ESTUDIOS FILOLÓGICOS, Nº 39, septiembre 2004, pp. 237-251
DOI: 10.4067/S0071-17132004003900015

 

 

Una incomodidad mayor: la resistencia melodramática de Isabel Leyzeaga

A greater discomfort: the melodramatic resistance of Isabel Leyzeaga

Mariana Libertad Suárez

Universidad Simón Bolívar, Depto. de Lengua y Literatura, Venezuela. E-mails: marisuarez@usb.ve, marianalibertad@cantv.net.
CIPOST, Universidad Central de Venezuela


 

A partir de la tesis expuesta por Josefina Ludmer en "Las tretas del débil" (1984), y tomando como anclaje el evidente contraste que existe entre la propuesta ético-estético-política de Isabel Leyzeaga y la recepción inmediata de su obra literaria, nos proponemos explorar el proceso de autodesignación llevado a cabo por la autora al momento de desarrollar su escritura, para así rastrear los recursos de objetivación que le permitieron abrirse un espacio en el campo cultural venezolano de mediados del siglo XX. De aquí que nos propongamos un acercamiento a sus dos novelas: Miga (1962) y Varias locas y yo (1955), entendiéndolas como parte de una gran propuesta literaria, que funciona como respuesta ante las exigencias del canon venezolano de la época y los sistemas de pensamiento que lo legitimaron.

Palabras clave: posición autoral, escritoras/escrituras, narrativa venezolana.


From the thesis exposed by Josefina Ludmer, in "Las tretas del débil" (1984) and taking as anchorage the evident resistance that exists between the ethical-aesthetic-political proposal of Isabel Leyzeaga and the immediate reception of its literary work, we set out to explore the process of self designation carried out by the author at the time of developing her writing, in order to track the objectivation resources that allowed to open a space for him in the Venezuelan cultural field of from the middle of the XX century. That is why we set out an approach to her two novels: Miga (1962) and Varias locas y yo (1955) understanding them as a part of a great literary proposal, that worke as an answer before the demands of the Venezuelan canon of the time and the systems of thought that legitimized it.

Key words: author position, writer/writing, venezuelan narrative.


I. ESCRITORAS AL SERVICIO DE SU CONFORMIDAD: A MANERA DE INTRODUCCIÓN

Aspirar es deseo de ascender, de alcanzar, de lograr algo
que está fuera de nuestro radio de acción; es poner nuestras energías
al servicio de nuestra inconformidad, de nuestro egoísmo,
y crearnos una serie de incomodidades, que nos llevan a una
incomodidad mayor, pero más alta en el orden social
(Isabel Leyzeaga, Varias locas y yo)

A mediados del siglo XX ­dado el agotamiento del imaginario nacional decimonónico­, la idea de modernización exigió al aparato simbólico que la estructuraba nuevas construcciones metafóricas capaces de crear un mapa nacional alternativo que produjera cierto efecto de inclusión o integración de determinadas subjetividades hasta entonces marginadas. Hubo, pues, un desplazamiento difícil de situar en un momento histórico preciso, pero que, producto ­entre otras cosas­ del nacimiento de la democracia como modelo ideal, se ha fijado convencionalmente en 1945. A partir de entonces, se posibilitó la explicación y adscripción de nuevas tipologías sociales, dentro de un mapa nacional aún en formación. Respecto a estas modificaciones imaginarias, Raquel Rivas Rojas propone:

Hacia el final de la década de los cuarenta se perfila en la narrativa venezolana un afán de ruptura con la tradición regionalista, que se encarna en historias de sujetos problematizados, cuyo recorrido ficcional puede ser leído como un puntual contrapunto a las trayectorias civilizatorias de las novelas galleguianas anteriores a Canaima. Un contrapunto que se expresa en la deriva, la dispersión, la fragmentación y la caída (...) Este momento de transición puede leerse, entonces, como el momento de las rupturas imposibles y los desarraigos utópicos (Rivas 2002: 1).

En otras palabras, la problematización se erigió como signo de las escrituras de estos años, no sólo por el incremento significativo de la población urbana y alfabetizada ­que, casi de manera natural, diversificó la ética y la estética de la narrativa venezolana­ sino además, por la irregularidad del proceso de modernización nacional, que supuso cambios favorables para una parcela de la población y empobrecimiento abrupto para otra. Además, trajo como consecuencia directa el develamiento de tipos sociales ­junto a su inevitable lectura ideológica­ ajenos hasta entonces al espacio urbano.

Un ejemplo claro lo representan las mujeres letradas, aunque no siempre escolarizadas, hijas, esposas o hermanas de figuras públicas que migraron a la ciudad, muchas veces sin haberlo elegido. Algunas de ellas participaban, de una u otra forma, del espacio público y merecieron ser explicadas en tanto sujetos políticos, sociales y simbólicos. Por ello, se les construyeron algunos lugares de participación ­en su mayoría ornamentales o auxiliares­ como el de "mensajeras" entre hombres que permanecían en la clandestinidad, el de "agregadas culturales" en la política, o el de "esfinges" en las revistas culturales, entre otros.

Ciertamente, estos nuevos lugares de participación no eran ni menos estereotípicos, ni menos reduccionistas que los ocupados por los sujetos femeninos durante las representaciones del siglo XIX; no obstante, como propone Torres-Pou, al hablar de la modificación de tipologías por demás esencialistas, muchas veces se elige una mirada externa ante otra, porque: "a pesar de los aspectos negativos del estereotipo es innegable que (...) goza de una mayor movilidad" (Torres-Pou 1998: 76).

A esto se suma que, en la Venezuela de mediados del siglo XX, la metamorfosis de la imagen del sujeto femenino ­a pesar de su lentitud­ no sólo se presentó como una consecuencia inevitable de la modificación del espacio social ocupado por la mujer, sino que además produjo conductas y modelos de comportamiento alternativos dentro de una sociedad en tránsito. De igual forma, estas nuevas imágenes llevaron al sujeto femenino, de ser un elemento puramente emocional e indispensable para la reproducción humana, a ocupar una posición limítrofe entre las condiciones de sujeto y objeto.

