y originariamente la vida no es un valor (no confundir con “respeto a la vida” que sí es un valor), sino una cualidad real y perceptible. La vida es, en esencia, la sustancia animal. La corporeidad y la vida constituyen el “viviente”. El viviente se levanta sobre su corporeidad. La corporeidad es la condición ontológica posibilitante de la vida como cualidad fundamentalísima del viviente. El cuerpo se puede separar de la vida (es lo que propiamente llamamos cadáver), pero la vida no se puede separar del cuerpo. No hay vida sin cuerpo. De aquí surge la idea en el hombre común, filósofo o jurista, que la vida es un bien que merece y exige respeto y protección. Pero ¿cómo se podría respetar la vida sin respetar el cuerpo? Pues viendo el cuerpo y la vida no como una suma de factores, sino como una integridad, como una mutua implicación óntica. Si se ataca, en consecuencia, la corporeidad, se ataca la integridad y si se destruye el cuerpo, desaparece la vida. Foucault ha demostrado palmariamente cómo el poder político, por intermedio del castigo, se propone precisamente la destrucción del cuerpo como medio para aniquilar la dignidad.29 Y como la vida es un bien, no sólo individual sino también social, los hombres llegan a la convicción de que es necesario proteger la vida, ya no sólo con prescripciones morales sino también con leyes coercitivas. A diferencia de los demás animales (diferencia gradual, por lo menos), el hombre no es tan sólo, ni siquiera fundamentalmente, un viviente. Es un viviente; pero el viviente humano es y constituye a su vez el andamiaje, sine qua non, sobre el cual se erige la persona. La persona es una construcción espiritual y social que, dependiente de lo que hemos entendido como viviente, va mucho más allá de él y lo supera largamente.30 La persona es la manifestación que emerge del viviente y que sobre él se instala espléndidamente en gloria y majestad. Sólo la persona es capaz de construir, sobre el mundo natural, un segundo mundo: el mundo de la cultura, mundo espiritual y simbólico que da cabida a los valores y a todas las creaciones del espíritu. Ningún otro ente de la naturaleza llega a ser persona ni tiene personalidad, así como ningún otro ser de la naturaleza tiene rostro y manifiesta a través de él (rasgo visible) su personalidad. Sólo en la persona se constituye un complejo estructural de rasgos propios compatibles con relaciones de solidaridad con otras personas encaminado a su desarrollo y plena realización. Esta realización se puede dar conjunta o separadamente en el plano religioso –como cuando se dice con Santo Tomás que el fin natural del hombre es el amor a Dios–, moral –como cuando se dice que el hombre es fin en sí mismo– o sociopolítico –como cuando se dice, con Aristóteles, que el hombre sólo se plenifica integralmente en la ciudad. Y, precisamente porque la persona humana es la única (al menos, así lo creemos los hombres) creación del universo capaz de construir su personalidad y conducirla conscientemente a su plenitud, se dice que tiene o es portadora de dignidad. De ahí que entonces, en realidad estos conceptos (y las realidades que éstos representan) sean, estrictamente, indiscernibles. La dignidad, por tanto, es todo aquel complejo de rasgos ontológicamente relevantes que hacen que el hombre sea precisamente persona y no otra cosa. La “dignidad” es, pues, un complejo espiritual que caracteriza, primero y fundamentalmente, a la persona como algo que de suyo le pertenece; que ciertamente se enriquece en la vida social y política, pero que esencialmente es “suidad” (en el sentido preciso que este término tiene en la metafísica de Zubiri). De esta suerte se puede concebir la dignidad, según corresponda, como una dimensión esencialmente religiosa, moral o política y dinámica del hombre, esto es, como un complejo espiritual en el que participan todas estas dimensiones conjunta e indiscerniblemente. Un paso más consiste en determinar cómo se expresa y realiza la dignidad o, lo que es lo mismo, la persona humana. En el nivel religioso depende de la relación con Dios. El hombre es digno o no es digno de Dios, según siga o se aparte de sus leyes.31 En el plano moral, el hombre ha de hacer de su propia persona, y de las demás personas, fines en sí mismos. Si el hombre se deja instrumentalizar o instrumentaliza a otros, incurre en una acción inmoral que es lo mismo que decir que se hace indigno de sí mismo, en primer lugar, e indigno ante los demás, después. De estos planos hay que pasar ahora al jurídico para comprender qué quiere decir el derecho contemporáneo con sus urgentes llamadas a respetar la dignidad humana y con sus advertencias de castigo si se infringen las leyes que la protegen. El derecho comienza por asumir, al menos en parte, el sentido que la dignidad ha tenido en el mundo religioso (cristiano) y en la filosofía moral; pero también se desmarca en parte de éstos. Asume, junto a la filosofía moral y a la religión, que es una manifestación