Revista de Derecho, Nº Especial, agosto 1997, pp. 51-62 COMUNICACIONES Y PONENCIAS
ORIGEN DE LA CONTROVERSIA ETICO-POLITICA CONTEMPORANEA
Juan O. Cofre Universidad Austral de Chile Tal como se indica en el título de mi trabajo, intentaré explicar el origen de la fuerte polémica que tiene lugar hoy en la sociedad contemporánea a propósito de cómo debería ser la vida práctica de la gente en lo tocante a sus conductas y acciones éticas, políticas y jurídicas. Al respecto, postulo lo siguiente. Aspiro a bosquejar -ya que no habrá ocasión para más en esta conferencia- mi teoría fundamental que resumidamente postula lo siguiente: creo que la controversia ética contemporánea entre "absolutistas" y "relativistas" (o "consensualistas"), es debida a la asunción por cada una de las partes de sendas concepciones filosóficas incompatibles gnoseológica y ontológicamente. Los conservadores han asumido históricamente una filosofía metafísica y ontologista, al estilo platónico o aristotélico-tomista, de acuerdo a la cual existen verdades apodícticas fundadas en la naturaleza racional del hombre o en leyes divinas establecidas con carácter de mandato irrevocable. Estas verdades no sólo fundamentarían los principios teóricos, sino también los prácticos, como los éticos y jurídicos. Este modo de concebir la realidad filosófica es, esencialmente, europeo. El relativismo ético, en cambio, se inspira en el empirismo británico, tradición filosófica completamente distinta e incompatible con la europea. Para el empirismo todo, absolutamente todo conocimiento, teórico o práctico, se funda y comienza con la experiencia y sólo con la experiencia. No hay, pues, verdades derivadas de la pura razón y mucho menos de carácter trascendente. La ciencia y la ética se construyen social e históricamente sobre fundamentos gnoseológicos inductivos. La ética, por tanto -como el derecho-, es un producto histórico sujeta a sutil e imperceptible evolución. El liberalismo es consecuencia filosófica del empirismo y se desarrolla al menos en dos frentes, desde el punto de vista filosófico íntimamente ligados: el positivismo jurídico en derecho y la moral utilitarista en ética. Imposible, en consecuencia, conciliar mediante estratagema alguna estas dos concepciones éticas y jurídicas que por esencia son ontológicamente incompatibles. Un liberal consecuente está obligado a asumir una ética relativista (en este contexto y tal como yo uso este concepto, no tiene sentido peyorativo alguno; describe simplemente, una situación gnoseológica), así como un conservador honrado y consciente de estas implicaciones filosóficas no puede sino postular una ética absoluta y verdadera, y un derecho racional o divino anterior a toda experiencia y a toda circunstancia histórica. Desde luego nada de esto implica que la gente y colectivos que se inscriben en una u otra corriente ideológica, estén conscientes de estos problemas filosóficos, menos en Chile, aunque deberían estarlo. 1. Partiré, pues, asumiendo cierto presupuesto filosófico según el cual la cultura es, en definitiva, un texto o discurso simbólico pleno de significación y sentido; signifiación y sentido que, sin embargo, se oculta a la primera mirada y que para desentrañarlo es menester aplicar ciertas técnicas de desciframiento. Además, supondré que todo discurso es, esencialmente, manifestación temporal, nace en la historia, hereda una tradición y se lo lee o interpreta en el tiempo con una carga ideológica inevitable. De ese modo, hemos de concebir la filosofía, la ética, la política y el derecho como magnitudes semióticas temporales ininterrumpidas a lo largo de las décadas y aun de los siglos. Sostengo, consecuentemente, que no es posible entender en plenitud la polémica que vive nuestra sociedad -especialmente en su clase dirigente- sin intentar un esfuerzo de comprensión radical que necesariamente debe comenzar por sus orígenes. Me valdré de una ficción, tal como lo hizo Descartes con su geniecillo todopoderoso, Laplace con su demonio deterministas o Dworkin con su juez Hércules, para capturar el sentido histórico de nuestro tiempo. 2. Permítaseme entonces recurrir a la siguiente industria: supongamos que seres superinteligentes de una civilización remota se acercan a la Tierra con el objeto de conocer al hombre de finales del siglo XX en su dimensión social y política; para ello envían a la Tierra a un supersociólogo con el fin de que haga un estudio fidedigno que refleje el ambiente intelectual y espiritual del hombre finisecular y los problemas que lo aquejan. Imaginemos que nuestro supersociólogo elige, por mero azar, comenzar su trabajo con una descripción de la sociedad chilena contemporánea. Observaría en primer lugar lo que es evidente para todos: que la sociedad chilena está viviendo o sufriendo las tensiones propias de un acelerado desarrollo económico, producto del triunfo de la democracia liberal y de la economía de libre mercado. Constataría que, quizá como consecuencia de ello, la clase política e intelectual dirigente se enfrenta en una dura polémica en torno, fundamentalmente, a cuestiones que llama de valor y de conductas prácticas, es decir, éticas, políticas y jurídicas. Si quisiera describir esta polémica diría que un grupo se queja del relajamiento de las buenas costumbres, de la pérdida de los valores, del destierro y