Revista de Derecho, Vol. I N° 1, diciembre 1990, pp. 7-18 ESTUDIOS E INVESTIGACIONES
EL CONGRESO EN LA HISTORIA Y FUTURO DE CHILE *
Me dirijo a ustedes con emoción, gratitud y esperanza. Emoción al volver a esta Universidad con la cual, siendo aún joven, establecí mis primeros vínculos hace ya veinticinco años y que, desde entonces, los he mantenido y acrecentado, beneficiándome de su acervo científico y cultural, el cual ustedes han llevado al nivel de excelencia que la prestigia en Chile y más allá de nuestras fronteras. Siento también gratitud y hondo reconocimiento por habérseme distinguido con la misión de inaugurar el primer año académico de la Facultad de Derecho de un Alma Mater que me es tan querida. En fin, les expreso la esperanza que me anima al comprobar que el anhelo de fundar aquella Facultad, satisfaciendo más que nada los imperativos del progreso regional, es ya una hermosa realidad, porque nos llena el espíritu la fe en el derecho y en la democracia y el propósito de enseñar esos valores, acrecentarlos y transmitirlos a los jóvenes, a quienes dedico mi reflexión esta mañana. I. PODER INSTITUCIONALIZADO Infundir carácter impersonal al Poder, de manera que su origen y ejercicio sea racionalmente legítimo, estable y perdurable, generación tras generación, es un principio fundamental y finalista típico de la cultura política chilena. Desde la fundación de la República y aún antes, en efecto, hemos creído y obrado reconociendo la máxima según la cual es conveniente tener gobernantes que abriguen el noble sentimiento de ser los primeros servidores de la comunidad política, pero convencidos también que no basta tal sentimiento si han de ser ellos quienes decidan cuándo su comportamiento coincide o no con ese postulado. Rechazando la autocracia y la individualización del mando, los anales de Chile revelan la adhesión al gobierno de las leyes, a la separación entre el oficio político y los hombres que lo desempeñan de paso, a la democracia con dominación despersonalizada, mediante instituciones políticas cuyas decisiones son obedecidas cuando se ajustan a normas jurídicas consentidas por los gobernados o sus representantes libremente elegidos. Aquellos anales denotan, además, el desvelo por obtener que las resoluciones de la autoridad sean de antemano publicitadas, debatidas, confrontadas con alternativas, criticadas, contestadas, revisadas y, eventualmente, hasta impedidas, acatándolas el gobernado sólo después que, por tal proceso, él las justifica racionalmente, o sea, las reputa legítimas. Así, la democracia, especialmente con la entronización del constitucionalismo, ha sido singularizada entre nosotros por el Poder que fluye desde el pueblo hacia los gobernantes, desempeñado según reglas preestablecidas, inmodificables por la sola voluntad de éstos, porque son superiores a ellos. Condénsase mucho de la sabiduría jurídico-política nacional sosteniendo que las leyes hacen a los gobernantes, que todos han de ser libres y no únicamente quien manda, que la obediencia de los gobernados debe convertirse en adhesión interior o íntima y sincera a sus mandatarios, que la legitimidad presupone la publicidad de los actos de éstos y su vigilancia constante, que el Poder tiende a ser abusado, por lo que tiene que ser limitado y compartido, u otros que son ya refranes políticos. En la democracia, los chilenos asumimos que el Poder es capacidad incesante de regir, cuya cualidad instrumental prueba que él es también posibilidad de obrar o no legítimamente, y de hacerlo con o sin restricciones sobre los gobernados. Más que presumir la maldad o corrupción en los gobernantes, nuestra democracia parte de la base que el Poder con que son investidos por el pueblo puede ser desviadamente empleado por ellos, por ejemplo, para satisfacer sus intereses propios o actuar de manera despótica. Por eso, en esta República queremos el gobierno de las leyes, organizando la dominación de unos hombres sobre otros de manera que dicho instrumento sea, en la mayor medida posible, ejercido en congruencia con los valores, normas e intereses de los gobernados. Para esto, en la democracia constitucional que hemos forjado se sostiene que la dominación tiene que ser racionalmente limitada, pues hoy más que nunca hacemos propia la sabia advertencia según la cual quien tenga fuerza suficiente para proteger a todos, la tendrá también -en potencia, al menos- para someterlos sin excepción. Entiéndese entonces por qué nos preocupa que el mando sea rectamente desempeñado por sus fideicomisarios; por eso, asimismo, se comprende el afán de participar en su génesis a la vez que de influir, controlar y hacer efectiva la responsabilidad por el desempeño abusivo del mismo. Obviamente, los medios para oponerse, detener o impedir la acción de unos gobernantes por los gobernados -o sus representantes- pueden ser mal empleados, pero es innegable que su existencia es necesaria y beneficiosa. Pues si es molesto para un jerarca, asamblea o magistratura que un sector de la ciudadanía o sus dirigentes los obligue a abstenerse, a rendir cuenta o, incluso, actuar contra su voluntad, mucho más grave resulta que