ESTUDIOS FILOLÓGICOS, N° 36, 2001, pp. 71-80
DOI: 10.4067/S0071-17132001003600005

 

 

Literatura oral, oralidad ficticia*

Oral literature, fictitious orality

 

Mauricio Ostria González

* La presente comunicación incluye aspectos estudiados en mi proyecto de investigación "Formas de ficcionalización de la oralidad en el discurso literario latinoamericano" financiado por FONDECYT (código 1990464).


 

Se pretende una aproximación a las relaciones entre la contradictoria ‘literatura oral’ y redundante ‘literatura escrita’, entre lo oral (en tanto fenómeno de comunicación real), convertido en creación verbal, y la ficción de oralidad en la escritura (literaria). Todo, en el marco general de la problemática oralidad/escritura tal como aparece en la práctica cultural latinoamericana. En este último caso, se trata, sin duda, de un esfuerzo por dialogar con la otredad, con lo excluido por el canon de la literatura y cultura oficial. Con ello no sólo se busca incorporar formas o estructuras propias del discurso oral en los textos literarios, sino, en algunos casos paradigmáticos, alcanzar una cierta certidumbre de que esos textos literarios obedecen a una lógica profunda de oralidad cultural.


 

Within the framework of the conceptions of orality and writing prevalent in Latin American cultural practice, the author attempts an approach to the relationship between the contradictory notion of ‘oral literature’ and the redundant notion of ‘written literature’, that is, between orality as a real communication phenomenon, when it occurs as verbal creation, and the fiction of orality found in literary writing. In this case, what one really discovers is an effort to establish a dialog with what has been omitted by the literary establishment and cultural standards. Along these lines, literary texts not only incorporate forms and structures proper of oral texts, but in some paradigmatic cases a true link with a deep cultural orality is found.


 

La problemática de la oralidad en América Latina puede reducirse a cuatro cuestiones generales cuando se trata de enfocarla desde el terreno de la literatura o, para emplear un término más amplio y menos equívoco, la creación verbal: 1. El problema de la creación verbal en una cultura tradicional no letrada (culturas amerindias); 2. El de las manifestaciones orales propias de culturas tradicionales en el marco de una cultura letrada dominante (culturas indígenas subsumidas en entornos occidentalizados, culturas populares); 3. El de las relaciones entre aspectos orales y escritos de los textos literarios (armonías, timbre, ritmo, entonación, etc., y sus formas gráficas de representación, en verso y prosa); y 4. El referido a las diversas formas de imitación de la oralidad en textos escritos literarios (oralidad ficticia).

En lo que sigue, me abocaré particularmente a las relaciones entre oralidad y escritura, entre ‘literatura oral’ y ‘literatura escrita’, entre lo oral (en tanto fenómeno de comunicación real) y la ficción de oralidad en la escritura.

Es pertinente observar, previamente, que "la noción de oralidad es una noción construida desde la cultura de la escritura" y, por tanto, "al hablar de oralidad nos situamos de hecho en el espacio de la escritura" (Dorra 1997: 58). Sin duda, de este hecho deriva la existencia de una noción aparentemente tan contradictoria como la de "literatura oral"1, para caracterizar ciertas prácticas populares comunicadas y difundidas, no a través de documentos escritos, sino por la memoria colectiva (Lienhard 1997: 11) o tradición oral, noción sobre la cual volveremos.