intrínseca de la persona humana, valiosa en extremo. Nada puede haber más valioso en el mundo que la dignidad humana. El hombre religioso asume libre y voluntariamente su relación con Dios. El agente moral es capaz también libremente de elevar su dignidad, aun por encima de su persona o rebajarla a tal punto de destruirla. Ni la religión ni la ética hacen depender la dignidad de los demás. Pero en el derecho ocurre lo contrario: la dignidad puede ser seriamente dañada por los otros. Para que este último paso se comprenda mejor, pongamos en relación los “derechos humanos” con “dignidad”. Veíamos que en la “Declaración Universal” se instalaban en un mismo nivel ontológico la dignidad y los derechos humanos. En cambio, la “Ley Fundamental de Bonn” parece sugerir que hay un orden lógico y ontológico: primero está la dignidad, sobre ésta se fundan los derechos humanos, y los derechos humanos exigen la consecución de la paz y la justicia. Pensamos que lo segundo es lo “filosóficamente” correcto. La “Declaración Universal”, en su “Considerando quinto”, lleva aún más lejos la imprecisión al disociar “dignidad” y “valor de la persona humana” (¿qué diferencia puede haber entre dignidad de la persona y valor de la persona?). ¿Cómo se manifiesta, pues, la dignidad? En el plano moral (y religioso) básicamente a través de la libertad de conciencia y libre arbitrio. En el plano social y político, mediante la protección de la vida y el ejercicio de la libertad externa (práctica de un culto, libre expresión, libertad para darse la forma de gobierno que se quiera, libertad para adquirir bienes físicos, etc.)32 La vida social no podría prosperar si no hubiera seguridad sobre estos dos bienes políticos básicos: la vida y la libertad. Estos dos bienes básicos son protegidos en sociedad mediante un complejo de normas; estas normas son, si es necesario, coactivamente impuestas por la sociedad. Es decir, la protección de estos bienes políticos y sociales (bienes jurídicos) será ahora materia del derecho. El derecho tiene por misión fundamental proteger la libertad; todo lo demás se deriva intrínsecamente de esta obligación. Por tanto, la dignidad humana, jurídicamente entendida, no puede desplegarse si se amaga la libertad política. Este es el dato fundamental. La dignidad humana –desde el punto de vista jurídico– se desarrolla (libre desarrollo de la personalidad) si y sólo si se tutelan y fomentan los derechos humanos o fundamentales.33 Una distinción palmaria que confirma nuestra conjetura se encuentra en la Metafísica de las costumbres en donde Kant distingue y separa el derecho de la moral. En la Sección III, “División de la metafísica de las costumbres”, Kant distingue en toda legislación (sea moral o jurídica) dos elementos. Primero, una ley que se representa objetivamente como necesaria para una acción que debe suceder; es lo que se denomina un deber. Segundo, un móvil que liga subjetivamente la representación de la ley al fundamento de determinación del arbitrio. Atendiendo a los móviles de la legislación, hay una diferencia substancial. La legislación que hace de una acción un deber y de ese deber, un móvil, es ética pero la que no incluye al último en la ley y, por tanto, admite también otro móvil distinto de la idea misma del deber, es jurídica.34 De estos antecedentes infiere Kant que todos los deberes en cuanto deberes pertenecen a la ética, pero no por eso su legislación está siempre contenida en la ética, sino que la de muchos de ellos queda fuera de esta esfera. Así, los deberes nacidos de la legislación ética son internos, mientras que los nacidos de la legislación jurídica son externos, y esto, aunque la legislación ética no puede ser exterior –aunque sus deberes también pudieren ser externos–, la jurídica es la que también puede ser exterior. Todo lo cual quiere decir que no por el hecho de que un mandato sea jurídico, no pueda ser a la vez moral. Lo que no puede ocurrir es que un mandato por el mero hecho de ser moral sea también jurídico. De esta suerte, la ley moral manda respetar absolutamente la dignidad de la persona humana; esta ley moral manda, entonces, primeramente, respetar la dignidad de mi persona en mi propia persona35 porque yo mismo me reconozco a mí mismo como fin en mí mismo y, en segundo lugar, manda respetar la dignidad de las personas que hay en las otras personas, por la misma razón, porque son fines en sí mismas. Por eso el suicidio, al atentar contra mi integridad, es una acción inmoral, aunque no antijurídica; por el contrario, el homicidio es una acción en primer lugar antijurídica y, en segundo término, también inmoral. Pero al derecho le basta con que sea antijurídica; no le importa si es inmoral. Hay que distinguir, pues, una dimensión interna de la dignidad y otra externa. La primera es de carácter moral; la segunda, esencialmente de carácter jurídico. La dignidad encuentra su fundamento en la persona y la persona, a su turno, encuentra su fundamento en su corporeidad. La