Estudios Pedagógicos XXXIII, Nº1: 63-77, 2007

ENSAYOS

 

LA DEMOCRATIZACIÓN DEL ESPACIO ESCOLAR: UNA CONSTRUCCIÓN EN Y PARA LA DIVERSIDAD

The democratisation of the school environmment: a construction in and for the diversity

 

Tatiana Díaz Arce, Sofía Druker

Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, Departamento de Educación Diferencial, Avda. J. P. Alessandri 774, Santiago, Chile. tediaz@puc.cl / veirak@gmail.com


Resumen

Este artículo tiene como objetivo contribuir a la democratización de la escuela a través de la ampliación del concepto de diversidad y sus posibilidades de aplicación en la relación pedagógica. Se presenta un panorama general de la configuración histórica de la escuela chilena, para luego examinar sus implicancias en las concepciones sobre diversidad e identidad que actúan como factores determinantes de la experiencia educativa. En este mismo sentido, se revisan y contrastan experiencias de investigaciones previas y planteamientos de autores como Bourdieu y Maturana respecto al surgimiento de construcciones de mundo legítimamente diversas y los modos en que éstas se insertan en la sociedad y en la escuela, para, finalmente, proponer un abordaje de la problemática educativa centrado en la aceptación de la diversidad como eje estructurador de la relación pedagógica y de las distintas situaciones de aprendizaje.

Palabras clave: discriminación, diversidad, habitus, construcción de mundo, contexto interaccional, identidad.

Abstract

The objetive of this papaer is contribute to the democratisation of the school through the enlargement of the concept of diversity and its possibilities of application in the pedagogical relation. It presents a general overview of the historical chilean model of the school in order to examine its implications in concepts like diversity and identity that acting as determinant factors of the educational experience. This work includes reviews of previous experiencies of investigation and tehories of authors like P. Bourdieu and H. Maturana about different and legitamate, contstructions of the world and the way that they are integrated in the society and in the schcool. Finaly proposes an approach of the educational problem through the acceptation of the diversity as basis of the pedagogical relation and of the different learning situations.

Key words: discrimination, diversity, construction of the world, interactional context, identity.


 

INTRODUCCIÓN

Este trabajo forma parte de la producción teórica de un conjunto de estudios previos1 realizados por Nolfa Ibáñez y equipo, basados en la Teoría del Conocimiento y del Lenguaje de Humberto Maturana, y cuyo propósito principal ha sido describir el surgimiento del lenguaje en niños de dos culturas distintas: clase media de Santiago y mapuche rural de la IX Región, observados en sus hogares desde los primeros meses de vida en situaciones de interacción habitual con sus padres y/o familiares. Los hallazgos de estas investigaciones nos han permitido comprender la legitimidad de la construcción de mundo de los distintos niños estudiados, ampliando con ello el concepto de diversidad. Actualmente, el foco de investigación se ha trasladado al espacio escolar en el que se sitúan los niños antes estudiados en sus contextos de socialización primaria, con el objetivo de analizar sus interacciones en el aula escolar y el vínculo de éstas con sus primeras construcciones de mundo2. Para comprender las características que hoy distinguen a la escuela como espacio social altamente diferenciado debemos remitirnos, necesariamente, a la interrogante sobre cómo se configura históricamente la actual escuela chilena.

El presente trabajo es el resultado de la articulación, por una parte, de la mirada antropológica focalizada en el devenir histórico de la escuela en Chile y las razones específicas de sus modos de configuración actual y, por otra, de la mirada pedagógica en la comprensión de los procesos de enseñanza y aprendizaje y los modos de interacción en que estos procesos se desarrollan. La vinculación de ambos enfoques, lejos de parcelar en dos miradas la interacción pedagógica en el aula escolar, nos permite aproximarnos a la acción educativa como un fenómeno socioeducativo altamente complejo en el que entran en conflictos intereses y necesidades, que a veces se encuentran en posiciones opuestas.