Cabe recordar que, para entonces, el paso de la Venezuela agraria a la Venezuela petrolera, la inevitable migración masiva del campo a la ciudad, la alfabetización y el acceso a la educación formal de grupos minoritarios, junto a los fenómenos civiles y políticos que se sucedieron como consecuencia ­entre los que cuentan, principalmente, el sufragio universal, el sufragio femenino, el código de menores y la ley del trabajo­ suscitaron representaciones discursivas otras, formuladas por subjetividades nacientes ­como las mujeres narradoras, por ejemplo­ inscritas desde hacía muy poco tiempo dentro del nuevo mapa nacional (Izaguirre Cáceres y otros 1983).

Asimismo, entre 1946 y 1956, muchas de las reivindicaciones que habían movido a las mujeres organizadas en las décadas anteriores ­a través del Correo Cívico femenino, la Asociación cultural femenina o la Asociación venezolana de mujeres, por ejemplo­ comenzaron a consolidarse. E inmediatamente, todo ello, aunado al desarrollo acelerado de los medios de comunicación ­en particular la radio y la prensa­ desembocó en una incorporación considerable de mujeres al espacio laboral, al tiempo que planteó una nueva relación de las venezolanas ­sobre todo aquellas de estratos socioeconómicos más altos­ con la palabra, consagrada en el ejercicio del periodismo (Izaguirre, Cáceres y otros 1983).

Este punto supuso que tanto la mujer letrada como su escritura devinieran en entes difícilmente clasificables que no podían ­por las razones que veremos más adelante­ ni ocupar el espacio de un discurso canónico, ni ­dado su volumen y frecuencia­ ser obviados. Al proponer las causas de esta contradicción, Juan Carlos Rey (1983) afirma:

De acuerdo a un difundido mito desarrollista según el cual la discriminación de la mujer en Venezuela, o al menos en sus formas más toscas, burdas o "tradicionales", es el producto de la falta de desarrollo (...) la verdad, sin embargo, es que en nuestro país los patrones de estratificación "tradicionales" y "modernos", lejos de ser antagónicos y mutuamente excluyentes, no sólo coexisten, sino que frecuentemente se funden (Rey 1983: 370).

Obviamente, las tensiones producidas por los dos estereotipos de género superpuestos hicieron que la resemantización de este cuerpo ­cargado de pasiones y posibilidades de reproducción­ resultara algo más que compleja, pues no sólo contenía el quiebre de una tradición sino, además, la apertura de una oportunidad de reflexión, argumentación y pronunciamiento femeninos que llevarían ­indiscutiblemente­ a la construcción de una subjetividad propia. Lo escabroso del proceso se tradujo ­al menos en parte­ en la normatización y regulación de la nueva escritura femenina, es decir, en la constitución imaginaria de la mujer-escritora y en un intento desmedido de delimitar ­tal y como había ocurrido cuando iniciaron la participación política­ su espacio dentro de la máquina cultural.

Entonces, en el imaginario de las letras venezolanas se rescató la figura de la dama-poetisa del intersiglo, que no sólo fue construida una y otra vez por las voces autorizadas dentro de las revistas literarias de mayor circulación, sino que, además,
era blanco de los sabios consejos públicos que la llevarían a "mejorar" su escritura. Claro ejemplo de ello pueden ser las críticas elevadas hacia La mujer del caudillo, de Nery Russo; Guataro, de Trina Larralde, o Tres palabras y una mujer, de Lucila Palacios, tanto en la Revista Nacional de Cultura como en Billiken o el diario La Esfera, donde ­entre los años 1945 y 1955­ se aconseja a las autoras la reducción de puntos suspensivos, el abordaje de temas particulares en sus obras y la representación de la naturaleza, entre otras cosas.

Esta intención didáctica que recuerda a las autoras la obligatoriedad de ocupar el espacio prediseñado para ellas ­además de un claro intento regulador de los discursos nacientes­ deja en evidencia la angustia que suponía el surgimiento de un relato estructurado desde una subjetividad no mestiza, no masculina y no burguesa, en esa nueva nación. Por ello, a los consejos que presentan los críticos ­tales como Mancera Galleti, Luis Yépez o Angel Fuenmayor­ solían añadirse alusiones a la incapacidad femenina de escribir "correctamente" sin asesoría previa1. Como diría Josefina Ludmer al hablar de Sor Juana Inés de la Cruz: "Saber y decir, demuestra Juana, constituyen campos enfrentados para una mujer, toda simultaneidad de esas dos acciones acarrea resistencia y castigo" (Ludmer 1984: 48).

Aún más, todavía a finales del siglo XX y comienzos del XXI se manejan dentro de la crítica dirigida a las narraciones de mujer de esos años algunos elementos residuales de este proceso de reducción de las escrituras alternativas. No por casualidad, al hablar de las autoras venezolanas en este período histórico, Ana Teresa Torres y Yolanda Pantin (2003) proponen:

Es bastante notable en toda la producción que venimos relatando la incapacidad de las autoras en la profundización de los personajes. Las narraciones son largas descripciones y enumeraciones, recuentos de lo observado, que dejan la permanente espera de que emerja algo (...) Describen la vida de mujeres felices o infelices, intentando aproximarse a resoluciones textuales que no se hacen presentes (Torres y Pantin 2003: 73).

Claramente, aún muchos años después, las aproximaciones críticas no dialogan con las obras escritas, sino que prescriben las obras que deberían existir, con lo cual refuerzan el carácter subliterario de la narrativa de escritoras de esos años. La indefensión de la mujer se superpone entonces a la representación de la dama. Sin duda, la recuperación de esta figura estereotípica ­que llega, incluso, a rozar los límites de lo arquetípico­ resulta, cuando menos, curiosa; sobre todo, si se tiene en cuenta su disonancia en medio de la conmoción nacional, el ingreso inesperado de la mujer al sistema educativo y la creación de múltiples espacios de participación femenina.