nadie pueda inmovilizarles la mano, ni siquiera por quienes serán las víctimas de tales actos. Y cuanto mayor sea el cúmulo de atribuciones de los gobernantes, más vigorosas han de ser las garantías contra los daños que su ejercicio arbitrario puede causar. De manera que si el control del Poder puede perturbar el manejo de los asuntos públicos, esto se justifica como salvaguardia de los derechos de los gobernados, ya que así un mal precave o limita a otro mayor. Ciertamente, la institucionalización del Poder ha sido un ideal quebrantado en Chile, sin que sea menester aquí recordar las ocasiones en que, durante casi dos siglos, la concentración de él en un individuo y su entorno ha sido impuesta y defendida alegando que, nada como el mando único e ilimitado, es capaz de regir para el bien común, habitualmente o con el propósito de superar circunstancias críticas. Sin embargo, quien cree en la democracia y la práctica no vacila al decir que el gobierno bajo y mediante el Derecho debe imperar aún en las situaciones más apremiantes. La fe en la democracia, en la dignidad y derechos naturales del ser humano, en el gobierno de las leyes, en el Estado de Derecho y en el poder institucionalizado, lleva a la convicción que es insensato sacrificar esos valores paradojalmente para salvarlos. Las crisis, indudablemente, no son doblegadas sin padecimientos proporcionales a su intensidad, pero no concibo ninguno tan serio que justifique la supresión de tales valores. Allí donde tras una larga trayectoria cívica de éxitos y fracasos el Poder ha sido institucionalmente legitimado, en consecuencia, no hay ni puede existir, ni siquiera en épocas críticas, un gobierno de hombres que encarne el mando, con plenos poderes usados y abusados según la razón de Estado -o intereses vitales del orden dominante- nadie más que por ellos fijada. El Poder institucionalizado celebra sus triunfos en la democracia constitucional y pluralista. Pues, ¿qué es la democracia de ese cuño sino un conjunto de reglas y finalidades orientadas a la solución de los conflictos entre los chilenos sin que se haya de recurrir al derramamiento de sangre? ¿Y en qué consiste para nuestros conciudadanos el buen gobierno democrático sino, ante todo y sobre todo, en el más riguroso respeto de esas reglas y finalidades? II. DOMINACION CON SUJECION AL DERECHO Cabe, entonces, preguntarse ¿cuál ha sido el método desarrollado en la cultura política nacional para obtener que la dominación sea legítima, es decir, que los gobernantes sientan y actúen de acuerdo con los gobernados?, ¿qué vías han sido recorridas para que el Estado sirva a la Sociedad y, en definitiva, a la persona, que es la partícula irreductible y trascendental del humanismo?, ¿en qué fórmulas de gobierno se ha cristalizado la fe de los chilenos en la democracia y el Poder institucionalizado? Respondo aseverando que el método menos discutido y que ha prevalecido ha sido que el origen y ejercicio del Poder por los gobernantes esté subordinado al Derecho -natural positivo- tanto en tiempos de normalidad en el funcionamiento del sistema político como en situaciones de emergencia que amenazan su estabilidad y capacidad de obrar. A través de 180 años recorridos podemos hoy aseverar, con la energía y fe robustecidas por una conciencia cívica más nítida, madura y generalizada, que en el presente somos herederos de una cultura cuyo método legítimamente del Poder sigue siendo esencialmente el mismo, método que resumo diciendo que envilece obedecer a un hombre, pero no someterse al Derecho, porque quien obedece a un hombre se confiesa inferior, pero quien cumple el Derecho se muestra razonable. En la formalización de ese método hemos progresado, transitando no sin graves y a veces prolongados tropiezos y sufrimientos desde el Estado Aristocrático y Autoritario al Liberal y de éste al de Bienestar y al Social de Decreto, hoy en vía de ser enriquecido en su vertiente pluralista, descentralizada y de recta subsidiariedad. Y en todas las épocas mencionadas se percibe la impronta del Congreso como institución que participó en el establecimiento de la ley y en el control de su cumplimiento. En las premisas expuestas condenso el sentido de mi reflexión en torno de la historia y el futuro de nuestro Congreso. Pero para comprender qué es hoy esa institución y lo que ella debe ser en el porvenir, como asimismo las dificultades y desafíos que enfrenta en la sociedad de nuestro tiempo, caracterizada por los tres infinitos de lo grande, pequeño y complejo, menester resulta bosquejar los rasgos principales de su evolución histórica. Esta pone de relieve que el Congreso chileno es, después del norteamericano, inglés, belga y alguno más europeo, el que funcionó regularmente por períodos más extensos. Sin buscar igualdades demasiado precisas, sino semejanzas de estructura y funciones, quedará así de manifiesto cierta continuidad no despreciable entre el Parlamento instalado por vez primera el 4 de julio de 1811, el que floreció hasta alcanzar su apogeo en los primeros años de este siglo y aquel que funcionó, periclitando, hasta que fue clausurado en septiembre de 1973, para