Desde la perspectiva de las culturas americanas prehispánicas, el repertorio de códigos y sistemas expresivos fundados en la comunicación oral no padecía, por supuesto, ninguna deficiencia (Lienhard 1995: 12). Desde el sistema letrado, en cambio, se ha tendido a mirar la oralidad como un estado precario necesario de superar, y a considerar que el progreso de esas formas primitivas de sociabilidad consiste, precisamente, en el tránsito de la oralidad a la escritura. En este contexto, la oralidad constituye un estado de déficit cognoscitivo y comunicativo que impide a las culturas tradicionales asegurar su supervivencia. Por esto mismo, la noción de literatura oral aparece signada negativamente, en tanto manifiesta la carencia de escritura en sociedades consideradas ágrafas2. Así y todo, hay que consignar que diversas estratos de cultura popular en América Latina han logrado desarrollar formas orales de comunicación perfectamente eficaces en la configuración de sus visiones de mundo y, por lo tanto, adecuadamente expresivas de su propia realidad; formas orales que es preciso considerar a la hora de construir el real perfil identitario de nuestra cultura: "...incorporar la oralidad armonizándola con la cultura del libro parece ser uno de los grandes temas pendientes desde el punto de vista de la identidad cultural de los pueblos latinoamericanos. Se trata de valorizar el estilo y el carácter particular de las tradiciones orales populares, abriéndole los ojos a la población respecto de la existencia de las culturas regionales" (Morandé 1990)3.

Conviene distinguir, entonces, la oralidad plena y absolutamente funcional perteneciente a sociedades tradicionales de la oralidad derivada del analfabetismo provocado por las desigualdades sociales y económicas en las sociedades modernas ilustradas.

En ese plural y heterogéneo universo que constituyen las sociedades latinoamericanas, se enfrentan desde la conquista, y desde entonces se contagian, una cultura tradicional oral dominada (la aborigen) y una cultura letrada dominante (la europea). Alfabetización, cristianización y colonización marcharon de la mano y produjeron "una redistribución de las prácticas y de la conceptualización de prácticas discursivas orales y escritas en las colonias del Nuevo Mundo" (Chiang Rodríguez 1982; Mignolo 1990: 6). Desde entonces, como toda práctica comunicativa que ha desarrollado un sistema de escritura, la cultura letrada, apoyada en el poder colonizador, manifiesta una permanente y dinámica interacción entre formas de comunicación orales y escritas y comprende zonas o niveles variados alfabetos y analfabetos. También desde entonces, la tradición oral latinoamericana, predominante en los espacios rurales y creciente en las márgenes urbanas, a veces prohibida, a veces clandestina, siempre minusvalorada y discriminada, comprende variedad de lenguas (indígenas, europeas, africanas), mestizaje o hibridez de tradiciones, heterogeneidad y sincretismo cultural. En todo caso, ambas prácticas (oralidad y escritura) suponen, además de conflictos, complementariedad e influencias recíprocas. De modo que, por un lado, "la oralidad, sistema de por sí multimedial, ya no existe en estado puro en ninguna parte de América" y sólo cabe estudiarla en relación con el sistema hegemónico letrado (Lienhard 1997: 13); y, por otro, las formas letradas exhiben procesos de hibridación con formas de oralidad, aun en aquellas prácticas consideradas más prestigiosas y cultas, como las manifestaciones literarias (cuestión que examinaremos más adelante).

Además, y pese al evidente dominio del sistema letrado, el fenómeno de la oralidad, como sistema de concepciones y prácticas culturales, lejos de extinguirse, ha manifestado una pertinaz resistencia. "Para parte considerable de la población latinoamericana, las formas preferidas de expresión y comunicación no son las ‘escritas’, ni mucho menos las codificadas –desde criterios hegemónicos como ‘cultas’, ‘ilustradas’ o ‘literarias’– sino más bien las que provienen de una tradición oral y popular" (Pacheco 1997: 21). No sólo eso, sino que la oralidad ha permeado la cultura letrada desde el mismo instante en que los indígenas comprendieron que la escritura era un excelente medio de sobrevivencia y memoria cultural (recuérdense los casos paradigmáticos del Popol Vuh y de los libros de Chilam Balam). Desde entonces, una serie de estrategias de la comunicación oral y de las culturas orales se han incorporado, a veces imperceptiblemente, en las prácticas ilustradas latinoamericanos4.