Por eso, una de las primeras preguntas que surgen al ver la proliferación de escritoras melodramáticas es la raíz de esta curiosa negociación, que le permitió al canon cultural y a los intelectuales orgánicos de la modernidad reducir a imagen/rostro/estatua ­y, al menos en apariencia, a los límites de la incorporeidad­ a un grupo de mujeres escritoras que, a su vez, se valió de esta cosificación para desplazarse del lugar de la mujer "escrita", al de la mujer que escribe, y desconocer, bajo la aparente distancia simbólica de su imagen y su entorno, la máquina cultural que le dio origen.

El costo de este pacto cultural sin duda estuvo signado por la violencia pues, por una parte, supuso la omisión por decreto, dentro de la Historia de la literatura venezolana2, de cualquier texto escrito desde esta posición autoral o, lo que es aún peor, la negación de la existencia de cualquier discurso disidente frente a las ficciones desarrollistas en la década de los cincuenta en Venezuela. Al tiempo que le costó al canon, la presencia continua y constante de un elemento cuestionador de la norma estética que, si bien nunca fue capaz de desestabilizarlo, se infiltró en el campo cultural y puso en duda sus alcances discursivos e ideológicos.

La agresividad del pacto parece aún mayor si se tiene en cuenta que, ­de manera simultánea a la recuperación de la posición autoral de la poetisa del intersiglo, y muchas veces empleando como espacio el cuerpo de una misma escritora­, con un gesto no menos autoritario, se construyeron también los lugares de las nuevas narradoras. Por ejemplo, a un grupo reducido se le concedió el beneficio de la duda y se le dio la oportunidad de construir ficciones donde se reprodujesen los estereotipos, las historias y el estilo de la Novela de la Tierra, mientras que a otro colectivo ­a pesar de su participación activa en la política nacional­ se les circunscribió nuevamente a la estética melodramática3.

Como suele ocurrir dentro de estos procesos sobreabarcantes cuya finalidad es la homogenización de un imaginario mapa nacional, el consenso respecto a la figura de la nueva mujer escritora nunca se concretó. Por el contrario, al intentarlo se produjo una serie de tensiones y contradicciones, que fueron evidenciadas ­muchas veces­ por las mismas autoras. Estas ­bajo una engañosa obediencia y una aparente resignación a ocupar el lugar que les había sido asignado­ no sólo cuestionaron el tejido discursivo que les daba lugar en las letras venezolanas sino que, además, pusieron en entredicho el proyecto de nación que reducía su escritura y su imagen a un estereotipo.

Dentro de nuestra historia literaria, uno de los ejemplos más elocuentes de este desplazamiento lo constituye la escritora/escritura4Isabel Leyzeaga, quien, por medio de un diálogo entre su proceso de autodesignación e interpelación, su poesía y su novelística, logra hilar una propuesta ético/estética donde la forma y el contenido de sus obras se hacen indisociables y donde, además, se establece una clara posición frente al proyecto nacional, el discurso estético dominante y las instituciones que lo han legitimado.

II. UNA PARADOJA MUDA Y DESINTERESADA: LA INVERSIÓN GENÉRICA EN VARIAS LOCAS Y YO

Señorita Viviana ­dije­ ¿sabe usted cuánto agradezco la confianza
que en mí ha depositado? Ojalá mis servicios le puedan ser útiles.
Considéreme un amigo mudo y desinteresado. Puede estar segura de que
lo comunicado por usted no saldrá de mis labios (...)
Ella sonrió a medias y entonces comprendí que había dicho una tontería
repitiendo una de tantas frases hechas, de las novelas que había leído.
(Isabel Leyzeaga, Varias locas y yo)

A comienzos de los años cincuenta, paralelamente a la publicación de sus poemas, Isabel Leyzeaga inicia el proceso de autoescritura: presenta frente a los versos un rostro y, con ello, hace de su imagen física parte de la producción estética que sale al mercado. La imagen que precede su poemario bien pudiera ocupar una de las crónicas sociales del diario La Esfera, en cuya página literaria (1949) alguna vez se pronunció esta autora; no obstante, el texto que sigue no anuncia ni su matrimonio ni los peinados de moda, sino que pretende ser una obra literaria cuya estética bien pudiera inscribirse en la tradición de las autoras del intersiglo.

El correlato de la imagen es su autopresentación, que surte un efecto casi inmediato en la crítica. No en balde, en la Revista Nacional de Cultura (1951), cuatro años antes de publicar su primera novela, Angel Fuenmayor afirma:

Con un pórtico de Luis Augusto Arcay y una presentación de la propia autora, se nos manifiesta esta poetisa, Isabel Leyzeaga ­gentilicio de origen vasco­, firma casi desconocida en el campo activo de nuestros talentos femeninos. Antes de los versos, nos ofrece su vera-efigie, y en sus rasgos fisonómicos descubrimos las características del beso de Apolo y la justificación del título de su libro. (Revista Nacional de cultura 1951: 241).

Más adelante, añade:

Creemos que esta poetisa debe (...) fortalecer esas energías dormidas que se estremecen en su poesía y, dispersando a gritos de corazón las sombras que la inmovilizan, lanzarse valiente a nuevas obras que seguramente le darán un puesto destacado en la literatura venezolana. (Revista Nacional de cultura 1951: 242).

Este tipo de aseveraciones a propósito de la escritora/escritura Isabel Leyzeaga ­en compañía o no de algunas reflexiones en torno a su poesía­ se harán frecuentes con el paso del tiempo, aún más cuando la misma autora seleccione cartas de presentación, comentarios de voces autorizadas y algunos de sus retratos para preceder las novelas que posteriormente publicará. Serán entonces una compañía obligada de sus textos su fotografía, una nota de algún crítico reconocido donde se afirme que se trata de una joven que "está aprendiendo a escribir" o, en su defecto, algún comentario propio o prestado que adscriba su escritura a algunos de los sistemas de pensamiento canonizados por la intelectualidad venezolana de los años cincuenta.