reanudar su inapreciable tarea tan sólo dos meses atrás. III. ARISTOCRACIA Y LIBERALISMO Prescindiendo de los lapsos en que estuvo disuelto y que coinciden con gobiernos de facto, desde su fundación nuestro Congreso Nacional ha cumplido cabalmente las funciones milenarias de esa institución en la civilización occidental: dar consejo, consentimiento y apoyo o crítica al Jefe del Estado; pronunciarse sobre el presupuesto nacional; intervenir como coautor de las normas constitucionales, legales y de los tratados internacionales; controlar y hacer efectiva la responsabilidad de las más altas autoridades del Estado; ventilar públicamente los asuntos de interés nacional; representar a la comunidad política, educarla, orientarla y conducirla; ser, por último, una escuela de liderazgo para sí y el Ejecutivo. Nuestro Congreso surgió con rasgos aristocráticos que evocan el estamentalismo medieval, carácter éste que fue desvaneciéndose en la medida que se consolidaban los principios democráticos. Aquella clase dirigente se esforzó por someter el ejercicio del gobierno a límites que le garantizaran la vida y los derechos individuales de libertad, propiedad y debido proceso legal. Para la consecución de tal objetivo, la aristocracia se esforzó por abrir y afirmar el espacio institucional propio del Parlamento, iluminada por la filosofía racionalista. Reclamó esa clase, en nombre de la Nación y no únicamente propio, la distinción entre el Estado controlado y la sociedad autorregulada, integrada ésta por individuos y no por corporaciones ni grupos intermedios, como los llamó Montesquieu. La ley fue el punto focal de ese Estado que llamo mixto, porque fue una combinación aristocrático-liberal. La ley fue, en efecto, entendida como norma positiva general, igual, abstracta, preestablecida y permanente, ojalá con la cualidad de una fijación sistemática o Derecho Codificado, normativa con la cual la declaración de la voluntad soberana restringía el Poder estatal a lo expresamente manifestado en ella, de manera que así quedaran garantizados en favor de cada individuo los derechos proclamados formalmente en lenguaje igualitario por las reglas jurídicas. La ley, en consecuencia, ya no sería más declarativa de privilegios, prescriptiva de un status diferente para cada sector social, adscriptiva de derechos y obligaciones desiguales, inmodifícables desde la cuna al féretro. Pero la ley nueva, constitutiva de un orden modelado por la razón, no podía ser dictada por el Ejecutivo, fuerte y centralizador, celoso de preservar sus facultades irrestringidas. Por el contrario, la ley tenía que ser formulada a través de un procedimiento público de discusión dialéctica de alternativas, en que la decisión se adoptara por el Presidente de acuerdo con la mayoría de los parlamentarios. Aquel procedimiento fue establecido de antemano en la Constitución o pacto político-social escrito, el cual consagró una trinidad de poderes y funciones encargados, respectivamente, de aprobar la norma, llevarla a la práctica y resolver los conflictos que su aplicación suscitara. De esta manera, el Poder quedó dividido y en posición de ser fiscalizado mediante frenos y contrapesos, por quienes lo desempeñaran en los órganos políticos. Fue así configurándose en el pasado siglo y primeras décadas del presente el tipo o forma de gobierno, primero autoritario (1831-1857), luego presidencial (1857-1891) y después de asamblea (1891-1924), ya que nunca tuvo cualidad parlamentaria genuina. En aquella época la sociedad accedía al Estado mediante el voto censitario con que los ciudadanos elegían -directa o indirectamente- a sus representantes, a la par que el Estada establecía el ambiente para el despliegue espontáneo de la sociedad, a través de la ley emanada de la voluntad general manifestada por tales fiduciarios. Leales al liberalismo en boga, nuestros antepasados entendieron que la sociedad era el ámbito de los particulares, cuyas relaciones se regulaban por contratos celebrados con autonomía de la voluntad, por seres reputados libres e iguales. El Estado, en cambio, pasó a ser regido por el Derecho Público, en que los gobernantes se hallaban en relación de supremacía y desigualdad ante los gobernados para cautelar el orden público, la defensa nacional, los derechos civiles del individuo y los atributos políticos con que el ciudadano vigilaba a sus representantes. IV. DESAJUSTE POLITICO Y JURIDICO Imperativo fue, sin embargo, elaborar teorizaciones adicionales que permitieran poner en práctica, al cabo de casi un siglo de esfuerzos, aquella nueva fórmula de sumisión al dominio de las leyes y no de los hombres. Permítaseme aquí describir dos de ellas: la representación política generada en el sufragio universal, organizado por los partidos y convertido en escaños parlamentarios a través de los sistemas electorales; y la naturaleza del ordenamiento jurídico que iba emergiendo. En una época cada vez más racionalista y en que los principios de libertad e igualdad entre los hombres se orientaban al gobierno democrático, ni la herencia, el status originario o el voto censitario proporcionaban una base satisfactoria para