Por otra parte, y tal vez como consecuencia de lo anterior, mientras en nuestra cultura letrada y en la moderna práctica de la literatura se acentúa el dominio de la escritura –incluso textos tradicionales, populares o folclóricos suelen llegar al público transcritos o impresos–, más parece acentuarse en ellas la nostalgia de la palabra oral (recuérdense, sólo a vía de ejemplo, pasajes importantes de novelas como Rayuela, La feria, Pedro Páramo, Tres tristes tigres, La guaracha del Macho Camacho, El hablador, etc., o gran parte de la poesía de Nicanor Parra). Esta tendencia es incentivada, además, por ciertas condiciones de la modernidad (o postmodernidad) urbana (García Canclini 1989), caracterizadas por la presión de los medios audiovisuales pragmáticos y artísticos en los que la palabra oral recobra eficacia y cierto predominio (radio, televisión, juegos electrónicos, etc.). Estos medios se hibridan también con manifestaciones comunicativas de las culturas orales tradicionales (Lienhard 1995).

Debe advertirse, sin embargo, que las relaciones entre oralidad y escritura son bastante complejas y suponen una serie de cuestiones que interesan tanto a la antropología como a la lingüística, a los estudios etnográficos y a los literarios, a la lingüística del discurso y a la semiología. Aunque vivimos inmersos en una cultura letrada (privilegio prestigioso de la escritura en relación con la comunicación oral y sobre todo con las formas culturales ágrafas) en la que el arte de la palabra se ha convertido en literatura (arte de la escritura o de la letra)5, la excluida oralidad no deja de suscitar inquietudes de diverso tipo y de manifestar su presencia en variadas formas. Y aunque a menudo las manifestaciones orales (populares, rurales, indígenas) se han considerado no sólo marginales sino poco significativas desde el punto de vista de la llamada literatura culta o letrada, son muchísimas las muestras de textos literarios que recogen o reelaboran diversos temas, motivos, personajes o formas discursivas (lingüísticas, retóricas, enunciativas), propias del discurso oral (Lienhard 1981 y 1990).

El esfuerzo de los estudiosos por recuperar el arte verbal perteneciente a culturas no letradas (primitivas o tradicionales) ha suscitado la aparición de un curioso oxímoron para designarlo: literatura oral. De modo que el conjunto de mitos, leyendas, cuentos, poemas o canciones tradicionales, etc., recogidos directamente de informantes orales viene a constituir una rama especial de la literatura, subalterna y casi siempre mal considerada, la llamada literatura oral. Uno de los problemas que plantea esta "literatura oral" es su condición multimedial: "El lenguaje escrito (...) se ve enfrentado al imperativo de cubrir todo un proceso transmisor que en la oralidad está acompañado de teatralidad, de dimensión gestual, de un determinado fonetismo, un ritmo de locución o una estética ritual" (Pizarro 1985: 53). En verdad, las manifestaciones verbales de las culturas ágrafas no pueden reducirse exclusivamente a su condición vocal (Lienhard 1997)6. Además, hablar la lengua de esas culturas es vivir inmersos en ellas7, porque, como señala acertadamente Raúl Dorra, "la oralidad supone un modo de procesar los mensajes, un tipo de sensibilidad, una forma de relación con el mundo" (1997: 72). De modo que toda transposición o transcripción de esas formas orales al plano de lo escrito mutila o reduce de manera irremediable su sentido al privarlas del absolutamente necesario contexto cultural.

Ahora bien, lo que canónicamente se entiende por literatura, es decir, la literatura escrita (valga la redundancia) en el proceso de construcción de mundos imaginarios, sólo puede producir efectos de oralidad, es decir, sólo evocar manifestaciones orales con los medios de la escritura. Esto significa, entre otras cosas, que la sonoridad sustancial de lo oral permanece muda en los textos escritos. No debe olvidarse que el elemento real con que se construyen los textos literarios es, precisamente, la palabra escrita. De modo que la dimensión oral constituirá siempre una figura y, por tanto, desde el lado de lo real, una ausencia irremediable.

Por cierto, esta comprobación choca con el carácter eminentemente oral de ciertas formas culturales populares, rurales o tradicionales y, muy en especial, de las culturas indígenas americanas. Cuestión ésta importante cuando, como en numerosos textos narrativos y líricos actuales, se busca, precisamente, reproducir, imitar esas formas verbales y las culturas que ellas evocan mediante la escritura y la lengua castellana.