vida es una dimensión esencial del viviente y, por tanto, en el caso del hombre al menos, ha de ser respetada a la luz de la racionalidad; si la vida se hace merecedora de respeto entonces deviene un valor, moral primero y jurídico después (bien jurídico). De la corporeidad deriva, pues, el primer bien jurídico que el derecho, por mandato social, está llamado a proteger. De la persona propiamente tal, en cambio, deriva la dignidad en tanto libertad, pero libertad no en cuanto concepto puro de la razón, sino en el sentido positivo o práctico, es decir, libertad de acción. Y en este sentido la libertad se fundamenta en las leyes prácticas incondicionadas que Kant llama morales. Sin embargo, el ejercicio de la libertad va más allá de la mera libertad moral en cuanto –trascendiendo la esfera de la conciencia moral– deviene en libertad de acción. Y una acción es conforme a derecho (Recht), según la célebre definición kantiana, cuando permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad del arbitrio de todos según una ley universal. En consecuencia, todo ser humano –es decir, persona dotada de dignidad– tiene derecho a la libertad para el desarrollo de su personalidad. Y toda vez que alguien obstaculice la libertad de uno, o bien la amague o extinga, agravia no sólo al sujeto pasivo, sino al cuerpo social completo. Y como el derecho está unido indisolublemente a la facultad de coaccionar, de modo que coacción y derecho vienen a ser lo mismo, el derecho está obligado a proteger y garantizar que la persona pueda, conforme a su dignidad, actuar con plena libertad, libertad que sólo puede encontrar su límite en igual derecho de todos los demás. Las declaraciones y tratados internacionales, las constituciones y aun en el propio derecho penal, aunque parten del concepto moral de dignidad, van más allá al crear una nueva idea, idea según la cual la dignidad es un bien frágil que requiere una protección coactiva por parte de la sociedad por intermedio del derecho. Si desde el punto de vista ético (y tal vez religioso) la dignidad es sagrada, inviolable e intocable –en cuanto mera realidad espiritual– y, por tanto, inmune a cualquier ataque que provenga de un tercero, desde el punto de vista jurídico es un bien lesionable desde afuera y, por tanto, requiere protección. Obviamente que si la dignidad fuera por principio ontológica y realmente inviolable, no haría falta ninguna prescripción jurídica. De hecho, los textos jurídicos –como la “Ley Fundamental de Bonn”– comienzan por describir (o pretenden describir) una realidad en sí (“La dignidad del hombre es inviolable”) para incurrir inmediatamente después en la falacia de Hume al prescribir que la dignidad “debe ser respetada”. Lo que ocurre es que aquí se confunden y superponen la idea de dignidad moral que, en efecto, es inviolable e intangible (desde afuera) con la idea jurídica propiamente tal que concibe la dignidad desde afuera y, por lo mismo, sujeta a deterioro o afección. 5. La paradoja jurídica de la dignidad en el derecho penal Las sanciones contra los delitos recogidos por el derecho penal tienen por finalidad la protección de algún bien jurídico. Así, el castigo del homicidio tiene por finalidad proteger el bien jurídico de la vida, el de la detención ilegal protege el bien jurídico de la libertad, el del robo protege el bien jurídico de la propiedad, etc.36 La sanción en sí misma recibe en el derecho penal la denominación de pena. ¿Y qué se entiende por pena? Es una aflicción que se hace recaer primeramente sobre la corporeidad del reo y, en segundo término, sobre la persona en su compleja realidad moral, psíquica y social. De hecho, el derecho penal la suele definir como la privación de un bien, previamente previsto por la ley aunque, naturalmente, impuesta en virtud de un debido proceso. Entiéndasela como se quiera –sea recurriendo al retribucionismo, sea recurriendo al utilitarismo– la pena es un mal. Y al concepto de mal, en sentido jurídico, no hay por qué otorgarle, necesariamente, un sentido moral (aunque de hecho lo puede tener), sino basta con un significado empírico. El mal causa sufrimiento, y de eso se trata. El derecho penal, pues, sanciona al infractor de la ley infligiéndole mal, o sufrimiento, en relación directamente proporcional a la culpabilidad. He ahí, pues, la paradoja: para proteger el bien jurídico vida, el derecho penal actúa de alguna manera sutil o brutal contra la vida, por ejemplo, al confinar al individuo a un espacio inhóspito y reducido, al privarle de su libertad de desplazamiento, al lesionar su honor, al apartarlo de sus seres queridos y, en fin, de la sociedad. Foucault37 ha demostrado que desde el Absolutismo el castigo adquiere una nueva dimensión en cuanto pretende, por un lado, reducir la persona humana a su mínima expresión imponiéndole al condenado un castigo brutal que termina por destrozar el cuerpo y, por otro, confirmar e imponer mediante el terror la autoridad del rey, quien no tolera el