olvido de Dios, de la falta de respeto por las tradiciones y los viejos símbolos, de una libertad sexual exagerada, de la crisis de la familia y del matrimonio y de peligrosas tendencias a intervenir en las fuentes mismas de la vida. Y, tal vez agregaría que este grupo de gentes sostiene que no hay manera de salvar a la persona humana de lo que llama "crisis moral", como no sea profesando que el alma humana es creada por Dios y que tiene un destino inmortal que trasciende a todos los fines temporales del individuo y de la sociedad y, por tanto, un valor que sobrepasa al universo. El grupo en pugna, en cambio, se quejaría de la irracionalidad y del dogmatismo de las posturas de su adversario; de ser inflexible e impermeable al cambio social y a los progresos en el orden de las libertades básicas que por doquier van conquistando las sociedades más avanzadas. Se quejaría de limitaciones intolerables a la libertad de expresión y aun de conciencia, y reclamaría la urgente necesidad de revisar viejas instituciones como la indisolubilidad del matrimonio, el tema del aborto, los derechos de los homosexuales y la eutanasia, entre otros. Las gentes de este último grupo querrían que el Estado y el Gobierno intervinieran lo menos posible en algunas materias cuya ponderación y regulación debería, según ellos, quedar por entero al arbitrio de las personas privadas; dirían, en fin, que las libertades del individuo deben sufrir el mínimo de restricciones posibles y que, en todo caso, los así llamados derechos morales o fundamentales no deberían sufrir limitación alguna. Los primeros, por el contrario, aspiran pública o secretamente a que el Estado intervenga y fije límites precisos a la libertad personal, resguarde una determinada oncepción moral e impida, si hace falta, mediante la dictación de leyes, que se sobrepasen ciertos límites de carácter ético o moral. 3. Pero no dejaría de sorprender a nuestro remoto visitante que, aparte de las diferencias que separan a estos dos grupos en posiciones irreconciliables, haya sorprendentemente un punto en el que coinciden en plenitud: en efecto, ambas partes están en un todo de acuerdo en que una de las libertades más importantes, o quizá la más importante de todas (al menos desde el punto de vista práctico), la económica, no debe sufrir restricción alguna. El Estado debe dejar que la iniciativa privada en materia de orden económico se desenvuelva sin traba alguna. Postula un Estado no intervencionista, no empresarial y que no subsidie a las empresas estatales que al osar competir en el mercado han sufrido derrotas severas. Sin embargo, no dejaría de parecerle curioso a nuestro observador que a veces estos mismos sectores reclamen airadamente el auxilio del Estado cuando les va mal en los negocios privados, como consecuencia de factores imponderables. 4. Si nuestro supersociólogo intentara ahora una interpretación del fenómeno observado y para ello recurriera, como es de rigor, a la literatura especializada, bien pronto comprendería que el así llamado mundo occidental viene saliendo de un duro enfrentamiento ideológico entre dos grandes bloques: el partidario del igualitarismo versus el partidario de la libertad. Para el socialismo marxista la igualdad ha tenido supremacía sobre el concepto de libertad; sobre esa noción intentó fundar una concepción moral, una economía y una sociedad. El liberalismo, en cambio, defendió sin tregua la libertad sobre todo individual, como patrón de organización política, moral y económica de la sociedad, por sobre el igualitarismo que propugnaban los regímenes socialistas. Conocería nuestro demonio que después de una dura batalla triunfó la ideología liberal y con ella su concepto clave y central de libertad. Sólo el ejercicio de la libertad más irrestricta en todos los órdenes de la vida haría posible, según los liberales, que el hombre alcance el progreso material y espiritual y, finalmente, se acerque al mítico sueño de la felicidad terrenal. 5. Pienso que en Chile hay una conciencia confusa y difusa respecto de este triunfo ideológico y sus consecuencias. Algunos grupos con poder político limitado aceptan en toda la línea las consecuencias del triunfo del liberalismo y ya están dispuestos a endiosar la libertad como el valor más caro y esencial al hombre y, por tanto, creen en un Estado no intervencionista, en una especie de mínimo arbitro. De estas premisas concluyen también que la libertad tiene que ser no sólo el patrón en el orden económico y político, sino también en el terreno de las costumbres y de las conductas morales. En todo caso estos son la minoría y se encuentran, más bien, confinados a círculos académicos e intelectuales con débil influencia en las decisiones públicas y políticas. Otros, en cambio, a los que podríamos denominar conservadores o neocon-servadores, aceptan la libertad política (democracia) y la económica, pero reclaman que para preservar, y si es necesario obligar a la gente a que practique una vida buena acorde a los auténticos y únicos valores, es menester, si hace falta -y según ellos hace falta-, la intervención del Estado. 