legitimar la asunción y ejercicio del Poder en el Ejecutivo y el Congreso. Los partidos reclamaron hasta conseguir, en consecuencia, el reconocimiento constitucional del pueblo a elegir a sus representantes por sufragio universal. Ese era el título de investidura y la capacidad para representar a la Nación y obrar en su nombre, cualidad que de veras no se obtuvo sino a partir de 1925. El Parlamento, entonces, se erigió en institución clave de nuestra democracia representativa, después de democratizarse a sí mismo. Mas habida consideración de la masa de ciudadanos que ya vivían en el amplio territorio estatal, presentábase tan imposible la democracia directa o sin representación de la voluntad general que defendía Rousseau, como necesario que pocos ejercieran la soberanía nacional en nombre de la multitud ciudadana incapacitada de hacerlo por sí misma. Así surgió en Europa la representación política, a la cual en Chile nos ceñimos desde 1827, apartándonos de la forma medieval de mandato imperativo conferido a los delegados, para aplicar la fórmula de mandato libre que los representantes ejercen en calidad de fideicomisarios, considerando lo que ellos reputan mejor para el interés común de la sociedad entera. Por ende, el Congreso se erigió en la asamblea deliberativa de la Nación, en su Comité de Agravios o Congreso de Opiniones en las palabras de Mili, con un solo interés que era el del conjunto, donde ningún fin de índole local podía oponerse al bien general. Consiguientemente, él nunca más sería un congreso de embajadores de pretensiones sectoriales diferentes y hostiles, en que los concurrentes tuvieran que obedecer instrucciones autoritarias, aun juzgándolas contrarias a su conciencia. El sistema electoral fue otro eslabón importantísimo en nuestro proceso democrático representativo. Asumiendo lógicamente que el Congreso es expresivo de la voluntad popular, es decir, que la refleja como un microcosmos cuando está compuesto en aspectos relevantes tal como la ciudadanía que lo eligió, se diseñaron métodos para convertir los sufragios en escaños de las dos Asambleas electivas. Apartándonos en esto del mundo anglosajón con la fórmula mayoritaria -absoluta o relativa- en distritos uninominales, a partir de 1925 adherimos a la representación proporcional, porque más relevante que la continuidad de las coaliciones políticas en el Parlamento, y su apoyo al Presidente, creíamos que era la representatividad de los diversos sectores sociales. La Carta Fundamental de ese año perfeccionó así nuestra democracia liberal con gobierno representativo, fórmula cuyo objetivo era, con excepción de un puñado de preceptos afines al constitucionalismo social, controlar al Estado en sus competencias para que sirvieran a la sociedad como suma de individuos, dotados de derechos civiles y políticos inalienables. Reiterando la salvedad ya hecha, enfatizo que tales derechos no autorizaban a exigir del Estado prestaciones particulares ni de grupos, pues su razón de ser era impedir que los gobernantes atentaran contra la autonomía de cada cual, superlativamente en la economía regida por la libre concurrencia en el mercado. En punto, finalmente, al ordenamiento jurídico, al concluir el primer cuarto de este siglo el Derecho Público o del Estado era principalmente de contenido punitivo en atención a los objetivos ya nombrados. Aquel Derecho no permitía penetrar en la sociedad sino por excepción y a los efectos descritos. Era el Derecho del no Estado, aquel existente en la sociedad y que llamamos Derecho Privado, el que constituía la generalidad del régimen preceptivo. Sin embargo, ambas ramas del árbol jurídico eran, en nuestro ya desfalleciente Estado Liberal, expresión de la razón que formalizaba una cierta axiología, sobre la base de un concepto de Derecho neutro, uniforme y anticipable, sinónimo de normatividad positiva, cuya validez dependía exclusivamente de haber sido establecido de acuerdo al proceso previsto en el Código Político. En verdad, empero, aquel Derecho era fijado por el legislador, al cual se lo entendía aun cuando como soberano y prescindiendo del contenido social de las reglas respectivas. El problema se presentaría pronto, al constatarse que esa valoración formal no coincidía con la axiología sociológicamente entendida, o sea, que para la mayoría de los chilenos el ordenamiento jurídico carecía de contenido, y, por consiguiente, también de sentido y legitimidad sustancial. Aquel desajuste entre norma y realidad iba a ser adjudicado, principalmente, al comportamiento de las Asambleas legislativas. V. BIENESTAR Y COLECTIVISMO Para evitar la revolución o suprimir la oligarquía, fue necesario efectuar una cirugía mayor en el modelo liberal. Las disfuncionalidades ocurridas en éste, en realidad, hacían que el fantasma que venía del oriente bolchevique o del corporativismo fascista fueran más peligros ciertos que eventos de remota ocurrencia. Emergió de tal manera el Estado de Bienestar, para salvar -en palabras de Keynes- el capitalismo sin salir de la democracia y contra la tesis de quienes querían destruir a ambos o de salvar al primero sacrificando a la última. Pero, al