Por ejemplo, al poco tiempo de publicada su primera novela Varias locas y yo (1955), Víctor Hugo Escala (1955), en la "Nota biográfica" de El Universal, afirma:

Este secreto romance sirve a la cultísima Isabel Leyzeaga para urdir una novela-diario: "Varias Locas y Yo", desmenuzando y haciendo la autopsia espiritual de esas vidas provincianas, en cuya sencillez surgen conflictos de amor y desesperación, que se llega a conocerlos a través de diálogos y monólogos de ingenua filosofía. (El Universal, 1955: 51).

El juicio sobre la pasión, la cercanía a la emocionalidad y la ingenuidad de la escritora/escritura Leyzeaga se extiende progresivamente junto a su obra y, a propósito de ello, surge una serie de consejos públicos ­que si hubieran llegado a ser privados, la autora igualmente hubiera sacado a la luz pública­ sobre la manera correcta de ser una escritora melodramática; no obstante, al trascender la mirada objetiva que se detiene sólo en la estética de Varias locas y yo, no resulta demasiado complicado notar que esta novela no se agota en su patetismo, sino que contiene un fuerte significado político.

El posicionamiento ideológico de esta escritora/escritura frente a su entorno se hace evidente desde la elección misma de la perspectiva narrativa Varias locas y yo. Al estructurar un texto en primera persona5, Isabel Leyzeaga confiesa que el discurso articulado en la novela no contará con la omnisciencia exigida para aproximarse al canon de la Novela de la Tierra, tanto menos para presentar una obra que contenga un modelo de nación. Desde las primeras páginas, Leyzeaga dejará claro que ­como corresponde a una señorita valenciana­ contará una historia personal, melodramática y ajena a los hechos históricos más trascendentes.

Pero, sorpresivamente, la estructura de novela-diario no consigue aislar la obra del debate teórico de su época. En Varias locas y yo son reconstruidos ­o, en muchos casos, apelados con fines deconstructores­ algunos de los tópicos tradicionales de las ficciones populistas desarrollistas de mediados del siglo XX. Uno de los primeros es la clásica oposición habla culta/habla popular, que si bien en algún momento estuvo destinada a reforzar la dicotomía civilización/barbarie, ya a mediados de los años cincuenta fue manejada como una posibilidad de integración en el mapa cultural, siempre y cuando ­claro está­ (pre)dominara la voz letrada en esta fusión.

De allí que en las ficciones de estos años ­además de la reproducción performativa del habla de los campesinos, que debía transformarse hasta desaparecer, una vez concluido el proceso de educación­ no faltaran coplas, décimas o cantos tradicionales insertos en medio de un discurso organizador, cuyo fin último consistía en crear una ilusión de uniformidad indispensable para la modernización nacional.

Curiosamente, en la obra de Leyzeaga el movimiento de representación del habla es justamente el inverso. En esta novela, un sujeto periférico ­que a pesar de su gusto por la lectura no puede ser considerado un estereotípico representante de la institución escolar­ se encarga de organizar las voces y los diálogos en torno a los sucesos históricos "realmente importantes", otorga la voz a uno u otro personaje y, lo que es aún más llamativo, deja prácticamente sin palabras a Desiderio, el estereotipo del sujeto civilizador y fundador de naciones.

Este último personaje, a pesar de ser el elemento productor de la familia, la única posibilidad de progreso para el grupo y una suerte de héroe dignificador de doncellas, no tiene oportunidades claras de expresarse y ­tal y como hubiera correspondido a los sujetos marginales en escrituras más cercanas al canon­ sólo es mencionado por el resto de los personajes, quienes, además, deciden su futuro. Desiderio ­sin saberlo­ permanece al margen del debate central de esta historia. Divaga por el espacio ficcional, sin tomar parte, mientras se deja en claro si es o no hijo de don Lucio, si debe ser considerado un hombre autoritario o si su prima Viviana debe o no casarse con él.

A todo esto se suma otra particularidad: la voz de un hombre. Isabel Leyzeaga propone como voz narrativa de esta novela-diario la de un varón, cuya seña de identidad principal radica en ser hijo de una costurera6. Además, este personaje, a lo largo del texto, es sometido a una serie de situaciones iniciáticas, tales como el enamoramiento, la oposición materna a la relación deseada, el despecho, el viaje involuntario y la pérdida del amor en brazos de otro. La manera como Felipe resuelve estos conflictos, de una u otra manera, lo traslada hasta el lugar de la heroína melodramática.

Aún más, a lo largo del texto, este personaje aparentemente masculino confesará su incapacidad narrativa y organizativa, su imposibilidad de comprender el tiempo y el espacio, su dependencia materna y hogareña, al tiempo que esperará la imposible declaración de amor de parte de Viviana, quien ­como si se tratase del príncipe azul de los cuentos de hadas­, por una parte, pertenece a una esfera socioeconómica inalcanzable para él y, por otra, permanece ocupada en la superación de sus peripecias.

La inversión de los roles tradicionales de género llega al extremo cuando la autora convierte al hombre protagonista en una figura económicamente dependiente de la mujer amada. Viviana, como su patrona, en algún momento de la historia confiesa que el trabajo para el que contrató los servicios de Felipe no existe, y que realmente lo que espera de él es que cuide de don Lucio, su padre anciano. Como correspondería al hombre productor, Viviana le dice a Felipe:

esto me ha hecho entregar con más ahínco a mi trabajo del cual necesito sobremanera (...) en cuanto a la enfermedad de mi padre, los médicos no han podido precisarla. Casi todos dicen que no tiene nada pero que necesita vigilancia. Eso es lo que deseo de usted, que no lo pierda de vista durante todo el día, para así poder disponer de mi tiempo. (Leyzeaga 1955: 35).