6. Lo que quisiera demostrar ahora es que no hay una vía media. O se acepta el triunfo total del liberalismo con su endiosamiento de la libertad, o se lo rechaza y entonces se intenta otra cosa. No sabría decir qué cosa, pero algo diferente, ya que lo que no se puede hacer es dividir el concepto de libertad: practicar la libertad en el terreno económico, pero impedirla en el ámbito ético y moral. Aquí vale la sentencia bíblica: "no se puede servir a dos señores". Mostraré ahora, brevísimamente, que el hoy está determinado culturalmente por el ayer, es decir, que lo que se ha dado en llamar la crisis moral, si es que hay tal, es consecuencia de la evolución filosófica e ideológica de Occidente. En efecto, el hombre, hoy, consciente de que es un ser libre dotado de inteligencia, capacidad de deliberación y voluntad, quiere y exige la autodeterminación moral y, por tanto, no acepta darse otro patrón de conducta moral que el que determine libremente su capacidad racional y su voluntad. Digo que este talante espiritual se forja y madura en los primeros pensadores modernos y sobre todo y en primer lugar, con el advenimiento del empirismo inglés que, como veremos, desconoce la metafísica ontológica antigua y medieval, la declara gnoseológicamente imposible y se orienta hacia un tipo de filosofía cognoscitiva que desacredita el axiologismo y, por tanto, la moral única, verdadera y eterna, cuyo garante en definitiva es Dios, para proponer a base de una crítica de las posibilidades y límites del conocimiento humano, un fundamento empírico de todas las nociones científicas, filosóficas, éticas y jurídicas. Creo que a estas alturas nuestro supersociólogo estaría en condiciones de formular ya su primera hipótesis que enunciaría así: "El liberalismo es la consecuencia ideológica del empirismo filosófico, así como el utilitarismo y el positivismo jurídico son a su vez la consecuencia ética y jurídica del liberalismo". Una rápida excursión a los albores de los tiempos modernos es parte de la prueba. 7. La lectura que propongo comienza por sintetizar los rasgos esenciales del medievo. De este período de la cultura me interesa destacar dos facetas fundamentales: la convicción de la subordinación del conocimiento humano a la revelación divina y, por consiguiente, de la filosofía y de la ciencia a la teología y la conciencia del mundo cristiano occidental de constituir ante todo una unidad religiosa, aunque también política con fundamento religioso1. Empero, lo cierto es que esa cosmovisión hacia finales del siglo XIV comienza a declinar. Muchos y complejos factores de todo orden intervienen en este declinar, pero no deja de ser llamativo que uno de los más significativos tenga que ver con la insubordinación intelectual que comienza a manifestar el clero británico muy especialmente por obra de los franciscanos. Entre ellos tres pensadores que no pueden quedar soslayados, Roger Bacon (1214-1294), Duns Scoto (1266-1308) y Guillermo de Occam (1298-1349), se levantan contra el intelectualismo escolástico continental y se oponen a sus tesis fundamentales: para ellos no es posible el conocimiento racional de Dios, no hay universales, sólo es posible el conocimiento intelectual sobre la base de la experiencia, que es siempre de seres concretos e individuales; no es claro que la autoridad civil tenga su origen en la voluntad de Dios y, por último, frente a los colectivos vale el individuo en tanto y en cuanto en definitiva la relación del hombre con Dios es de carácter íntimo y personal. 8. Desde el punto de vista filosófico los británicos abandonan las preocupaciones metafísicas y ontológicas y, radicalizando tal vez una tendencia ya patente en Descartes, inauguran la gnoseología como la disciplina principal del conocimiento filosófico. Se trata de volver el haz de la inteligencia sobre sí misma para averiguar cuan seguro es el conocimiento humano, cuáles son sus límites y sus posibilidades y, sobre todo, cuáles son las condiciones necesarias y suficientes del conocimiento como para que este sea confiable y científico. En la obra de Hobbes (1588-1679) ya es patente este nuevo talante filosófico y en Locke (1632-1704) es claramente un programa confesado. Según Locke todo, absolutamente todo nuestro conocimiento se origina en la experiencia, de suerte que nuestros conceptos o nociones se constituyen en nuestro entendimiento o por percepción de estímulos sensoriales externos o por introspección, es decir, por la captación de nuestros propios estados mentales. No hay, por tanto, ideas innatas o conocimientos ni teóricos ni prácticos que antecedan a la experiencia o que se originen en una fuente extraña al propio entendimiento. La mente humana es tabula rasa. Lo que aprendemos, digamos nuestra ciencia y filosofía, es producto, pues, de la experiencia y la experiencia es individual. Los conceptos se forman por reiteración y abstracción. 