cabo de cuarenta años, ese Estado de Prestaciones paternalistas culminó en crisis; entre otras razones, porque Chile era ya un país de realidades políticas y socioeconómicas muchísimo más complejas y difíciles que las vividas desde la modelación de la forma liberal clásica y del simple enfoque intervencionista. La resolución de tales problemas tampoco era posible sólo dispensando bienes y servicios con déficit y sin sacrificios; ni multiplicando los controles e intervenciones discrecionales de la enorme burocracia pública; delegando el Congreso su potestad legislativa a manos del Ejecutivo, que resolvía por decretos; o bregando por el desarrollo hacia adentro con el objetivo de vencer la dependencia externa, pero pagando por ello con el retraso tecnológico y la insoportable deuda extranjera; como tampoco estimulando a la empresa privada para después desplazarla o absorberla por el Estado bajo formas de Derecho Público y Privado, no exentas de privilegios desigualmente conferidos. En balance, seamos justos al reconocer que, desde el término de la Primera Guerra Mundial hasta finalizar la década de 1950, las reformas arrojaron ostensibles progresos en el bienestar de la mayoría del pueblo en nuestra democracia. Pero aceptemos también que tales procesos de cambios no lograron conciliar la justicia social con la eficiencia en planes de modernización y crecimiento sostenidos, como tampoco encuadrar la acción estatal dentro de un sistema jurídico coherente, una de cuyas cualidades fuera la defensa eficaz del ciudadano y los grupos ante el torbellino del estatismo. En la década siguiente, la asimetría descrita se tornó más evidente, polarizándose el conflicto entre los sectores tradicionales, por una parte, y de otra, las capas dirigentes de los partidos, agrupaciones socioeconómicas e intelectuales ceñidas a plataformas ideológicas predominantemente colectivistas que exigían cambios radicales de la estructura vigente. En un contexto de reducidísima conciencia revolucionaria de las masas, aquellas capas, con metas y ritmos distintos al tenor de las variadas cosmovisiones rivales, coincidían en adjudicar a las instituciones representativas, sobre todo al Congreso con su organización y roles tradicionales, una cuota importante de la incapacidad del sistema político para salir pronto adelante. El desenlace fue, por desgracia, el desplome de nuestra democracia constitucional y la implantación del autoritarismo que disolvió el Congreso y los partidos. VI. DECLINACION DEL CONGRESO Nuestro Congreso Nacional llegó al apogeo de su Poder y prestigio en el cambio de siglo, para exhibir después su declinación aparejada del vigorizamiento del Ejecutivo con sus anexos tecnoburocráticos. Ese ocaso fue aún más severo respecto del Senado, habiéndose puesto en duda su justificación en el Estado unitario, e incluso planteando su supresión en 1971. Las causas de esa periclitación fueron múltiples, aunque semejantes en los diversos países con trayectoria comparable a la del nuestro. Sinópticamente, el discurso crítico del Parlamento sostenía que éste no era -como se pretendía- el foco de discusión transparente y argumentada ni de libre elaboración de decisiones racionales, pues sus miembros carecían de la preparación indispensable, eran meros delegados obedientes a las órdenes de los partidos o se mezclaban en conflictos de intereses con secuela de corrupción. Esa literatura añadía la inoperancia de las Asambleas, enmarañadas en debates interminables y en querellas entre tiendas políticas polarizadas; por lo cual tampoco conseguían respuestas adecuadas a las reformas que demandaba la masa indigente. Para los críticos, en síntesis, el Congreso no era representativo en la democracia formal que se vivía, porque tampoco cumplía los roles que se le asignaban en el ordenamiento constitucional. Causa muy relevante de la declinación del Congreso fue la crisis del concepto clásico de la ley entendida ahora, principalmente, como la obra de las autoridades encargadas de aplicarla y no de la Asamblea representativa de la Nación. En el Estado de Bienestar y, más tarde, en el intervencionista y socializante, la ley era un instrumento jurídico-técnico de políticas estatales, adecuado para intervenciones rápidas, oportunas y eficaces en la corrección de las disfuncionalidades socioeconómicas y la consecución sostenida del desarrollo en su sentido más comprensivo. Esa especie de norma ya no era sólo preponderantemente general, igual, abstracta, predeterminada y permanente, expresión de una racionalidad formal, objetiva y sistemática, sino cada día más particular, concreta y cambiante, en función de las situaciones tan dispares que tenía ante sí la autoridad. Con su legitimidad erosionada y carente tanto de la información sofisticada o impedido de acceder a ella cuanto de la preparación especializada que se requiere para legislar en tales circunstancias, el Parlamento y sus integrantes experimentaron la onda declinante y comprobaron la homónima ascendente del Ejecutivo. ¿Eran esas ondas denotativas de fiebre política y qué repercusiones iban a tener ellas en nuestra democracia representativa? Aún