Lo anterior entraña –y así me parece que es sentido por los escritores que se esfuerzan por rescatar formas orales– un problema de escisión y, por lo tanto, de incompletud del perfil cultural propio. Esto es particularmente cierto en el plano de la literatura latinoamericana, en la que abundan los esfuerzos por recuperar en la escritura todo tipo de expresiones y discursos procedentes de la cultura oral, tanto las que provienen de la comunicación informal (popular, vulgar, rural) como las correspondientes a la oralidad cultural de los pueblos aborígenes americanos. Se trata, sin duda, de un esfuerzo, no siempre conseguido y no siempre comprendido, de dialogar con la otredad, con lo excluido por el canon de la literatura y cultura oficial, de dar testimonio de las voces ausentes en el interior de las manifestaciones culturales canónicas. Con ello no sólo se busca incorporar formas o estructuras propias del discurso oral en los textos literarios, sino, en algunos casos paradigmáticos, alcanzar una cierta certidumbre de que esos textos literarios obedecen a una lógica profunda de oralidad cultural. Así lo piensa el novelista paraguayo Augusto Roa Bastos:

En la escritura de este país, las particularidades de la cultura bilingüe, única en su especie en América Latina, constriñe a los escritores paraguayos, en el momento de escribir en castellano, a oír los sonidos de un discurso oral informulado aún, pero presente ya en la vertiente emocional y mítica del guaraní, escindido entre la escritura y la oralidad (...). En su conjunto –continúa diciendo Roa Bastos– mis obras de ficción están compuestas en la matriz de este texto primero, de este texto oral guaraní, que los signos de la escritura en castellano tienen tanta dificultad en captar y expresar, que las formas y las influencias culturales y literarias venidas de afuera no han conseguido borrar (1997: 15-6).

Los textos literarios en sus procesos ficcionales suelen "reproducir" diversas modalidades de la lengua oral8. Téngase en cuenta, reitero, que esas formas no son exactamente expresiones orales sino representaciones, figuras de oralidad y, por lo tanto, oralidad ficticia. De manera que todo elemento propiamente sonoro (timbre, duración, entonación, intensidad, altura) aparecerá traspuesto en caracteres gráficos, descrito, contado, sugerido, pero jamás en su propia realidad sustancial.

La palabra hablada es susceptible de evocación directa o indirecta, como discurso imaginario o seudodiscurso, mediante procedimientos de transcripción, imitación o transformación de diversos componentes de la escritura en vistas a crear el efecto de oralidad.

La literatura hispanoamericana (aun aquella que aparece como más evadida y fantástica) revela una voluntad testimonial que, a menudo, tiene repercusiones en los componentes lingüísticos de los textos9. Muchas veces esta voluntad ha entorpecido las posibilidades de comunicación amplia, salpicando los textos de expresiones regionalistas, deformando las palabras para acercarlas a las formas de pronunciación coloquiales, rústicas o vulgares (Rama 1964).

Las formas más elementales parecen ser las que aparentan una simple reproducción, con intención realista, de sonidos, vocablos o expresiones (decires, refranes, etc.). Este tipo de reproducción aparece generalmente en los diálogos de los personajes. Determinadas fórmulas introductorias o caracterizadoras de personajes pueden incluir, en el discurso del narrador, observaciones acerca de las peculiaridades del habla de aquéllos.

Más interesante resulta la presencia de figuras de oralidad en el discurso del narrador, ya sea en relatos subordinados o en el relato principal, pues esta situación afecta no sólo a los niveles de la historia contada sino al propio discurso evocado en el texto. "Aquí me pongo a cantar", declara el hablante del poema Martín Fierro (Hernández 1963: 25)10; "...Y ahora con ustedes / Nuestro Señor Jesucristo en persona...", anuncia el locutor de radio que introduce el discurso del Cristo de Elqui, en el libro de Nicanor Parra. A su vez, el protagonista comienza diciendo: "A pesar de que vengo preparado / realmente no sé por dónde empezar" (Parra 1977), parodiando estereotipos discursivos orales11. Una situación de habla semejante estructura, por ejemplo, la novela La guaracha del Macho Camacho (Sánchez 1986).