9. En el dominio de la ética postula igualmente que los principios y valores tienen su fundamento como todo en la experiencia y, por tanto, no tienen una garantía más allá de ella. Lo que es bueno es bueno porque ha sido así considerado por la sociedad, quizá en el transcurso de la historia, pero sobre todo porque acerca al hombre a la satisfacción de sus necesidades. En su ética reaparecen claramente los primeros elementos hedonistas, que después serán artículo de fe en la ética utilitarista. En el terreno político Locke debe ser considerado el padre de la teoría liberal. En su obra Segundo Tratado del Gobierno Civil, establece que como producto del pacto civil el individuo retiene para sí ciertos derechos inalienables como lo son la libertad, la igualdad, la autodeterminación política y, sobre todo, la propiedad privada e individual, sea producto de la herencia o del trabajo. Es indudable, por tanto, que la obra de Locke influyera notablemente en pensadores como Adam Smith (1723-1790) o Francis Quesnay. Hume (1711-1776) profundizó y perfeccionó las teorías de Locke y adoptó posturas aún más radicales. Hume, como Locke, negó el concepto aristotélico de sustancia, con lo cual reduce la realidad a una mera impresión sensible. Si existe una realidad ontológicamente independiente y absoluta más allá de nuestra experiencia, no lo podemos saber. Nuestro entendimiento tiene un límite infranqueable que se fija a sí mismo. Manifiesta, en consecuencia, un ostensible rechazo a las metafísicas antiguas y continentales. No valen para nada. Son confusionismo y oscurantismo. No hay más conocimiento que el que proviene de la experiencia. En el terreno de la moral es absolutamente escéptico. No cree en valores absolutos. Los llamados hechos morales quedan fuera de la racionalidad. No es posible por principio demostrar si algo es bueno o malo por argumentos racionales. Los juicios morales son producto de las pasiones o sentimientos, en especial de los sentimientos de placer y displacer que acompañan a todos los seres vivos. Los sistemas éticos son intentos desesperados de justificación o legitimación de nuestros propios sentimientos. Aquí nada tiene que ver Dios, ni ciertas supuestas verdades racionales naturales anteriores a la experiencia (recuérdese que más tarde Bentham dirá que los derechos naturales le parecen un disparate en zancos). Ya sabemos que las ideas liberales de los pensadores ingleses pasaron a Europa e influyeron notablemente en las ideas políticas de la Ilustración, la que a su vez preparó el advenimiento de la gran revolución. 10. Hacia el siglo XIX el liberalismo está ya maduro como teoría política y económica y el utilitarismo se consagra como una ética válida capaz de interpretar las convicciones morales de la gente. Como sus maestros ingleses, y como los materialistas franceses, Bentham (1748-1832) consideraba al hombre como un objeto natural y pensaba que su estudio científico y filosófico debía y podía establecerse sobre firmes cimientos empíricos. Fue contrario al dogmatismo y al trascendentalismo; era partidario de la total libertad de opinión y pensaba que nada puede ser establecido a menos que sea producto de un debate racional. En el terreno ético, Bentham intentó darle un sentido axiológico al concepto de utilidad. Este filósofo defiende la verdad del utilitarismo hedonista, que apoya en bases psicológicas. Sostiene que sólo el placer es bueno y que en conseguirlo consiste la felicidad humana y toda acción, sea privada o pública, se ha de juzgar correctamente en función de aumentar o no la felicidad de los interesados. Ahora bien, para establecer si una acción socava o promueve la felicidad humana, precisamos de criterios que permitan medir y comparar desde el punto de vista hedonista los efectos de las acciones posibles. Esos criterios son, según Bentham, los siguientes: intensidad, duración, certeza, proximidad, fecundidad y extensión. Según él, "la naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos soberanos: el dolor y el placer. Sólo a ellos compete señalar qué debemos hacer, así como determinar qué haremos"2. No me referiré a la obra de Mili que corrige y refina el utilitarismo de Bentham ni a los utilitaristas ingleses de finales del siglo XIX y principios de este. Me interesa sí observar brevemente lo que ocurre en el continente europeo. Indudablemente este es heredero de otra tradición filosófica: el racionalismo y la metafísica. Creo que con la irrupción en el continente de la Ilustración y del liberalismo se tiende a orillar la metafísica, sobre todo en Francia, aunque también recibe de Kant un disparo mortal. Sí, en cambio, se insiste en una versión racionalista del liberalismo político y moral. No puedo detenerme en este punto, pero tampoco debo dejar de referirme al más firme bastión que el liberalismo filosófico encuentra en el continente. Me refiero precisamente a Kant. Quiero tan sólo destacar dos ideas del célebre pensador. 11. Desde luego, Kant (1724-1804) no puede aceptar éticas empiristas. El hombre en tanto animal gobernado por instintos y pasiones, obviamente queda determinado por el placer y el dolor, que son dos conceptos digamos con fuerte connotación biológica. Pero una crítica de la razón muestra enseguida que el hombre, además, es esencialmente un ente racional y libre. Desde el punto de vista de las solas exigencias de una razón pura práctica, no contaminada ni comprometida empíricamente con la realidad natural, es posible concebirlo como un ser esencialmente moral. Su dignidad radica en que siendo un ser racional, deliberante y dotado de voluntad, está capacitado para decidir autónomamente en el terreno moral sus acciones. Y precisamente porque es en esencia libre para darse sus propios principios morales y fijar sus conductas, es también responsable de lo que hace y de lo que deja de hacer, tanto en el plano moral como en el jurídico. Todo lo cual implica que su mayor grandeza estriba no en juzgar sus acciones a la luz de la felicidad que producen, sino