delito ya que éste, de algún modo, tiende a debilitar su poder. Sin embargo, con el nacimiento de la prisión que surge después del Absolutismo –y bajo el influjo del racionalismo humanista–, el castigo ya no se dirige tanto al cuerpo, que es manifestación viviente de la persona, sino directamente ataca ahora la libertad. El confinamiento en la prisión trae como inmediata consecuencia la privación relativa o absoluta de la libertad de acción y con ello también una nueva forma de denigrar a la persona humana. Como dice De Tocqueville, bajo el gobierno absoluto de un solo hombre el despotismo alcanza el alma, golpeando el cuerpo, pero en las repúblicas democráticas no se comporta de esta manera. Deja el cuerpo en paz y se va directo al alma.38 La pregunta infamante, para una sociedad decente y civilizada, entonces, es la siguiente: el derecho –que proclama como su función esencial amparar la dignidad del hombre protegiendo, principalmente, su vida y su libertad–, ¿no afecta y lesiona la dignidad39 del condenado en nombre de la dignidad del ofendido? Porque, en efecto, a nadie se le ocurriría decir que la pena no es un mal, sino un bien, porque si así fuera entonces todo el mundo correría tras ese extraño bien. “Bien” es lo que se quiere, anhela y valora. Obviamente, entonces, la pena no es un bien. Esta antinomia continúa resistiendo los asedios de la razón y constituye una de las debilidades más visibles del derecho y la filosofía penal.40 Sólo si se asume que la dignidad es un bien moral que no se puede dañar desde afuera, podríamos conceder que el castigo judicial deja intacta la dignidad del individuo. Pero ya hemos demostrado que al derecho no le incumbe, al menos primordialmente, la dignidad moral. Al derecho le interesa la dignidad empíricamente entendida y ésta se expresa, como ya se ha visto, a través de la integridad corporal y el ejercicio real de la libertad (no la libertad metafísica). Un punto discutible reside en lo siguiente: así como desde el punto de vista teológico la dignidad se pierde, pero gracias a la confesión, al arrepentimiento, a la penitencia y a la promesa de no reincidir se recobra (porque Dios perdona), podría ocurrir algo semejante a los ojos del derecho penal. El pensamiento católico, a partir de Santo Tomás, postula que, en efecto, la pena es una oportunidad para recobrar la propia dignidad y volver a ser reinsertado amigablemente en la sociedad41. El pensamiento moderno, desde Beccaria a Kant pasando por los ilustrados franceses, rechaza enérgicamente esta idea. También el derecho penal contemporáneo se opone a ella. Al derecho no le compete corregir moralmente al criminal; sólo le compete castigarlo cuando ha incurrido en el delito y, mediante el castigo, conminarlo a que no vuelva a reincidir. Pero si el criminal quiere –haciendo uso de la sagrada libertad– mantenerse en la maldad y seguir urdiendo delitos, el derecho nada puede ni debe hacer. De ahí, entonces, que, según una parte de la doctrina, la rehabilitación moral queda por entero fuera del derecho. Kant llama “tiranía” a la intromisión del Estado en la conciencia moral del sujeto. No tiene derecho a sobrepasar los límites de su competencia que siempre será externa a la conciencia. CONCLUSIONES 1. Mientras los textos jurídicos parten del supuesto de que la dignidad humana es afectable desde afuera de modo tal que tal afección puede producir un deterioro o incluso una destrucción de la persona, el uso de la lengua coincide más bien con el sentido moral de la dignidad al asumir que nadie más que el propio sujeto puede degradarse y denigrarse hasta perder en parte o en todo su propia dignidad. 2. A la hora de explicar en qué consiste realmente la dignidad, la filosofía moral toma distintas direcciones, según se inspire en la filosofía aristotélica (fundamental, aunque no exclusivamente), la cristiana, la kantiana o la fenomenológica. La “dignidad”, filosóficamente, no puede ser entendida sino como la infinita infinitud que hay en la finitud humana, y eso es lo complejo y difícil de explicar. Esta infinita infinitud vincula esencialmente al hombre con el Absoluto. Para el cristianismo este Absoluto es, obviamente, Dios. El hombre participa del Absoluto porque siendo substancia o existente racional es capaz también de vida eterna. La dignidad, en consecuencia, le viene de Dios. Kant, en cambio, pretende explicar la persona y la dignidad desde la propia condición humana, en especial a partir de las leyes prácticas puras (no contaminadas por la experiencia) que el ente racional es capaz de darse a sí mismo en virtud de su libertad. Así, pues, no hay ningún verdadero principio supremo de la moralidad que no descanse en la razón pura, independientemente de toda experiencia; en “esa pureza de su origen reside precisamente la dignidad humana”.42 3. Con todo, la construcción moral y religiosa de la persona humana del occidente cristiano comienza a influir definitivamente en el derecho a partir de la Revolución Francesa (“En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo...”) para establecerse definitivamente en los tratados internacionales y en las constituciones, después de la terrible experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Ahora se trata de proteger la persona en su dignidad, o proteger la dignidad de la persona humana de posibles ataques que puedan venir de los otros hombres, actúen a nombre del Estado o a título personal. 