A partir de entonces, y al mejor estilo de las doncellas que pueblan las ficciones domésticas del siglo XIX, Felipe no sólo cuidará del viejo, sino que además será el portador de los secretos de doña Luisa, una anciana que en su condición de loca de la familia permanece aislada en una habitación; será el objeto del deseo de Elena, la prima y antagonista de Viviana; y, constantemente, reconocerá su indefensión ante las circunstancias no elegidas que lo han llevado a permanecer en el adentro de esa casa.

En otras palabras, Felipe ocupará el lugar predefinido de la heroína melodramática, estará en medio de un triángulo amoroso y empleará la elaboración de un diario íntimo como espacio de pronunciamiento; sin embargo, presentará otra pequeña contradicción ­por demás elocuente­ al momento de enfrentarse a un discurso poético que bien pudiera ser desprendido del poemario de Isabel Leyzeaga, Desde mis sombras (1950).

Casi al final del relato, Felipe conversa con Rosa ­quien es presentada por él mismo como una "bella mujer"­, y mientras ésta le recita un poema él sólo logra entender el verso "para diluir en sombras su fulgurante sueño". La asociación inmediata con la pérdida de Viviana le causa una conmoción incontrolable que lleva a Rosa a presentarle otro poema, titulado "Eros, visita el monte de la Fócide". Aunque el mismo no llega a ser leído, su calificación de "cursi" se hace de manera explícita en la novela:

En aquel momento Hugo, quien se había despedido, pasó a nuestro lado y dirigiéndose a mí, exclamó:

­¡Cuánto le envidio, joven! cuerpo de Hércules, faz de Apolo y una musa al lado... ­ Hizo una inclinación de cabeza a Rosa, y sonrió
(...)

­¡Jac! ¡Tan cursi! Siempre citando nombres de la mitología pagana para darse importancia.

No quise recordarle cómo ella hacía lo mismo, puesto que me había hablado de su poema: "Eros, visita el monte de la Fócide". (Leyzeaga 1955: 44).

Lo más interesante de este pasaje radica en su ironía. No sólo por el hecho de poner en boca de la poetisa el calificativo "cursi", sino porque además Felipe ­pese a su condición de heroína melodramática­ resulta incapaz de pactar estéticamente con la escritura de Rosa. Asimismo, la poetisa construida por Leyzeaga no sólo es un personaje absolutamente periférico dentro de la novela, sino que además cobra una importancia relativa en el último texto del diario cuando Felipe la incluye entre las muchas circunstancias no elegidas con las que pudiera casarse: "Me casaré con la primera mujer que me acepte. ¡Ah! Y ¿por qué no? Parece que a Rosa no le disgusto". (Leyzeaga 1955: 148).

Si bien al hablar de Rosa no hay referencias directas a la poesía de Leyzeaga, el verso leído y el título mencionado ­al igual que la extraña pertenencia de un sujeto femenino a un espacio de productividad intelectual y material­ bien pudieran acercar este personaje a la autora; de aquí que no sea demasiado arriesgado pensar en este pequeño guiño, que no altera en nada el transcurso de la historia, como uno de los tantos elementos que evidencian, en la escritura general de Leyzeaga, el tránsito del espacio de la mujer "escrita" a la mujer que escribe.

De hecho, hacia el final del mencionado pasaje se desarrolla otra escena donde ­nuevamente­ la poetisa hermosa y cursi hará gala de su racionalidad y comprenderá, sin ninguna alteración anímica, que Felipe se despida sin dar ninguna explicación, turbado y con ganas de llorar. Aún más, mientras que ella expresa un comentario tranquilizador, el personaje masculino quedará con una sensación incontrolable de inestabilidad: "Cuando ella, después de estrechar mi mano, se alejó y me sentí solo entre el ir y venir del gentío, me asaltó el deseo de abrazarme a un poste y de llorar; de interrogar a cada transeúnte: oiga señor, ¿ha amado usted alguna vez sin esperanzas?" (Leyzeaga 1955: 146).

Así pues, la compañía de la poetisa se convierte en imprescindible apoyo para Felipe, pues ella trae consigo el soporte racional del que carece el protagonista. Por otra parte, estas contradicciones identitarias ­producidas, además, por atribuir a un personaje masculino el perfil de una heroína melodramática­ se encuentran dentro de la estructura de un diario íntimo. Sin duda, el hecho de elegir esta forma para presentar el texto casi de inmediato relaciona la obra de Leyzeaga con una apuesta por la construcción de una subjetividad; no obstante, en Varias locas y yo ocurre todo lo contrario.

En esta escritura se evidencia un proceso de desorganización de lo simbólico, que lleva a Felipe a desarticularse hasta el punto de hablar, en el último apartado de la obra, de sus múltiples "Yoes". Instancias que se superponen constantemente, y que le dificultan tomar la decisión más importante de su vida: con quién contraer matrimonio.

La noche de Año Nuevo, alegre para otros, no lo es ya para mí. Mas, como todo tiene su compensación en este pobre mundo, esta noche ha sido de grandes decisiones impuestas por este otro Yo que va a dar fin a este cuaderno, testimonio y testamento del romántico que había en mí. Todo lo explicará esta frase que fue veneno, muerte, infierno para el "Yo" que sepulto:

0000000000000000¡Viviana se casa con Desiderio!

He cometido una equivocación y me impondré un castigo:

Me casaré con la primera mujer que me acepte (...) No, no me casaré hasta haber encontrado la mujer que me convenga, la que pueda ayudarme a conquistar la elevación ansiada. (Leyzeaga 1955: 148).