en realizarlas según la ley que se impone a sí mismo y que, por tanto, constituye su deber. En el plano de la vida pública, Kant considera que el Estado tiene por función esencialísima asegurar mediante el derecho la posibilidad de la coexistencia de las libertades individuales. Por ello sería acertado decir que el estado kantiano es el estado liberal (como estado que tiene por fin la garantía de la libertad individual), del cual la doctrina jurídica y política de Kant constituye su teorización más rigurosa. El liberalismo kantiano no es, pues, empírico, como lo era el de Locke, sino racional, y por ello absoluto. De ahí que la libertad y, por tanto, el derecho que la garantiza, esté contemplada no como un bien político, económico o utilitario, sino como una exigencia universal de la razón. 12. La influencia de Kant, con su concepto de autonomía moral y de la racionalidad como la garantía de una vida pública y privada concordante con la libertad, reafirma al mismo tiempo que corrige al liberalismo y lo hace filosóficamente más resistente a los ataques de ideologías rivales. Hasta el día de hoy la influencia de Kant en pensadores liberales es notable y decisiva. Con todo, la ética kantiana no resulta útil en el terreno pragmático en donde los hombres tienen que decidir día a día lo que deben hacer o lo que deben dejar de hacer; su ética no tiene contenido alguno, es una mera forma que la razón impone, pero que cuesta compatibilizar con las conductas concretas de la gente. Se objeta, por ejemplo, que en la teoría moral todo intento de inferir enunciados materiales de justicia de un mero procedimiento formal está condenado al fracaso, porque siempre los contenidos provienen de la experiencia y la mera forma no puede inducirlos. Por eso se puede decir que en la realidad ha resultado mucho más práctica y eficaz la moral utilitarista, mucho más débil desde el punto de vista filosófico, pero también más asequible para la inmensa mayoría de los hombres que a diario se ven enfrentados a todo tipo de problemas económicos, políticos y jurídicos, y a consiguientes decisiones morales. Como quiera que sea, el triunfo del liberalismo no ha traído como consecuencia un acuerdo en la esfera de la vida moral. Hoy nadie discute, ni siquiera los viejos socialistas, que la economía de libre mercado es la mejor fórmula probada para alcanzar el desarrollo económico de las naciones. Pero como el hombre no es solamente un animal político, sino que es también, y quizá fundamentalmente, un ente moral, sigue pendiente el tema relativo a qué es lo que debe hacer y qué es lo que se espera de él en relación con sus creencias y conductas éticas. 13. Consecuentemente con sus fundamentos filosóficos, el liberalismo, a pesar de todos los intentos que se han hecho para descargarle sus connotaciones hedonistas, continúa implicando una moral utilitarista cuyo axioma fundamental podríamos expresarlo de la siguiente manera: una acción es correcta (es buena) si y sólo si sus consecuencias son mejores que las que se seguirían de cualquier acción alternativa3. A menudo se objeta al utilitarismo su incapacidad para reconstruir las obligaciones derivadas de la idea de justicia. La acción justa, se dice, no es siempre la que causa el mayor beneficio. ¿Dónde estaría entonces el punto débil del utilitarismo moral? Se dice que es incapaz de concebir valores estables y absolutos y que, como consecuencia de ello, da cabida a principios éticos acomodaticios y relativistas. Y si la sociedad en todo tipo de negocios se deja llevar y actúa conforme a ese tipo de moral, termina infringiendo los valores supremos de la tradición cristiana occidental que precisamente suponen una ética muy diferente. Con ello la polémica acerca de cuál es el sistema ético que el hombre de este tiempo debe sumir para caminar por la vida, queda planteada con plena radicalidad. 14. Para un empirista liberal y utilitarista como Alfred Ayer, los conceptos éticos no se dejan analizar, por cuanto no hay criterio alguno mediante el cual podamos verificar la validez de los juicios en que aparecen. La razón, según él, de que sean inanalizables es que son meros pseudoconceptos. Los juicios de valor no significan nada en su sentido literal: simplemente expresan emociones que, como tales, no son ni verdaderas ni falsas. Y si por ética se entiende la elaboración de un sistema moral verdadero, no puede darse nada parecido a un sistema ético ya que no hay otra forma de razonar que la que encontramos en las ciencias empíricamente verificables4. El empirista consecuente, y por tanto el liberal, está obligado a sostener que puesto que desde el punto de vista gnoseológico no es posible la construcción de conceptos absolutos, ni mucho menos de juicios infalibles ni siquiera en la ciencia, no hay esperanza alguna de poder entregarle a la humanidad una ética universal estable y verdadera. El entendimiento humano es incapaz, por principio, de tal empresa. Si alguien cree que puede llevar a cabo tal tarea incurre en un profundo error, cuando no en un fraude. ¿Qué queda, a fin de cuentas? La tolerancia, es decir, la humana capacidad de aceptar todos los puntos de vista y todas las concepciones éticas que la gente buenamente pueda hacerse para orientar su conducta y navegar por la vida. 15. Desde una postura totalmente distinta, enraizada en la