La escuela en Chile ha experimentado diversas transformaciones en su proceso de consolidación como una de las instituciones sociales más relevantes para la definición de nuestro perfil nacional. La valoración social de la escuela también se ha modificado sustancialmente con el paso de los siglos, originándose hace algunas décadas una corriente crítica a los procesos de educación formal que caracteriza a la escuela como un espacio altamente discriminatorio y segregacionista. Desde la intención que este artículo suscribe, en relación con contribuir al proceso de democratización de la sociedad chilena a través de la democratización de la escuela, los enfoques surgidos a partir de estas nuevas corrientes de pensamiento son extremadamente valiosos si sus productos teóricos son utilizados para analizar reflexivamente las condiciones actuales en que se desarrolla la relación pedagógica y, al mismo tiempo, intentar encontrar salidas a los “puntos muertos” en la educación chilena.

Cabe destacar que comprendemos el concepto de democratización de la escuela fundamentalmente asociado a la relación pedagógica que establece el docente con sus estudiantes, como así también a la disposición emocional propiciada en el aula por los profesores (Ibáñez 2002). La relación pedagógica es primordialmente una interacción entre el educador y sus educandos a lo largo de la linealidad temporal de la clase, cuya motivación principal es el logro del aprendizaje de los contenidos del currículum escolar. Esta relación ocurre en un ámbito institucional, en coherencia con los propósitos o fines de la institución que la enmarca y, al mismo tiempo, establece los roles y funciones que realizarán los actores que participan de dicha relación. La disposición emocional que se genere en el aula escolar estará necesariamente marcada por el estilo interaccional de la relación pedagógica (Ibáñez 2001) y por las características que asuman los roles de ser profesor y ser estudiante al interior de la misma.

En este contexto, consideramos clave para el proceso de democratización al interior del aula la ampliación del concepto de diversidad, donde ampliar significa entender como legítimo el hecho de que los alumnos son diferentes entre sí, y que esta diferencia no implica ser mejor o peor sino simplemente distinto; los modos que asuman los roles de ser profesor y ser estudiante en la relación pedagógica pueden comportar, o no, la aceptación y legitimación de la diversidad.

Para los propósitos de nuestro estudio, es especialmente relevante comprender las condiciones históricas que dieron luz a la actual configuración del espacio escolar, para descubrir los por qué y los cómo de la discriminación y del tipo específico de violencia simbólica (Bourdieu 1995) que determina el devenir del proceso educativo en que los niños chilenos participan cada día. A pesar de que concordamos con la perspectiva, casi universal, de que la escuela hoy existe como un espacio profundamente antidemocrático, no creemos que esta condición sea inherente al espacio escolar; cada aspecto que caracteriza a nuestra escuela ha encontrado razones específicas para configurarse de ese modo y, en consecuencia, creemos que cada uno de estos aspectos son susceptibles de ser modificados. Bajo esta consideración, el objetivo del presente artículo es contribuir a la democratización de las aulas a través del análisis de las condiciones históricas que han configurado nuestra escuela, y aportar con ello a la erradicación progresiva de la discriminación.

CONFIGURACIÓN DEL ESPACIO ESCOLAR EN CHILE

La trayectoria de la enseñanza formalizada en Chile (podemos identificar en ella niveles distintos y progresivos de formalización) se inicia en el período de la Colonia y está principalmente a cargo de órdenes religiosas. La vocación principal de estas escuelas, que en su amplia mayoría atendían a niños provenientes de la élite nacional, era adoctrinar a sus estudiantes en la fe católica y “civilizarlos”; es decir, formarlos en una manera de ser y hacer propia de las élites europeas que les permitieran compartir un habitus (Bourdieu 1997) con ellas.

Distintas necesidades se imbrican en este período para dar luz a las escuelas de primeras letras, escuelas de gramática, parroquiales y de misiones. Primero, se hace imprescindible asegurar mecanismos de reproducción cultural para la naciente élite nacional dentro del territorio; por otra parte, los nuevos patrones requieren contar con mano de obra indígena que, para constituirse como tal, debe adquirir características de sumisión, además del manejo de la lengua castellana. Y, finalmente, la evangelización de los indígenas del territorio es percibida como un imperativo moral tanto para los sacerdotes como para la corona española, así como también educar en los valores cristianos al bajo pueblo que comienza a formarse en las ciudades y villas (Labarca 1939).