4. Sin embargo, la dignidad, jurídicamente dicho, no es intangible o inviolable, aunque así lo declaren –más bien desde una perspectiva moral– los textos jurídicos. La dignidad se puede dañar o destruir destruyendo el soporte corpóreo del ser humano o imposibilitando el ejercicio de la libertad. La vida y la libertad pasarán, pues, a ser los dos bienes jurídicos fundamentales que el derecho deberá fomentar y tutelar. 5. La dignidad es, pues, un complejo espiritual y real. El ser humano es primero y radicalmente un viviente; sobre este andamiaje biológico se levanta orgullosa la dignidad y, precisamente porque hay dignidad, hay derechos humanos. Ese es el orden ontológico y gnoseológico correcto. Y como la dignidad tiene, pues, esta dimensión real –y no solamente moral o religiosa– es de toda pertinencia que el derecho la reclame como el primer bien jurídico llamado a proteger. En todo caso, eso sí, es un bien jurídico de origen y fundamento moral. Sin embargo, resulta paradójico que el derecho penal, que tiene por tarea determinada proteger los bienes jurídicos básicos –como la vida y la libertad–, no pueda hacerlo sino dañando, en cierto sentido, con la pena, la dignidad del ofensor y con ello el núcleo más valioso de la persona humana. Se trata de una paradoja insoluble ya que hay que ponderar racionalmente si es mejor, según sus consecuencia sociales, castigar el atropello de la dignidad humana del inocente o dejar al ofensor sin castigo –precisamente para no herir su dignidad–, en cuyo caso, obviamente, carecería de sentido el derecho penal y, lo que es más grave, la justicia. Ya que, como escribió Kant, “si perece la justicia, entonces carece de toda legitimación la vida del hombre sobre la faz de la Tierra”. La ponderación racional, ahora desde el punto de vista moral,43 debe aceptar el mal menor que es justamente el derecho penal. Por tanto, racionalmente hablando, no queda más que aceptar la justificación moral del castigo. NOTAS 1 La influencia de la filosofía analítica en el análisis jurisprudencial, especialmente inglés, ha sido notable tal como se puede ver en la orientación analítica que ha seguido la obra de Hart y la tradición iusfilosófica que él ha contribuido a crear. 2 La persona como realidad relacional ha sido propuesta e intensamente estudiada en las diversas versiones de la filosofía fenomenológica contemporánea desde Husserl, pasando por Mounier, Marcel, Levinas, Ricoeur y Zubiri, entre otros. Cfr. Díaz, C. y Maceiras, M. Introducción al personalismo contemporáneo. Gredos, Madrid, 1975. 3 Originalmente se leía en la Constitución chilena: “Los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. 4 Cfr. García-Huidobro, J. Razón práctica y derecho natural. EDEVAL, Valparaíso, 1993; Massini-Correa, C. El iusnaturalismo actual. (Antología que trae trabajos de una veintena de iusnaturalistas contemporáneos). Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1996; también del mismo autor conviene tener presente El derecho natural y sus dimensiones actuales. Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 1998, y la compilación de Rabí-Baldi, R. Las razones del Derecho natural. Rodolfo Depalma, Buenos Aires, 1998. 5 Cfr. “Vaguedad” de Russell, B. en Antología semántica. Bunge, M. (ed.). Nueva Visión, Buenos Aires, 1960. Tb. Atlas, J.D. Philosophy without Ambiguity: A Logic-Linguistic Essay. Oxford Univ. Press, 1989. Fine, K. “Vagueness, Truth and Logic”. Synthèse, 25, 1975. El conocido jurista y filósofo argentino Nino, C. S. desarrolló toda su obra desde la perspectiva anglosajona del análisis del lenguaje natural. Véase, p.e., Introducción al análisis del Derecho, especialmente el capítulo V “La interpretación de las normas jurídicas”. Ariel Derecho, Barcelona, 1987. 6 Tanto es así que las naciones han suscrito numerosas declaraciones y tratados, en su afán de proteger los derechos humanos y hacer prevalecer la justicia, que prohíben terminantemente la tortura, las penas crueles y los tratos inhumanos o degradantes. Cfr. Pacheco, M. Los derechos humanos. Documentos básicos. Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1987. 7 Cfr. Peña, J. “Hacia una fundamentación de la dignidad humana: una propuesta desde Spaemann”. Revista de Ciencias Sociales, N. 41, 1996. 8 Cfr. El “Prefacio” con el que Genaro Carrió introduce la obra de Hart Derecho y Moral. Contribuciones a su análisis. Depalma, Buenos Aires, 1962. 