Este dilema ­que no sólo banaliza, al menos en apariencia, la propuesta ética de la novela, sino que además acentúa la desestructuración de los estereotipos de género y clase tan difundidos al momento de la publicación de esta obra­ pareciera estar acorde con el proceso de autoescritura de Leyzeaga ante su entorno. Pues si bien es cierto que en 1955 ­es decir, en plena dictadura y en medio de un afán de modernización del pensamiento­, el gesto de presentar, como final de una novela ejemplar, una disertación sobre el matrimonio, más aún en boca de un personaje masculino, pudiera traducirse como un intento consciente por fundir elementos aparentemente irreconciliables desde la lógica de la modernidad; también lo es que el desconcierto producido por este hecho pudiera leerse como una evidencia más del desconocimiento de la realidad por parte de la autora.

En otras palabras, Isabel Leyzeaga, si bien pudiera estar jugando a romper moldes conductuales a diestra y siniestra, al reforzar la idea de ingenuidad tejida sobre ella ­dada su procedencia socioeconómica, su corta edad y, por supuesto, su condición de mujer­ no sólo provocará otra serie de comentarios que le permitirán seguir siendo el centro de atención de la crítica literaria, sino que además obtendrá el permiso tácito de seguir subvertiendo el orden sugerido para las ficciones de su época.

De hecho, la tendencia a la trasgresión de la escritora no sólo fue justificada por parte de la crítica de Varias locas y yo, sino que además intentó ser explicada. Por ejemplo, en el Indice Literario, de El Universal, en el año 1955, a propósito de la sobremocionalidad de las obras de Leyzega, Luis Yépez señala:

La diferencia integral (...) es justamente lo que sorprende en la voz y el matiz de la melodía. La mujer sonríe cuando habla y expresa una serie de colores en las palabras que evidencian la emoción. No deseo hacer un análisis de esa diferencia, porque ella es natural y la explicación es obvia. ¿Temperamento? ¿Mayores vibraciones del simpático? El secreto de la tierra está siempre vigente en la biología de toda mujer. (Yépez 1955).

Meses más tarde, Lucila Palacios ­una de las pocas mujeres que opina sobre la obra de Isabel Leyzeaga al momento de su publicación­, en una posición si se quiere reactiva, escribe un texto especial para El Nacional. En él afirma que "El libro de Isabel Leyzeaga de Padilla no es un cuadro familiar ni romántico exclusivamente. Allí se trata de tipos humanos especiales. Es decir, figura una familia en la cual predomina la neurosis" (Palacios 1955: 1). Este intento por convertir la obra de Leyzeaga en algo racionalmente valorable no tiene demasiado eco. Al menos no en la inmediata publicación de Varias locas y yo.

III. A TRAVÉS DE UNA ZANJA DE IGNOMINIA: LA IRRACIONALIDAD SIBVERSIVA DE MIGA

Lo vi avanzar hacia mí y tambalearse en su lento andar,
mientras con voz ahogada pronunciaba una palabra, tan baja,
tan sucia, tan deprimente a pesar de no contener más de dos sílabas,
que me sentí caer en ella como en una zanja de ignominia.
Mi padre consiguió llegar a pocos pasos de mí (...)
y la tiniebla del olvido bajó sobre mi mente.
(Isabel Leyzeaga, Miga)

A pesar de ello, a partir de la escritura de Miga (1962), su segunda novela, el proceso de autoescritura de la autora presenta un pequeño desvío. Casi una década después, pero pareciendo tener siempre presente la conmoción provocada por un texto absolutamente afectivizado en la crítica venezolana de los cincuenta, Leyzeaga publica otra narración, también estructurada en forma de diario, pero desde una perspectiva femenina. En esta obra, desde las mismas páginas preliminares, la escritora deja clara su intencionalidad de romper las fronteras del texto y dialogar con sus afueras.

Para prometer que se mantendrá al margen de la truculencia, Isabel Leyzeaga precede su novela de las opiniones de P. Pedro Pablo Barnola, quien se desempeñaba como Presidente de la Academia Venezolana de la Lengua, y del poeta José Ramón Medina. En sus apreciaciones, ambos aseguran que Miga es una obra escrita desde la racionalidad y las convicciones ideológicas y, por tanto, "responde a los requerimientos propios de una época y de una realidad venezolana bien comprendida y mejor sentida" (Leyzeaga 1969: 7).

Además, en estas notas preliminares Leyzeaga se dirige directamente al lector, y ­con el supuesto propósito de ocupar uno de los lugares dispuestos para ella en su condición de escritora/escritura­ habla desde su aporte a "el mejoramiento de nuestros sistemas sociales" (Leyzeaga 1969: 5) y de su deseo de llevar "un mensaje a las clases humildes y sufridas, sobre todas, a la del campesinado venezolano" (Leyzeaga 1969: 5). Aunque a primera vista las afirmaciones de la autora pudieran parecer muy serias, no es precisamente sutil la ironía que representa hablar de una novela escrita para el campesinado venezolano cuando el alto índice de analfabetismo de este contingente era uno de los mayores problemas que aquejaban a la intelectualidad venezolana de la época. Y, sin duda, el gesto se torna aún más sarcástico cuando, tras leer esta declaración de intenciones, el lector se encuentra con una obra narrada en su totalidad por Dilia, una mujer urbana, de clase alta, que dedica todos los esfuerzos a reconstruir sus desventuras amorosas con su primo.

Pero lo que tal vez desarticule de manera más ruda el pacto de racionalidad establecido por la autora es el contexto histórico donde se ubica la obra. Esta historia de amor frustrada, donde además de un universo maniqueo hay intereses, usura, decepción, infidelidad, hijos ilegítimos, criadas asesinas, damas de alta sociedad y hombres que se infartan por la pérdida de la virginidad de sus hijas, se desarrolla justamente en el período de transición política entre el gobierno de Juan Vicente Gómez y el de Eleazar López Contreras.