hoy me resulta sorprendentemente simple la estructura del Congreso en nuestro tiempo, tanto como me impresiona el laberinto de la Presidencia con su burocracia política, ejecutiva y administradora, centralizada o descentralizada. En cambio, con la organización generalmente bicameral y concentrada en una ciudad que no es la capital del Estado, funcionando en sala y comisiones, valiéndose de comités investigadores y de otra índole, circunscrito a períodos de actuación de propia iniciativa que cubren menos de la mitad del año, el Parlamento semeja más una arena o foro para debatir las políticas que, en fase prelegislativa, traza la burocracia y endosa la Presidencia, o para criticar actuaciones, ilustrar y educar a la opinión pública, combinar los intereses sociales heterogéneos en una visión integrada del bien común, en fin, para servir como semillero de líderes políticos para sí mismo y el Ejecutivo. Con todo lo importante que son esas tareas, compruébase que el Congreso ha cedido al Ejecutivo el sitial de órgano supremo al perder la definición del presupuesto y su calidad de principal colegislador. Por lo demás, cumpliendo esas tareas, el Parlamento enfatiza la fiscalización sobre el Gobierno, rol que desempeña especialmente la oposición, y brega por representar al distrito y la Nación. De allí que, si logra recuperar la conducción legislativa -como un Parlamento propulsor de sus propias iniciativas o transformador de las emanadas del Ejecutivo-, sería inevitablemente con perjuicio del control, porque no puede llevar a cabo simultáneamente con éxito ambas tareas. En su crecimiento, el Ejecutivo ha logrado que le sea constitucionalmente reconocido el impulso inicial exclusivo de las leyes más importantes, el manejo de la agenda en la legislatura extraordinaria, la intervención a través de los ministros en la discusión de los proyectos, la urgencia en su despacho y el ejercicio del veto, con el cual doblega a las Asambleas si éstas no reúnen un quorum elevado para insistir en su criterio. Más aún, el Ejecutivo ha entrado a gozar de la potestad reglamentaria extendida, con lo cual quedó drásticamente circunscrito el dominio de la ley. No es de gran envergadura, entonces, la función parlamentaria. En otros países, a los cuales miramos con deseo de imitación, la solución, parcialmente ; aceptable a la declinación del Congreso, ha sido la dictación de leyes-cuadro o básicas, de leyes de planes o programas o de simples delegaciones legislativas, es decir, grandes parámetros sobre políticas o estrategias de acción a largo plazo que el Ejecutivo y la Administración materializan discrecionalmente, merced a la autorización con amplitud concedida por el legislador. Instituciones como el Ombudsman o Defensor del Pueblo, contralorías de la Administración en su juridicidad y contabilidad, entes fiscalizadores del Estado empresario y la jurisdicción contencioso-administrativa son, sin duda, auxilios valiosos en la crítica tarea que el Parlamento no puede abdicar en la democracia constitucional. Pero ¿son suficientes esos esfuerzos para contener los crecientes poderes del Ejecutivo y de las organizaciones estatales que de él dependen o cuya tutela le pertenece, todos los cuales se desenvuelven a través de leyes-medidas, esto es, la acción administrativa misma? El vigorizamiento del Ejecutivo es, sin embargo, más aparente que real, pues la cuota de dominación que se escapa de las Asambleas se deposita, finalmente, en la tecnocracia estatal. Por consiguiente, ésta comienza a ser visualizada más como un contrapeso del Ejecutivo que con el carácter de mero instrumento al servicio de su absolutismo. Aquel, en definitiva, queda supeditado a los asesores y funcionarios idóneos en la planificación y realización de políticas, cuya complejidad y diversidad es dominio exclusivo de profesionales especializados. Empero, es obvio que el contrapeso descrito es renuente a los frenos democráticos y, por cierto, comprometido con la prontitud de las decisiones eficaces más que con el respeto a las trabas que traza la legalidad escrita. Abundando en la línea de restaurar el rol del Congreso en nuestra democracia representativa, pienso en el imperativo de dotarlo de su propia y amplia burocracia, de autonomía en la determinación y ejecución de su presupuesto y de acceso irrestricto a los datos que maneja el Ejecutivo, sin que el secreto ni la confidencialidad de los servicios de inteligencia, por ejemplo, sean invocables en contrario. En idéntica línea apunto a los esfuerzos por regular jurídicamente la proyección política de los intereses socioeconómicos organizados a través de los Consejos Económico-Sociales, pero sin potestad legislativa ni fiscalizadora, sino de concertación social, porque la función de representar y conciliar los intereses de grupos es ahora más abierta, menos disimulada, más completa y, en consecuencia, mejor. Semejante intención tiene el reforzamiento de la Judicatura a través de la revisión de la constitucionalidad de las leyes, los actos administrativos y la tutela de los derechos humanos; en fin, lo mismo digo de la comprensión del aparato fiscal, paralela a la