9 La reivindicación del sentido común y de acercarse al uso del lenguaje para captar su verdadera dimensión semántica se remonta a los trabajos de Moore Philosophical Papers. London. George Allen Unwin Ltd., 1995 y, desde luego, al impulso definitivo que le dio Wittgenstein en su célebre libro Cuadernos azul y marrón. Tecnos, Madrid, 1976, y en su Philosophical Investigation (orig. alemán). Basil Blackwell, Oxford, 1976. Carla Cordua ha publicado un libro muy instructivo que permite una mirada al mismo tiempo panorámica y profunda de esta temática en su obra Wittgenstein. Reorientación de la filosofía. Dolmen, Santiago de Chile, 1997. 10 Cfr Grice, H.P. “Logic and Conversation”, en Davidson, D. y Harman, H. (eds.), The Logic of Grammar. Dikinson Press, Encino, California, 1995. 11 Con la inocencia se nace y otro no nos la puede quitar, sino cuando se la entrega voluntariamente. El hombre que violenta sexualmente a una menor que no ha conocido el sexo, rigurosamente hablando, no termina con la inocencia de la niña, sino con su virginidad. La inocencia es atributo íntimo y al parecer se relaciona estrechamente con la dignidad. De hecho, ambos términos juegan un rol importante en el derecho penal y en el derecho procesal penal. 12 Michel Foucault nos ha dejado un magnífico testimonio en El nacimiento de la prisión de la historia del derecho penal europeo. Ahí muestra y demuestra que el derecho penal, aún en los tiempos modernos, se proponía, entre sus fines, no sólo castigar cruelmente al delincuente, sino, además, someterlo al escarnio público para aniquilar su dignidad. 13 El arte nos ofrece, intuitivamente, algunos casos paradigmáticos de la idea de dignidad concretamente encarnada. El célebre grupo escultórico “Laocoonte” (s. II a.C.) representa a un padre que intenta defender la vida de sus dos hijos y la propia en una desigual lucha con una monstruosa serpiente; y aun cuando la situación es desesperada su rostro refleja el dolor y la fortaleza, pero nunca la desesperación y la vergüenza. Rafael, también, en “La Academia de Atenas” representa a los grandes filósofos griegos en los que la dignidad, emanada de la grandeza de sus espíritus, es patente. 14 Díaz, C. “Persona” en 10 palabras claves en ética. Adela Cortina (ed.). Editorial Verbo Divino, Pamplona, 1994, p. 290. 15 Aclara la Biblia Jerusalén: “‘semejanza', parece que atenúa el sentido de ‘imagen', excluyendo la igualdad. El término concreto de ‘imagen' supone un parecido físico como el de Adán y su hijo (…) Esta relación con Dios separa al hombre de los animales. Supone una semejanza general de naturaleza: inteligencia, voluntad, poder; el hombre es una persona. Prepara una revelación más profunda: participación de la naturaleza por la gracia”. Bilbao, 1975, p. 14. 16 Cfr. Bodenheimer, E. Teoría del Derecho, especialmente el capítulo VI “El Derecho Natural Estoico y Cristiano”. F.C.E., México, D.F., 1946. 17 Una idea que no podemos desarrollar aquí debe, sin embargo, quedar esbozada. Si, desde el punto de vista moral, lo griego y lo cristiano coinciden en algo, ello es en el aprecio de las virtudes como notas esenciales del hombre noble y santo. Sin duda que las virtudes que cultiva constantemente una persona –como la justicia, la prudencia, la templanza y la fortaleza– engrandecen su espíritu y hacen resaltar con un singular brillo su dignidad. Si bien la dignidad es una estructura óntica básica de la personalidad –como la racionalidad– no se encuentra desarrollada en la misma medida en todos los hombres. No hay el mismo grado de dignidad en un truhán que en un santo, aunque esencialmente ambos sean hombres; pero de ello no se sigue que en el primero no haya dignidad alguna. En definitiva, ambos son hijos de Dios, según el cristianismo y, por tanto, ambos están llamados a la vida eterna, aunque ello dependerá del uso legítimo de la libertad. 18 En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant sostiene categóricamente que “el conocimiento de lo que todo hombre está obligado a hacer y, por tanto, también a saber, es cosa que compete a todos los hombres, incluso al más común. Y aquí puede verse, no sin admiración, cómo en el entendimiento común humano la facultad práctica de juzgar es muy superior a la facultad de juzgar teóricamente”. Edición de Martínez Velasco, L. Espasa Calpe, Madrid, 1996, p. 68. 19 Cortina, A. “Estudios preliminares” en 10 palabras en ética. Op. cit., pp. LXXXIVLXXXV. 21 “Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que pueda ser considerado bueno sin restricción excepto una buena voluntad”. Kant. Op. cit., p. 53. 22 Crítica de la razón práctica. Espasa Calpe, Madrid, 1975, p. 128. 23 Crítica de la razón práctica. Espasa Calpe, Madrid, 1975, p. 127. 24 Kant se sabe representante de un mundo “ilustrado”. Para él la responsabilidad de ser ilustrado implica la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otros. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. El hombre ilustrado debe tener el coraje de servirse de su propia razón, si en algo aprecia la libertad. 