Es decir, Miga constituye un melodrama ­en el sentido más estricto y radical del término­ que se desarrolla en un período de la historia de Venezuela donde la necesidad de nombrar y organizar las masas migratorias que llegaban a la ciudad había hecho de la productividad y la racionalidad dos elementos irrenunciables para la adquisición de la ciudadanía. De aquí que el gesto subversivo de Leyzeaga no sólo parezca querer atentar contra los discursos fundacionales de mediados del siglo XX, sino también contra todos aquellos relatos ideológicos que les dieron origen. Basta con leer los dos primeros párrafos de la novela:

Esta noche, luego de sufrir una de esas crisis tan frecuentes en mí, después de haber salido del sanatorio, siento tan clara mi memoria como el pozo de un río cuando la creciente lo ha liberado de impurezas y, límpido, se pone a copiar el paisaje nocturno.

Estoy casi tranquila. Si no fuera por esos vampiros que revolotean incansablemente sobre mi cabeza, esos vampiros de alas siniestras, cuyo negro zigzaguear sombrea la luz morada de mi lámpara, esos vampiros que hacen más noche mi noche, más borroso el recuerdo, más largo el tiempo, más terrible el insomnio. (Leyzeaga 1969: 9).

Al leer este comienzo, se hace obvio que el tono argumentativo que prometía acompañar las páginas del libro no será el que rija esta narración. Al contrario, en Miga, cualquier intento de presentar un discurso lógico será desarticulado por la presencia de Dilia, personaje que encarna una suerte de otro absoluto. A lo largo de todo el texto, Dilia se define desde lo que no es, y, al tratar de estructurar su identidad desde las voces que la circundan, recuerda lo que todos esperaban de ella: su madre ­un elemento ausente de su historia­ deseaba que fuese una niña; su padre ­el símbolo mayor de la tradición en esta novela­, que fuese un niño; Pedro Rojas ­el amor de su vida y prototipo del luchador por el progreso de la nación­, que se convirtiera en una adepta a la causa; Eusebia ­una suerte de figura maternal que atraviesa toda la historia sin casi decir palabra­ espera que sea una digna portadora del apellido "Pontes".

La protagonista, poco a poco, logra desvanecer todos los espacios que habían sido preparados para ella y decide, finalmente, no ser. Hecho que le permitirá desarticular todos los discursos estructurados tanto en favor como en contra del progreso, la tradición y la idea de nación. Una de las notas más irónicas a este respecto tal vez se encuentre en la relación de Dilia con su primo Pedro Rojas.

Este personaje masculino calza a la perfección con el perfil mesiánico del sujeto letrado. Al igual que buena parte de los personajes que se adaptan a este estereotipo, Pedro vuelve al campo tras una larga ausencia, porque ­según sus palabras­ tiene "una alta misión que cumplir". En los primeros diálogos que establecen, se reproduce la línea divisoria ­tan clara en esos años­ entre la razón y la pasión. De hecho, tras haberle confesado a Pedro su fe en la dimensión espiritual del ser humano, Dilia reflexiona:

Me interrumpí al observar una mueca sarcástica en el rostro de mi interlocutor. Comprendí que estaba a punto de soltar la risa a oír tal exposición de conceptos tan distantes de la doctrina socialista. Quise enmendar mi error, y las palabras se anudaron en mi garganta (...) Me sentí abochornada de la terrible ironía tejida en el conjunto de elogios recordados ahora, cuando tenía más necesidad de verdadera instrucción, de memoria e inteligencia. (Leyzeaga 1969: 94).

La superioridad moral e intelectual atribuida en esta escena al personaje de Pedro Rojas, puede llevar a suponer que está por comenzar el anhelado proceso formativo de la protagonista; no obstante, en Miga, este diálogo marca el inicio de una relación puramente emocional. Ciertamente, Rojas piensa que Dilia no es demasiado inteligente, ni productiva, y que no está suficientemente formada en la doctrina; a pesar de ello, decide fortalecer el nexo que los une, y permite que la irracionalidad de la "señorita" determine sus vínculos.

Entonces, se producirá nuevamente en una obra de Leyzeaga la asociación de elementos lógicamente irreconciliables en un solo personaje, que ­una vez más­ llevará a la desarticulación de todas las subjetividades herméticas que circulan por esta ficción. El clímax de la desestructuración de Pedro Rojas se alcanza una de las pocas veces que se le permite decir en el texto:

­Pongo a Dios por testigo de que te quiero tan intensamente, que desde ahora te seguirá mi amor como tu propia sombra e irá más allá de mi muerte, persiguiéndote hasta la eternidad. Si mi destino es perecer en la empresa donde he concentrado mis esperanzas, quiero seguir viviendo en tu memoria, y si ésta me borrara para dar cabida a otra imagen, deseo que en esa otra me veas a mí. (Leyzeaga 1969: 121-122).

Estas aseveraciones, aún más en boca de un personaje tan fiel a la figura del verdadero líder popular, resultan tan asombrosas como la cercana declaración de su fe en el Dios cristiano. Igualmente, el hecho de que en la novela sólo se hagan alusiones directas al discurso socialista desde la articulación de una mujer débil, improductiva y recién salida de un manicomio pareciera completar el propósito deconstructor de la autora; no obstante, hay un mecanismo empleado por Leyzeaga en esta novela que acaba por unificar buena parte de los elementos de su propuesta caótica: el título.

Al hablar de una Miga, más que referirse a uno de los pequeños fragmentos que ­como afirma Dilia en la obra­ constituyen un todo, Isabel Leyzeaga pareciera estar aludiendo a los pedazos resultantes de un desmoronamiento. Pedazos que, además, nunca más podrían ser reunidos sin que se hiciera obvia su fractura previa. En otras palabras, al darle este título a la novela, Leyzeaga estaría apelando a la idea residual que bien pudiera definir tanto su escritura, como la de sus textos, y ­con ello­ estaría abriendo un acceso entre el afuera y el adentro de la ecritura.

Tal vez por ello resulta muy iluminadora la alusión al título que aparece en uno de los últimos apartados de la novela. Dilia afirma: "Diré como Pedro Rojas: "Tengo una alta misión que cumplir" (...) Dedicaré el tiempo que me queda en la tierra a diluir mi Yo en el "Nosotros" (...) aunque a sus ojos mi esfuerzo no sea más que una miga del pan universal en la igualdad cristiana". (Leyzeaga 1969: 158-159).