tradición filosófica y espiritual más antigua de Occidente, un importante sector de nuestra sociedad sostiene -de lo cual puede ser un caso paradigmático la encíclica papal Veriltatis Splendor- que hay valores éticos no interinos, no conmutables o revisables, sino universales y permanentemente valiosos. Que la garantía de estas verdades radica en último término en Dios, en quien confluyen en plenitud el orden del ser, de la verdad y del bien. La reivindicación ha sido asumida por la teología cristiana contemporánea. Küng abre su obra con la siguiente declaración: "El mundo en que vivimos no conservará posibilidades de sobrevivir mientras sigan existiendo espacios para éticas diversas, opuestas o antagónicas. Por eso es imprescindible un consenso fundamental sobre convicciones humanas integradoras. Sin ello, la supervivencia de la humanidad queda en peligro"5. Según Küng, al margen de la religión no es posible fundar la incondicionalidad de una obligación ética. Sólo lo incondicionado puede obligar incondicionalmente. La dignidad, la libertad y los derechos humanos no pueden, según él, establecerse en una perspectiva puramente positivista ni meramente formal al modo de Kant, sino que deben ser fundados desde su última profundidad, es decir, religiosamente. De todo ello no se sigue que un hombre no religioso no pueda ser moral. La ética civil no sólo es posible, sino también real, sólo que sus prescripciones no alcanzarán fundamentalmente la incondicionalidad y la universalidad de la ética religiosa. Hay algo, sostiene, que el ateo no puede hacer, aun cuando acepte normas morales absolutas: fundamentar la incondicionalidad del deber. ¿En qué se basaría entonces la ética no religiosa? Küng no se deshace de Kant, más bien apela a él. Responde: "En lo humano, como criterio ecuménico fundamental, en lo verdaderamente humano, es decir, en la dignidad del hombre". Pero, al no estar autentificada por el absoluto incondicionado que es Dios, esa dignidad tiene que ser postulada, como lo hacen Kant y los kantianos, o debe ser consensuada, como lo intentan todas las éticas postmodernas comenzando por Perelman, Apel y Habermas. La existencia incondicionada de valores éticos universalmente vinculantes no puede, según este pensador, fundarse al margen del ser incondicionado que llamamos Dios. Sólo lo absoluto puede vincular absolutamente. Fuera de esa fundamentación, la ética habrá de replegarse sobre el criterio de lo verdaderamente humano, buscando el consenso de unos mínimos antropológicos que pueden ser continuamente revocados apelando a nuevos consensos6. Panneneberg, teólogo protestante de primera línea, no sólo se manifiesta de acuerdo en este punto con su colega católico, sino que va aún más lejos. El propósito de su reflexión antropológica estriba en mostrar que el hombre es un ser constitutivamente religioso y que, por tanto, la amputación o preterición de esta dimensión constitutiva supone un mortal atentado contra el ser humano, tanto a nivel individual como social. Según él el orden gnoseológico tiene que ver con el orden axiológico. Una verdad que sólo fuera mi verdad, que no fuera universal -escribe- ni siquiera en su pretensión de que no hubiera de valer para todos los hombres, no podría ser verdadera ni tan siquiera para mí7. Lo curioso es que algunos pensadores no creyentes coinciden con el modo de razonar de estos pensadores cristianos. Kolakowski sostiene resueltamente que es imposible demostrar la existencia de Dios pero, si Dios no existe, entonces, se pregunta ¿cómo puedo dotar a mis criterios morales de validez universalmente reconocida? Porque la experiencia demuestra que lo que pienso sobre el modo de discernir el bien y el mal no siempre coincide con lo que piensan los demás. En consecuencia, concluye, Dostoievski tiene razón: "Si Dios no existe todo está permitido". Los criterios morales no pueden ser validados, en último término, sin recurrir al depósito de la sabiduría trascendente. Toda moralidad independiente de una religión le parece inútil y patética. Si no hay verdades definitivamente verdaderas, no se ve cómo pueda haber valores definitivamente valiosos. Las estipulaciones, entonces, sobre lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, serán fruto de la imposición, de la convención o, en el mejor de los casos, del consenso. Algo será bueno si se ha consensuado. No hay valores que precedan al consenso; es el consenso el que crea los valores. Pero aún más, lo que se ha calificado de bueno por vía del consenso será siempre revisable y canjeable por la misma vía. Todas las prescripciones éticas quedan, pues, afectadas por un coeficiente de interinidad crónico; esa será su naturaleza porque esa es la naturaleza de la verdad8. Así, pues, según la ética civil del consenso y, en resumen, toda teoría ética es teoría segunda; opera con una teoría primera, que no es ética sino epistemológica. 