expansión de la libre iniciativa individual y de grupos en los más diversos sentidos. VII. DEMOCRACIA PLURALISTA Y SOCIAL Disuelto por dieciséis años y medio, la onda declinante del Congreso no se detuvo en el texto original del Código Político de 1980. Vivimos recién la reanudación de sus actividades en la democracia representativa, siendo muy corto el recorrido para pronunciarnos sobre su rol, aunque potencialmente mejorado por la reforma de 1989. Empero, nos asiste la convicción que, sin un Parlamento vigoroso y purgado de vicios, es imposible el imperio del Derecho justo, clave de la dominación legítima estructurada sobre el principio del Poder ascendente del pueblo en el marco de una sociedad humanista, pluralista, participativa y de recta subsidiariedad estatal. Subsisten muchos de los problemas del Estado contemporáneo ya descritos y, ciertamente, aparecerán también otros. Pero se abre paso una tercera vía y una tercera meta, centrada o intermedia porque se encuentra en el cruce de los polos individualista y colectivista, con amplio despliegue de la sociedad autónoma y de la subjetividad creativa de la persona. Trátase del pluralismo no confundido con el particularismo de intereses sectoriales defendidos con egoísmo. Es la democracia pluralista en grupos, ideas, aspiraciones, recursos de dominación y estatutos jurídicos que componen una red de organizaciones autónomas con respecto al Estado, integrantes de la Sociedad Civil que configura el no-Estado y que se erige en ambiente o contexto de éste. La democracia pluralista y social es policéntrica en su concepto del Poder difuso, limitando y controlando el centro único de dominación identificado con el Estado. Para eso, en ella se complementa la división clásica de la dominación en sentido vertical y de flujo descendente, con otra horizontalmente concebida y de impulso ascendente, afirmando la descentralización funcional de la sociedad misma y asumiendo roles que servía el Estado y que ha dejado en su repliegue. Reencontramos así el antiguo pero siempre nuevo principio de subsidiariedad, aunque entendido en sus dos componentes -de inhibición con estímulo y de intervención sin absorción- que lo hacen elástico y no rígido, en función de las necesidades objetivas del bien común. La democracia pluralista es también social en el sentido que busca satisfacer los derechos socioeconómicos de la comunidad nacional. Pero, más recientemente, ella es social también en cuanto aplica en las organizaciones intermedias los principios procesales y finalistas que modelan ese régimen gubernativo, haciendo de la democracia un estilo de vida no sólo político, sino un ambiente en que haya amistad cívica en la convivencia económica, laboral, profesional, intelectual y de la cultura en general. La democracia pluralista y social se funda en la distinción de la sociedad y el Estado, reconociendo autonomía a la constelación de grupos que estructuran aquélla, cualidad que conlleva la capacidad de dictar su propio Derecho aunque sea subestatal. Esa democracia afirma que no todo es política ni que ésta tenga en el Estado su único punto de aplicación, afirmando que la política debe ser entendida sin fundamentalismo ni dogmatismo ideológico, haciendo posible la negociación, la transacción y los acuerdos no sólo entre los partidos sino también al nivel de las organizaciones involucradas en conflictos socioeconómicos específicos. La concentración por consenso y no el antagonismo de conflictos es la energía capital de tal democracia y que la lleva a plasmar la fe en el progreso por esfuerzos compartidos. La democracia pluralista y social abre así oportunidades para lograr el cumplimiento de viejas aspiraciones, hasta hoy mantenidas como promesas democráticas no cumplidas. Entre tales promesas menciono gozar de la diversidad sin caer en la anarquía ni sufrir la tiranía de las verdades únicas; rescatar el valor de la sociedad que intermedia entre el individuo solo y el Estado todo; y demostrar que la democracia social no es ingobernable ni tampoco ineficiente, pues la autonomía de las asociaciones les permite resolver muchos diferendos, sin golpear siempre la puerta de un Estado que de Bienestar se desvirtuó en otro nodriza, rematando sin darnos cuenta, muchos al menos, que tal metamorfosis encerraba ingredientes de un proceso que fue del colectivismo al autoritarismo, crisis y colapso de la democracia con intervención militar. VIII. FUTURO DEL CONGRESO Aproximándome al fin de estas reflexiones los invito, estimados amigos, a que meditemos sobre el porvenir de nuestro Congreso, de nuestro Derecho y democracia. Creo, por de pronto, que en nuestra democracia pluralista y social aumentará la participación, pero siempre existirá la representación política. El Congreso, consiguientemente, seguirá siendo una institución fundamental del sistema democrático, su institución representativa predominante pero no omnipotente ni exclusiva. Por otra parte, pienso que el futuro del Parlamento es hoy más nítido, aunque si llega a ser promisorio dependerá del éxito con que enfrente los desafíos que lo esperan y resuelva los motivos que precipitaron su