Esta última declaración pareciera reafirmar el carácter político de Isabel Leyzeaga como escritora/escritura menor que no sólo dialoga con el canon de su época, sino que además intenta hacer colectiva su mirada individual. Todo ello, trasladando ­por medio de la desarticulación subjetiva­ la voz organizadora de la nación y la modernidad a un espacio periférico, donde cada grupo se convierte en varios individuos, y cada todo vuelve a tornarse un conglomerado de pequeños pedazos.

NOTAS

1 A este respecto son sumamente elocuentes las reflexiones de Orlando Araujo (1988) o las de Angel Macera Galleti (1958) ­por mencionar sólo algunas­ quienes aseguran que sólo existen dos autoras, Teresa de la Parra y Lucila Palacios, capaces de escribir "correctamente", mientras que las otras escritoras de la época ­entre quienes se encuentran Blanca Rosa López, Mercedes López León o Dinorah Ramos­ deberían haber modificado su escritura para parecerse a ellas.

2 Bastaría la lectura de casi cualquier manual escolar para leer la reiteración de la idea de que en la década de los cincuenta, en Venezuela, sólo tuvieron cabida las ficciones regionalistas, que apostaban por la configuración monolítica de la nación; no obstante, resultan más elocuentes, para acercarnos a la figura de Isabel Leyzeaga, algunas referencias donde se afirma explícitamente que no hubo renovación ni propuesta estética alguna en la novela de mujer producida en ese espacio tiempo. Al respecto, Orlando Araujo (1988) afirma: "No se ofenda nadie, pero ninguna de mis amigas escritoras ­arbitrariamente metidas en un mismo saco, lo reconozco­ han logrado todavía ir más allá de Teresa de la Parra; y creo que es porque han agarrado a lo más perecedero, o marginal, o en todo caso extraliterario y relativo de la escritora: eso que llaman literatura "feminista". Luego añade que estos textos bien pudieran cumplir una función catártica en los estados de abandono.

3 Ciertamente, si se tiene en cuenta el proyecto ético/estético canonizado al momento de publicación de las novelas de Leyzeaga, este resurgimiento del melodrama puede resultar altamente disonante; sin embargo, una de las hipótesis que podría explicarlo ­al menos parcialmente­ radica en lo que era la escritura popular y de mujer, en la Europa de esos años. Según Jean Marie Thomaseu: "También tuvo lugar un renacimiento del melodrama en 1940, y aún durante la ocupación alemana (...) Se diría que, tal como ocurrió a lo largo de toda su historia, el melodrama ­siempre estrechamente imbricado al tejido social­ volvía a gozar del favor público en las épocas de crisis sociales y nacionales, en momentos en que los valores se redefinían y en que se volvía a experimentar el gusto por los contrastes marcados y la necesidad de una creación mítica y compensatoria" (149). Es decir, el proceso de fundación nacional que vivía Venezuela bien pudiera haber sido una de las causales de la reacción melodramática dentro de las escrituras, si se quiere, periféricas.

4 Esta noción, que supone el proceso de autoescritura de las autoras latinoamericanas como estrategia de legitimación dentro de su campo cultural, fue la hipótesis central del seminario: Escritoras/escrituras. La autora latinoamericana entre dos siglos, dictado por Eleonora Cróquer, durante el período abril-julio de 2003, en la Universidad Simón Bolívar. En este espacio de debate, la sobrecodificación de la imagen y sobreafectivización del discurso se planteó como una de las tantas tretas de las autor(a)s latinoamericanas para irrumpir en las instituciones canonizadas y canonizantes de su época.

5 Aunque en la tan mencionada tríada de la Novela de la Tierra ­La Vorágine, Don Segundo Sombra y Doña Bárbara­ haya dos de tres novelas escritas en primera persona, la elección de esta perspectiva enunciativa por parte de Leyzeaga constituye un acto subversivo. Al respecto, vale la pena recordar que en el caso específico de Venezuela ­y de la escritura paradigmática de Gallegos­ la objetividad, requisito indispensable para la adscripción genérica, sólo era viable por medio del distanciamiento narrativo y, lo que es extensible a los otros dos textos, en el caso extremo de que asumiera la palabra algún personaje involucrado en la historia, éste debía obedecer al perfil analítico del sujeto letrado. La escritura en primera persona, para apelar a la emocionalidad y borrar la distancia exigida entre el espacio público y el privado, supone ­sin duda­ un acto de resistencia y, si se quiere, de provocación por parte de la autora que nos ocupa.

6 Aunque sobran las razones para asumir que el discurso canónico con el que dialoga la escritura de Leyzeaga lo constituyen las ficciones regionalistas, el gesto particular de presentar un diario íntimo o cuaderno de notas, un poco reflexivo y cargado de lamentos, pareciera aludir a lo que tradicionalmente se había entendido como el canon de la literatura de mujer. Esta referencia bien podría asumirse como un gesto subversivo frente a la reiterada topicalización de la relación mujer/espacio privado, que sólo permitía alguna posibilidad de pronunciamiento ­y, en consecuencia, autonomía­ para el sujeto femenino, en el adentro de la casa y en la escritura de su intimidad.

OBRAS CITADAS

a) Fuentes primarias

Leyzeaga, Isabel. 1955. Varias locas y yo. Caracas: Imprenta López.

Leyzeaga, Isabel. 1969. Miga. (2 edición). Caracas: Tipografía Selecta.

b) Fuentes secundarias

Araujo, Orlando. 1988. Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monteávila Editores.

Cróquer, Eleonora. 2003. Apuntes del seminario: Escritoras/escrituras. La autor(a) latinoamericana entre dos siglos. Valle de Sartenejas: Universidad Simón Bolívar.

Escala, Víctor Hugo. 1955. "Varias locas y yo". Nota Bibliográfica. El Universal (55), Caracas.

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