16. Obviamente estas dos posiciones representan posturas no conciliables. Los cristianos que asumen esta última concepción no pueden renunciar a su ontologismo precisamente porque si renuncian a la ontología entonces renuncian a Dios, y si renuncian a Dios obviamente renuncian a todo. A su vez, la ética empirista es incapaz de concebir realidades ontológicas más allá de los límites de la mente que le impone la experiencia. En Dios se puede creer, pero no se lo puede alcanzar racionalmente. (Aparte de estos hay que considerar a los que simplemente no creen en Dios. Para ellos no puede tener sentido alguno una ética que parte de un fundamento divino. ¿Qué hacer con esta gente?). Así las cosas, podría llegarse a un acuerdo para permitir que cada cual crea y actúe de acuerdo a la concepción ética que mejor represente su visión de la realidad. Pero no hay tal. Las éticas tienden a ser imperialistas. El que asume una postura quiere que el otro también la asuma porque siente o cree sentir que lo asiste la más completa verdad. Esto da origen a los enfrentamientos cotidianos y a veces a graves desacuerdos civiles sobre cruciales cuestiones políticas y jurídicas. 17. En el fondo, el problema se reduce a una cuestión de legitimación y legitimidad. Entiendo por legitimación la búsqueda de un conjunto de razones y argumentos capaces de conferir sentido y justificación a nuestras creencias y acciones. Así, por ejemplo, Kant pensó que la autonomía de la voluntad es el único principio de todas las leyes morales y de los correspondientes deberes que hacen posible la sustentación de una ética. Los axiólogos intuicionistas piensan, en cambio, que existen unas ciertas entidades abstractas que se imponen a la conciencia humana con absoluta evidencia y exigen de ella su total aceptación y acatamiento; tales serían los valores. Y precisamente porque hay valores es posible derivar de ellos principios morales y modelos teóricos para que los hombres se puedan guiar por ellos con seguridad. Los escolásticos han pensado, en cambio, que hay una ley natural inmanente a la razón que guía al hombre en la consecución de sus fines terrenos y una ley divina, de la cual aquella deriva, que conduce a la persona humana a su fin sobrenatural, al bien ontológicamente absoluto que es Dios. Los empiristas, ya hemos visto, sostienen que los valores, y por lo tanto los principios morales, son cuestión de acuerdo histórico y social. Otros incluso llegan a sostener que los valores y los principios morales de la humanidad descansan en su evolución planetaria. Han sido preceptos útiles para la acción, la perpetuación y el perfeccionamiento de la especie y que esta ha ido incorporando a su dotación genética en el transcurso de los milenios9. Y, por último, están también los intentos "legitimadores" del irracionalismo (fundamentalismo, fanatismo, dogmatismo) que ha intentado en reiteradas ocasiones a lo largo de la historia imponer sus creencias éticas mediante el uso de la coacción física, moral y psicológica. 18. En mi opinión, no es posible que en el terreno ético se llegue al triunfo definitivo de una sola doctrina como ha ocurrido en el campo ideológico, si por triunfo se entiende no sólo el persuadir, sino también el convencer racionalmente. En efecto, pienso que en definitiva nuestra concepción de la vida y nuestro modo de actuar en ella -sea como sujeto moral, político o jurídico- queda determinado por nuestras ideas de bien y de mal, de justicia y de injusticia. Esas ideas son convicciones y las convicciones son creencias, y la creencia por definición es irracional. Pero como el hombre pretende racionalizar (es decir, hacer inteligible) todos sus actos, quiere también fundamentar racionalmente su plan de acción. De ahí que, según me parece, se trate de inscribir y convalidar nuestro repertorio de creencias en una filosofía, es decir, en un sistema racional. Si se está, por tanto, por la tesis que postula valores trascendentes -de carácter divino o natural- es posible mantener coherentemente que las cosas en el terreno político, moral y jurídico pueden, en efecto, ser así, esto es, depender de valores y verdades reveladas y garantizadas por la propia divinidad. Si eso es así indudablemente que es necesario y justo persuadir a todos los hombres para que adopten esta y sólo esta postura en su vida práctica. Sin embargo, el problema que impide el triunfo total de esta concepción es que, desde el punto de vista gnoseológico, no hay argumento racional concluyente y cabe, al menos, una postura alternativa, sin contar con los ateos y los agnósticos, para los cuales la idea de fundar una ética en la supuesta existencia de Dios debe parecerles tan absurdo como irracional. Desde una perspectiva estrictamente especulativa nada prueba que efectivamente existan valores y mandatos anteriores a la experiencia, ni que exista Dios y que, mucho menos, actúe como garante de estas supuestas verdades. Se puede sostener racionalmente, sin aceptar la idea de Dios, como hace el agnóstico o el ateo, un sentido del mundo y del hombre que comienza y termina con la vida humana10. La vida humana funda su ciencia y sus valores con sus propios recursos: la racionalidad y la libertad. Pero, como se ha visto, tampoco esta doctrina goza de la fuerza compulsiva de los mejores argumentos científicos o filosóficos. Ciertamente, quien así piensa no lleva necesariamente todas las de ganar: hay tan buenas razones para sostener que Dios existe, como para suponer que no existe, o si se quiere, en ambas posturas hay un limitado grado de racionalidad como para hacer plausible sus respectivas tesis, pero no para triunfar. O, por el contrario, en ambas hay un limitado, pero suficiente grado de irracionalidad, como para hacer fracasar cualquier intento concluyente de prueba. 