Uno de los casos más sugestivos lo constituye la llamada literatura de imitación lingüística, en la que el texto como totalidad simula una lengua que, naturalmente, no es real sino ficticia, aunque el texto trabaja para persuadir al lector de que está "oyendo" hablar a personajes y narradores. Se trata de sugerir lo que Amado Alonso (1954), siguiendo a Humboldt, llamó la "forma interior del lenguaje". Ejemplos son, en nuestra literatura del siglo XIX, la poesía gauchesca, especialmente el ya citado Martín Fierro, de José Hernández; en el siglo XX, Pedro Páramo y los cuentos de Juan Rulfo; La feria y muchos relatos de Juan José Arreola; varias novelas de Carlos Fuentes (por ej., La región más transparente); Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrero Infante; La guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez; Los sermones y prédicas del Cristo de Elqui, de Nicanor Parra, etc. Para visualizar el carácter artificioso (en el buen sentido) del procedimiento, repárese en las siguientes declaraciones de Juan José Arreola:

En lo que se refiere al lenguaje, mi tarea fue la de recordar, recordar simple e intensamente los giros lingüísticos de la gente de Zapotlán. Para ello, además de la función de la memoria, me entregué a una serie de experimentos. Llegué a hablar con diversas personas, importantes o pintorescas, y reproduje sus palabras. Luego me entretuve dándoselas a leer, y me gustó que se reconocieran en ellas (Carballo 1965: 405).

Por último, existen también sugestivas construcciones que evocan la oralidad de otras lenguas (por ejemplo, el caso de las lenguas indígenas americanas), mediante procedimientos perfectamente discernibles. Casos notables son los de Miguel Angel Asturias en Hombres de maíz; de José María Arguedas en casi todas sus novelas y cuentos; de Augusto Roa Bastos, especialmente en Hijo de hombre; de Rosario Castellanos en Balún Canán; de Ricardo Pozas en Juan Pérez Jolote; de Elicura Chihuailaf o Leonel Lienlaf en sus poemas, etc. La técnica consiste en recrear un universo de discurso (una arquitectura semiológica total), mediante distorsionadas estructuras lingüísticas castellanas. José María Arguedas se ha referido al problema del siguiente modo: "escribí en una forma completamente distinta, mezclando un poco la sintaxis quechua dentro del castellano, en una pelea verdaderamente infernal con la lengua" (Cornejo Polar 1973: 46).

Como se observa, aquí hay un doble proceso de ficcionalización: se finge lo oral en la escritura; se finge la lengua quechua en el castellano. En otras palabras, la escritura de Arguedas (o en su caso, la de Asturias o Roa Bastos o Ricardo Pozas, etc.) pertenece al castellano; pero el habla de sus personajes o de sus narradores es un habla ficticia (quechua ficticio): "yo resolví el problema creándoles un lenguaje castellano especial (...) Pero los indios no hablan en ese castellano ni con los de lengua española, ni mucho menos entre ellos. Es una ficción. Los indios hablan en quechua (Arguedas 1973: 19-20)12.

Por este camino, la escritura se hace heterogénea (transcultural) y discontinua; no reconoce ni se inserta necesariamente en las tradiciones sancionadas por la norma letrada; por el contrario, asimila formas verbales provenientes de diversas tradiciones orales no letradas, como subculturas populares y campesinas o culturas indígenas, cuyas codificaciones difieren, a veces diametralmente, de la occidental13. Una vez más, la práctica literaria latinoamericana, característicamente heterodoxa en relación con los cánones metropolitanos, se sitúa a la vanguardia en el esfuerzo hermenéutico, mayormente intuitivo, encaminado a aprehender el proceso complejo y múltiple que va diseñando el perfil identitario de nuestra cultura.

NOTAS

1 Al parecer, el término fue empleado por primera vez por el investigador francés Paul Sébillot en 1886 (cf. Mato 1990; Lienhard 1997 y Dorra 1997).