25 Véase hasta qué punto la “Ley Fundamental de Bonn”, sin dejar de ser de inspiración cristiana, lo es también de raigambre kantiana. No es de extrañar que el constituyente alemán se base, en esta cuestión político-jurídica, en la poderosa tradición cristiana y filosófica de su pueblo. 26 “El hombre es persona por poseer inteligencia sentiente, cuyo acto formal es impresión de realidad. Como la intelección es la mera actualización en la inteligencia sentiente de lo que lo aprehendido es “de suyo”, esto es, de lo que lo aprehendido lo es realmente, resulta innegable que la realidad es aquello en que no sólo de hecho sino de una manera constitutiva, es decir, esencial, se apoya el hombre para ser lo que realmente es, para ser persona”. Zubiri, X. El hombre y Dios. Alianza Editorial, Madrid, 1985, pp. 81-82. 27 Cfr. Spaemann, R. Lo natural y lo racional. Rialp, Madrid, 1989; Felicidad y benevolencia. Rialp, Madrid, 1991; Ética. Cuestiones fundamentales. EUNSA, Pamplona, 1988; Peña, J. “Hacia una fundamentación de la dignidad humana: una propuesta desde Spaemann” en Positivismo jurídico y doctrinas del derecho natural. Revista de Ciencias Sociales (Universidad de Valparaíso), Nº 41, 1996. 28 “El renacimiento del Derecho natural” en Las razones del Derecho natural. Compilación de Rabí-Baldi, R. Depalma, Buenos Aires, 1998, p. 248. 29 En su conocida obra Castigar y vigilar, México D.F., Siglo XXI, 1976, este pensador francés estudia el castigo como una aplicación de la estructura política de la dominación que se ejerce por intermedio del poder, del conocimiento y del cuerpo. 30 La lectura fenomenológica de la persona coincide, curiosamente, con la aprehensión estética de la obra de arte. La obra se construye en varios niveles ónticos inescindibles unos de otros y absolutamente integrados. En primer lugar aparece a la mirada (p.e., de una pintura) la cosa material, la tela, el cuadro propiamente tal; pero pronto se ve que el cuadro no se agota en la nuda “cosidad” que lo soporta. De la corporeidad emerge un mundo de ficción, p.e., lo representado. Y a partir de lo representado lo estético propiamente tal (objeto estético) que conlleva un mundo espiritual “sui generis”. Cfr. Cofré, J. O. Filosofía de la obra de arte. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1990. 31 El hombre y la mujer fueron creados con plena dignidad. Esta dignidad –en el relato bíblico– viene de compartir con Dios el entendimiento y la vida eterna. Pero en el momento que éstos infringen la ley de Dios, se hacen indignos de su Reino. Son expulsados de él y sólo podrán regresar (recobrada la dignidad) por mediación del sacrificio del Hijo. Teológicamente hablando, cada vez que el hombre se aparta gravemente de Dios, mediante el pecado, se hace indigno de Dios y de la salvación. Pero sólo del hombre depende rehabilitarse ante los ojos de Dios, es decir, recobrar su dignidad, pero ello, claro, por la gracia y la misericordia divinas. 32 Por razones de espacio y coherencia no podremos desarrollar aquí la idea de la íntima vinculación entre la libertad y la dignidad humana. Sin embargo, conviene adelantar algunas ideas –que esperamos desarrollar en un próximo trabajo- sobre este punto. Ya Kant, en su Metafísica de las costumbres y, específicamente, en el capítulo dedicado a la “Doctrina del Derecho”, sostiene que la libertad es el fin al que se ordena el Derecho por la razón y que él mismo cumple coordinando la libertad de los particulares de manera que la de uno no lesione la de otro. Sostiene que el único fin del Estado es el derecho, en tanto éste es condición de protección y fomento de la libertad exterior, de modo tal que cada uno pueda buscar bajo la protección del derecho su propia felicidad por la vía que le parezca mejor, siempre y cuando no impida la libertad de los otros de dirigirse a un fin semejante. A partir de esta idea kantiana Hart en su interesante trabajo “Are there natural rights?”. Philosophical Review, vol. 64, Nº 2, 1956, sostiene que hay un solo derecho natural, a saber, “el derecho igual de todos los hombres a ser libres”. Considera que este es un derecho moral, o tal vez el único derecho moral, que tiene su obligado y esencial correlato en el orden de lo jurídico. De modo tal que así como la dignidad humana mantiene una íntima relación con la corporeidad y, por tanto, con la vida material y espiritual, la mantiene también de manera intrínseca con la libertad, entendida ésta en el sentido moral como libertad íntima, y en el sentido jurídico como libertad de acción. 33 Aunque no hay acuerdo unánime, la mayor parte de la doctrina tiende a distinguir metodológicamente la idea de “derechos humanos” del concepto “derechos fundamentales”. El primer concepto se refiere, más bien, al derecho internacional de los derechos humanos, mientras que el segundo hace referencia a los derechos humanos positivamente consagrados en los instrumentos constitucionales. A pesar de esta diferencia subyace, con todo, un sustrato semántico común. Hay, al menos, una diferencia semántica más. La idea de “derechos humanos”, al menos, queda abierta a una postulación y fundamentación iusnaturalista, mientras que el concepto de “derechos fundamentales” es más neutro en este sentido y no invita, de manera inmediata, a una consideración de orden iusnaturalista. 