En todos los casos, la implementación de espacios educativos populares en la primera fase del período colonial responde a la jerarquización de prioridades realizada por quienes detentaban el poder, y nunca, a demandas propias de los sectores más desprotegidos. Aunque en todas las escuelas las prácticas pedagógicas se centraban en la asimilación de conocimientos y en la transmisión de conductas, los contenidos educativos eran diferentes en unas y en otras. Mientras que en los espacios educativos dispuestos para el bajo pueblo la evangelización y occidentalización de las conductas eran los contenidos exclusivos de las clases, en las escuelas de élite se incluían también materias consideradas científicas, como la matemática y la filosofía.

Con la Independencia y el inicio de la República, comienza en Chile un proceso de consolidación del Estado Nación que reordena las prioridades de las élites gobernantes. El aseguramiento del territorio, la unidad nacional y la homogeneización cultural de la sociedad pasan a ser elementos claves para el éxito del proyecto nacional y, de esta forma, la educación formal se reestructura en función de una nueva construcción de sentido guiada por la necesidad de establecer una identidad chilena única.

Desde 1810 y aproximadamente hasta 1850, la educación en Chile se imparte con muy poca supervisión estatal, los profesores suelen ser miembros de las comunidades donde enseñan y pertenecen a la misma esfera cultural que sus estudiantes. La escuela existe como un espacio muy poco estructurado y diferenciado de la comunidad o la familia, los niños son atendidos individualmente por el profesor en tiempos consensuados, no reglamentados, y no existen cronogramas de aprendizaje fijos. Los niños asisten cuando pueden y avanzan según sus ritmos en un espacio social que, aunque con una meta específica vinculada al aprendizaje, es casi una prolongación de su ambiente doméstico, donde se desarrollan con fluidez todos los aspectos regulares de la vida cotidiana (Egaña 2000).

A partir de 1850, podemos observar una centralización progresiva del proceso de escolarización; el Estado manifiesta una preocupación creciente por aumentar los niveles de formalización y el alcance de la educación pública (Núñez 1997; Toro 2002). La supervisión y el control sobre las prácticas y conocimientos involucrados en el espacio escolar aumentan rápidamente y, de este modo, comienza a configurarse la escuela como el espacio social que hoy conocemos.

En este período, el Estado forma profesores normalistas que se desempeñan principalmente como supervisores en las escuelas esparcidas por el territorio con el fin de alinearlas en función de los objetivos que el mismo Estado ha fijado para ellas. En las zonas de frontera, estos objetivos están vinculados a la delimitación simbólica del territorio nacional a través de la creación de una identidad chilena, distinta a la peruana, la boliviana o la mapuche, que diera un soporte intersubjetivo a la delimitación político-administrativa, convirtiendo el territorio nacional en un territorio socialmente significativo y simbólicamente integrado a la nación chilena.

En todas las escuelas del país se inicia al mismo tiempo un proceso de formalización y estructuración que perseguía delimitar el espacio escolar como “lugar” altamente diferenciado de la familia o la comunidad; con este fin, se crea una serie de normas respecto de la conducta, el vestuario, los tiempos y modos de relación que son exclusivas de la escuela y que la constituyen como espacio social específico. En esta época se introduce el uso de reloj como norma para las escuelas, con la reglamentación de horas de inicio y término para las clases; también se establecen comportamientos “propios” de la escuela, como levantar la mano antes de hablar, formarse para entrar y salir de clase, dirigirse al profesor como “señor” y a los alumnos por su apellido; sentarse derecho, no hablar en clase, etc. Estas normas persiguen distinguir a la escuela como el espacio social legítimo para entregar conocimiento válido (Egaña 2000). Desde ese momento, la escuela se sacraliza en su función: es la única institución que posee la verdad y que está legitimada para transmitirla a las nuevas generaciones que deben recibirla sin cuestionarla, para hacer posible la obtención de títulos y certificados que los autentifiquen como chilenos integrados al esquema social dominante. No se trata sólo de recibir conocimientos verdaderos, sino también, de adquirir conductas, creencias y modos de relación validados por la única institución con autoridad conferida e incuestionable para hacerlo: la escuela.