2 Si bien es cierto que mayas y nahuas tuvieron un cierto tipo de escritura, la práctica correspondiente, al parecer, estuvo limitada a ciertas jerarquías y grupos minoritarios, de modo que las culturas como tales, en su conjunto, siguieron siendo fundamentalmente orales.

3 En el mismo sentido, escribe Adriana Valdés: "Se ha renovado (...) el interés en las culturas orales, vehículo privilegiado de identidad hasta hace poco para grandes proporciones de las poblaciones de la región. Esto significa valorizar formas culturales populares, amerindias o afroamericanas cuyo acceso al texto escrito ha sido –cuando existió– a lo menos problemático. (...) Incluso, dentro de la cultura del texto escrito, se han enfatizado sus complejidades..." (1997: 127)

4 Un ejemplo muy interesante lo constituye la llamada literatura de cordel (en Brasil), la lira popular (en Chile) o el corrido mexicano. Se trata de impresos en hojas sueltas que, aunque regularmente tratan de asuntos populares urbanos, lo hacen con fórmulas, estructuras, estilo y lenguaje de indudable raigambre oral-rural; se trata de textos escritos para ser hablados (leídos en voz alta o cantados) (Miliani, en Pizarro 1985: 63; Orellana 1996). Es cierto que en estas expresiones populares escritas se incorporan también formas y estructuras heredadas del acervo letrado (determinadas formas estróficas –el romance, la décima, la cuarteta, etc.–, así como ciertos motivos).

5 El prestigio del término ha hecho que se aplique a productos verbales pertenecientes a culturas predominantemente orales, como las prehispánicas. Así, se suele hablar de literatura náhuatl, quechua o guaraní, sin percibir las radicales diferencias de estas manifestaciones con la institución literaria occidental. Incluso, se ha producido el traslado indiscriminado de géneros y categorías (épica náhuatl, tragedia quechua, lírica mapuche, etc.).

6 "La oralidad no puede ser reducida a la vertiente vocal del discurso verbal. En tanto sistema global de comunicación, la oralidad (...) trabaja con un conjunto de códigos expresivos que apuntan a la totalidad de los sentidos de percepción. La transcripción de una performance oral, aunque vaya acompañada de documentos audiovisuales, no se debe confundir con su realidad concreta y corpórea, de la cual forman parte –además del texto escrito por sus actores– el tiempo, el espacio y el auditorio" (Lienhard 1997: 12).

7 Cf. Salas 1987, especialmente para las relaciones entre lengua y cultura mapuche.

8 Reproduzco aquí, parcialmente, párrafos de artículos anteriores (Ostria González 1995 y 1997).

9 Cf., entre muchos trabajos dedicados al tema, Rama 1964 y 1987; Donnni de Mirande 1967; Block de Behar 1969; Rosenblat 1969; Dellepiane 1972; Escobar 1984; Pacheco 1987, 1989 y 1995; Tacconi 1989; Berg y Schäffauer 1997.

10 Quiero reproducir aquí una observación muy pertinente (como otras que he recogido en notas), de uno de los evaluadores de este artículo (al que agradezco, muy sinceramente, su lectura atenta y cuidadosa, así como su generosidad ): "Un recuento diacrónico del fenómeno implicaría señalar que, en distintos períodos, la intención obedecía a proyectos poéticos diferenciados. Así, en el romanticismo se buscó perfilar un lenguaje distintivo nacional (...). La poesía gauchesca buscó captar la adhesión política de los sectores campesinos, del mismo modo que el teatro grotesco criollo lo hizo con los sectores inmigrantes".

11 Véase al respecto el excelente trabajo de Ivette Malverde (1985-6).

12 Al respecto, véase Ostria 1980, 1981 y 1987.

13 Esto ha producido, por ejemplo, lo que se ha denominado literatura de doble codificación (Carrasco 1991). En esta misma línea de recomposición del corpus y reconsideración del canon, William Rowe ha propuesto "considerar a los textos verbales (nótese que elude el término "literarios") dentro del campo más extenso de las prácticas culturales" (1996: 17).

 

Universidad de Concepción
Facultad de Humanidades y Arte
Departamento de Español
Casilla 20-C, Correo 3
Concepción, Chile

 

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