34 Metafísica de las costumbres. (Traducción de Cortina, A. y Conill, J.). Tecnos, Madrid, 2ª. Edición, 1994, p. 24. 35 Aquí Kant se aparta de San Pablo, quien manda respetar la propia persona y la del otro por ser sus cuerpos “templos de Dios”. 36 La teoría de los bienes jurídicos protegidos tiene su origen y desarrollo, especialmente, en el pensamiento alemán. Ha desarrollado esta idea la escuela de Welzel y la ha actualizado Roxin. Sin embargo, hay una importante corriente de pensamiento, también de origen alemán, encabezada por Jakobs, quien, reeditando el pensamiento filosófico penal de Hegel, sostiene que el derecho penal no protege primera ni principalmente bienes jurídicos, sino la vigencia de la norma. Cfr. Jakobs, G. ¿Qué protege el Derecho Penal: bienes jurídicos o la vigencia de las normas? Ediciones Jurídicas Cuyo, Mendoza, 2002. 37 Cfr. Castigar y vigilar. El nacimiento de la prisión. Siglo XXI, México D.F., 1976. 38 Citado por Garland, D. Castigo y sociedad moderna. Siglo XXI, México D.F., 1999. p. 165. 39 El sentido de la pena y la consiguiente lesión de la dignidad parece ser una antinomia insuperable, desde el punto de vista teórico, en el derecho penal. Todos los esfuerzos destinados a resolver esta aporía resultan, en definitiva, insuficientes. Han meditado profundamente sobre esta temática los más grandes filósofos y penalistas de todos los tiempos. Un estudio profundo y actualizado sobre esta materia nos la ofrece David Garland en su obra Castigo y sociedad moderna. Siglo XXI, Madrid, 1999. También es de relevante interés la obra de Durkheim La división del trabajo social. F.C.E., México, D.F., 1997. No puede dejar de mencionarse, además, a la hora de hablar de la “dignidad” en el derecho penal, la influyente obra de Foucault Castigar y vigilar. El nacimiento de la prisión. Siglo XXI, México D.F., 1976. 40 Si desde el punto de vista estrictamente racional, y por tanto filosófico, no parece enteramente justificable el castigo, es innegable que es necesario asumirlo desde el punto de vista pragmático, y por tanto jurídico, porque de otra forma los bienes jurídicos que protege una sociedad quedarían peligrosamente desamparados y expuestos sistemáticamente a la acción delictual. Desde la antigüedad griega el problema ha sido objeto de debate ininterrumpido. Se han ocupado de esta materia los más grandes pensadores occidentales. Entre ellos cabe mencionar a Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Schopenhauer, Kant, Bentham, Nietzsche, Beccaria, Feuerbach, von Lizt, Carrara, Carnelutti, Welzel, Roxin, Jakobs y muchos otros. Para una mirada más detallada cfr. mi trabajo “Sobre la legitimación racional de la pena”. Estudios de Deusto. Derecho. Vol. 48/2, 2000 (77-99). 41 Platón fue quizá el primero en sostener que la pena judicial purga y purifica. El hombre justo que ha cometido una injusticia debe, dice el Sócrates de la República, correr al tribunal a recibir su pena, así como el enfermo corre al médico para recobrar la salud. Al recibir su pena queda en condiciones de retornar a la sociedad y volver a ser un hombre justo. Pero nadie que haya incurrido en un delito puede volver a ser un hombre justo si, previamente, no ha “pagado” con la pena su infracción. 42 Cfr. Fundamentación de la metafísica de las costumbres. Op. cit., p. 79. Incluso llega Kant a hacer una temeraria afirmación para el pensamiento teológico cristiano. A propósito de la deducción trascendental de los conceptos morales como “bueno” sostiene: “Mas ¿de dónde tomamos entonces el concepto de Dios como bien supremo? Exclusivamente de la idea de que la razón a priori bosqueja de la perfección moral y vincula inseparablemente al concepto de una voluntad libre”. Ibid., p. 75. 43 El derecho penal no puede justificarse a sí mismo; tampoco le compete. Pero, en cambio, es una exigencia de la razón práctica (es decir, de la ética) justificar o legitimar la existencia del derecho penal y, en realidad, de todo derecho. BIBLIOGRAFÍA ANTOLISEI, F. Manual de Derecho Penal (Parte General). Temis, Bogotá, 1988. ARISTÓTELES. Etica a Nicómaco. Ed. Bilingüe y traducción de Araujo y Marías. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid, 1981. AUSTIN, J.L. How to do Things with Words. Oxford University Press, 1962. CARPINTERO, F. “Persona humana y persona jurídica”. En R. Rabí-Baldi Cabanillas (ed.). Op. cit. (137-170). COFRÉ, J.O. Filosofía de la obra de arte. Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1990. COFRÉ, J.O. “Sobre la legitimación racional de la pena”. Estudios de Deusto. Derecho. 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Recibido:
20.09.2004
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