crisis. El Parlamento, entendido así, no tiene por qué ser a príorí una institución conservadora ni revolucionaria, sino esencialmente reflectante de la realidad social en la cual él se inserta y destinada tanto a guiarla cuanto a pacificarla con razón justa. En seguida, a las funciones que el Congreso Nacional ha desempeñado invariablemente y por casi dos siglos, tendrá que agregar la reducción y simplificación por compromiso de la enorme variedad de demandas sociales, sin excluir la audiencia de ninguna, convirtiéndose así en regulador de conflictos y agente de consensos. En esta perspectiva, aliento el debate riguroso en torno del tipo de gobierno, no cerrándonos de antemano al análisis del semipresidencialismo o de su alternativa, es decir, el régimen presidencial morigerado por la reducción del mandato y atribuciones del Ejecutivo, por ejemplo. A la misión de estabilidad y cambio, de continuidad y reforma que el Parlamento ha servido, tendrá que añadir la de reconciliación y entendimiento entre grupos que sienten rencores y recelos entrabantes de la unidad y progreso nacional. La actitud ejemplar que compruebe en tal sentido será, parece obvio, un ejemplo que la sociedad no dejará de imitar. A la representación de la Nación, el Parlamento tendrá que sumar la representación territorial, consciente de la necesidad de conjugar el interés general con el particular de las asociaciones autónomas, porque la representación política que lo singulariza no es perfecta ni completa. Correctamente se ha dicho que nuestro Estado Nación es, a la vez, demasiado grande y demasiado pequeño, factores que tornan necesario enriquecer la representación en términos de complementación y no de la dialéctica de los contrarios. Al debate público de los proyectos de ley, del presupuesto y de los actos gubernativos, al apoyo o no y al acuerdo o rechazo de los actos del Ejecutivo que requieren su anuencia, el Parlamento tendrá que añadir el rigor de la dialéctica construida con argumentos sólidos e información adecuada, haciendo real la tesis que sostiene la racionalidad del proceso parlamentario con base en el homónimo judicial, el cual lo antecedió y le sirvió de inspiración. Al rol de comunicación libre y transparente que ejecutó entre el Estado y la sociedad, entre el Poder Central y la periferia en el sistema político, el Congreso tendrá que adicionar el de agente catalizador del consenso para así ligar y movilizar mejor al Estado Nación y a las regiones del territorio del país. De cara a este asunto, digo que el Congreso habrá de relacionarse con la ciudadanía a través de un empleo intensísimo y cotidiano de los medios de comunicación social, recurso que pido no se entienda como sinónimo de propaganda ni de manipulación de los ciudadanos. Y en la misma línea de pensamiento añado que se va abriendo paso la convicción en punto a la necesidad de descentralizar el Congreso por la vía de Asambleas regionales, incorporadas a un régimen de amplia autonomía de las instituciones políticas locales. Hallar la fórmula que armonice tal descentralización en el contexto del Estado Unitario es, por ende, una de las tareas más interesantes del futuro no lejano, en que el Parlamento será el centro del sistema de comunicación de la sociedad pluralista que he bosquejado. En el tipo de sociedad y Estado aludidos, la ley no será declarativa de privilegios ni neutra en su formalidad general carente de contenido, como tampoco casuística en la respuesta que dé a los grupos de presión que exijan dictarla con discriminación. La ley y el Derecho, en general, tendrán que ser la expresión de los consensos logrados en el Parlamento mismo o, tal vez con mayor frecuencia, en instancias de concertación ajenas a él, pero que requerirán, para oficializarlas y ponerlas en práctica, su decisión final junto con la del Ejecutivo. Imagino que esta legitimidad consensual será la prevaleciente también en las otras funciones que desempeñe el Parlamento. Tal legitimidad, fruto de una sociedad civilizada, sin duda vigorizará nuestra democracia al hacerla más real y permanente. Sin embargo, el rol del Congreso en la democracia que estamos construyendo depende muchísimo de su trayectoria y de las posibilidades tangibles que tenga aseguradas a fin de llevarlo a cabo. En tal sentido, indudablemente la Constitución y el ordenamiento jurídico subordinado a ella deben dotar a las Asambleas de un status apropiado para que sean instituciones activas, pues la pasividad fue una de las causas de su conducta negativa, de escollos y obstrucción que lo desprestigiaron. Pero el ordenamiento jurídico no es todo ni, quién sabe, la clave que asegure el funcionamiento eficiente de nuestro Congreso Nacional. El comportamiento de las élites políticas y de los partidos, imbuidos de ética democrática, se tornan aquí decisivos, como también lo es la disposición atenta y evaluativa que asuma la ciudadanía. Pero, al fin y al cabo, el parlamentario mismo es y será la unidad básica fundamental en la consumación del entusiasmo con que celebramos nuestro retorno al Estado de Derecho y a la democracia.
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