19. Puestas así las cosas, históricamente el hombre ha sido obligado a elegir entre uno y oro esquema de creencias; sus consecuencias han comprometido y comprometen todos los rincones de su vida: la pública, la privada y la íntima. La política, la moral, la científica, la filosófica y hasta la jurídica. Esta controversia jamás nunca resuelta y, por principio, imposible de resolver definitivamente en uno u otro sentido, puede desembocar en una contienda permanente, en un enfrentamiento físico e ideológico como, en efecto, según algunos, ocurrió en Chile en 1973. Para que esto no suceda parece que hay una sola opción: tolerarnos. 20. La tolerancia, es decir, la capacidad racional, emocional y moral para aceptar, considerar y respetar al otro y sus argumentos, a sabiendas que en este terreno no hay ni puede haber cosa juzgada, es uno de los valores fundamentales de los tiempos modernos, del cual sería locura abdicar. Desde luego tiene sentido y está en su derecho aquel que asumiendo alguno de estos modelos, pretende mantener su persona, su familia y aun su colectivo dentro del ámbito de sus valores y verdades. Así, el cristiano (o mejor, el católico) no sólo puede, sino que debe, intentar mantener, difundir y hacer cumplir, por decirlo de algún modo, su repertorio de creencias o verdades autorizadas. Dentro de su mundo está autorizado para enseñar su sistema normativo y cautelar sus intereses, siempre y cuando no interfiera con la libertad y la autonomía de las personas que en principio comparten sus creencias. Lo mismo ha de hacer, y quizás debe hacer, el que se encuentra al otro lado de la gran barrera, el partidario, llamémoslo así, de la ética civil. Pero lo que ni uno ni otro puede hacer -si aceptamos que somos seres racionales-es intentar imponer con presiones morales, jurídicas, políticas o psicológicas sus puntos de vista al que está al otro lado de la barrera. Lo único que aquí cabe es el diálogo, el debate pluralista en igualdad de condiciones y sobre la base, naturalmente, de la exposición de los mejores argumentos racionales posibles, la búsqueda conjunta de los acuerdos. En este sentido, la ética de inspiración cristiana tiene una excelente oportunidad, toda vez que sus propuestas cumplen con el requisito impuesto por el imperativo kantiano, al menos en lo tocante al tratamiento del prójimo a partir de nuestras propias conductas. Me parece que la dificultad, sin embargo, radica en lo siguiente: no se puede apelar a la "coacción" racional para aceptar los planteamientos morales del cristianismo a partir de los artículos de fe de carácter teológico. Se puede aceptar -y en mi opinión se debe aceptar por mandato racional- que "amar al prójimo" es bueno y que odiarlo es malo, sin necesidad de postular que Dios existe y Cristo resucitó. Es precisamente en este punto donde la tolerancia debe jugar su papel fundamental. Aunque para el cristiano consecuente no es posible dividir la cuestión porque lo primero (el principio moral) es consecuencia de lo segundo (el principio teológico), el no creyente puede perfectamente aceptar lo primero sin necesidad de cargar con lo segundo, con lo cual la vida civil igualmente gana y se perfecciona moralmente. La verdad es que hasta la fecha no se ha construido una ética alternativa a la cristiana con verdaderas posibilidades de triunfar. Es legítimo pedir una oportunidad para convencer, porque todos somos, al menos potencialmente, seres inteligentes y racionales, pero no es legítimo intentar u obligar a creer porque, en primer lugar, la creencia es un acto íntimo de la conciencia y, en segundo lugar, porque la creencia es un acto prerracional. 21. Por estos tiempos muchos pensadores postmodernos están intentando encontrar las bases procedimentales del debate racional que permita la exposición, consideración y posiblemente la elección de la mejor de las concepciones éticas, políticas y jurídicas. Creo que esta tarea se asemeja a los trabajos de Sísifo. Figúrense a Sísifo cargando su roca y ascendiendo la montaña con la secreta ilusión de triunfar, pero con la evidencia de su eterno fracaso. Tal es el destino del hombre respecto a la cuestión de la verdad moral; pero, contra todo, hay que imaginarse a Sísifo esperanzado y feliz. NOTAS 1 Cfr. Fassó, Guido: Historia de la Filosofía del Derecho, Vol. 1. Antigüedad y Edad Media. Edil. Pirámide, Madrid, 1982. 2 Cfr. Bentham, J.: Introduction to the Principles of Moral Legislation. Penguin Classics, London, 1987. 3 Cfr. el excelente trabajo de Leonardo Rodríguez Dupla: Deber y Valor, Tecnos, Univ. P. de Salamanca. Madrid, 1992. 4 Cfr. Ayer, Alfred: Lenguaje, verdad y lógica, Edit. Martínez Roca, Barcelona, 1971. Y Stenvenson, Ch. L.: Etica y lenguaje, Paidós. Barcelona, 1984. 5 Cfr. Küng, N.: ¿Existe Dios? Madrid. 6 Cfr. Ruiz de la Peña. J.L.: "La verdad, el bien y el ser. Un paseo por la ética de la mano de la Veritatis Splendor". Salmanticensis, Vol. XLI, Fase. 1, enero-abril, 1994. 7 Panneneberg, H.: Antropología en perspectiva teológica, Madrid, 1983. 8 Cfr. Ruiz de la Peña. J.L.: Id. 9 Cfr. Rescher, Nicholas: Rationality: A Philosophical Inquiry into the Nature and the Rationality of Reason, Clarendon Press, Oxford, 1988. 10 Cfr. Tierno Calván, E.: ¿Qué es ser agnóstico? Tecnos, Madrid, 1986.
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