La preocupación de los supervisores normalistas, que al fin y al cabo es el reflejo de la preocupación estatal, por la falta de diferenciación entre la escuela y otros espacios sociales tales como la familia o la comunidad, puede ser entendida desde la necesidad que el nuevo Estado tiene, por una parte, de aprehender una unidad nacional esquiva y desdibujada y, por otra, de constituir una identidad homogénea en base a principios que son ajenos a la mayor parte de la sociedad (Egaña 2000) y que, sin embargo, son considerados como verdaderos y positivos por las élites que constituyen la cuna de los nuevos gobernantes y pensadores.

Educar al pueblo ya no implica sólo civilizarlo sino que también chilenizarlo. Ambos conceptos están íntimamente relacionados, puesto que la nueva república se levanta sobre la base de viejos ideales sociales. La revolución política no implica independencia cultural, no mejora la valoración de los habitus propios de los indígenas, de los campesinos y del bajo pueblo en general, sino que, por el contrario, privilegia una serie de principios de moral y conducta que provienen de Europa y que siguen siendo los referentes válidos de civilidad y progreso. Son estos principios, y no la propia manera de ser de la mayoría de los habitantes del país, los que conformarán el ideal de cómo “debe ser” un buen chileno y que se transformarán en contenidos para los currículum en las aulas de cada una de las escuelas públicas del país.

DISCRIMINACIÓN Y DIVERSIDAD EN EL ESPACIO ESCOLAR

El espacio escolar, como espacio social diferenciado y exclusivo, encuentra su razón de ser en los procesos de consolidación nacional que atraviesa la sociedad chilena a partir de 1810. Las motivaciones para generar escuela, en este contexto, poco tiene que ver con la formación de trabajadores calificados o con las ideas de movilidad social que hoy en día son aspectos fuertemente vinculados a la valoración de la educación, sino que más bien, estas motivaciones surgen por la necesidad del nuevo sistema de gobierno de construir una identidad nacional única que resuma las virtudes de la “civilización occidental”. A partir de este punto, y es la tónica a lo largo de la historia, la escuela se configura como productora de una cierta clase de identidad que se define y limita en función de la oposición a otras identidades existentes en el territorio. Peruanos, bolivianos, pueblos indígenas y el bajo pueblo comparten una condición que determina su posición en la sociedad chilena, todos ellos son considerados enemigos del proyecto nacional y, en cuanto tales, se convierten en un “otro” negativo y peligroso que funciona como referente de alteridad en la propia construcción de identidad. (González 2002).

Estos procesos de diferenciación, basados en la descalificación y la negación, encuentran su razón de ser en la necesidad de constituir un espacio cultural propio que otorgue sentido a las recientes divisiones político-administrativas del territorio, y han sido vividas de modo similar prácticamente por todas las sociedades que han atravesado por procesos de construcción nacional. Es particular, sin embargo, la construcción de identidad a contrapelo de la cultura propia de la gran mayoría de los habitantes del territorio chileno –indígenas, campesinos y, en general, el bajo pueblo– quienes deben ser eliminados como referentes culturales legítimos; la escuela se configura como un espacio instrumental para este fin, ya que es aquí donde se sancionan y corrigen las conductas, lenguajes, tiempos, modos de pensar, creencias, etc., que son producto de las cosmovisiones particulares de esos grupos, las que se intenta reemplazar por aquellas derivadas de una moral y un código conductual externo que la escuela valida ante toda la sociedad como el “verdadero ser chileno”.3

La identidad entendida como homogeneidad cultural cobra, de este modo, un sentido unívoco que se reproduce e impone desde las aulas. La diversidad, en este contexto, no sólo no es atendida, sino que es considerada peligrosa e indeseable y, en consecuencia, la discriminación se impone dentro de las prácticas pedagógicas como un mecanismo legitimado para asegurar la viabilidad de la identidad nacional concebida en términos de la negación y demonización del otro.

Esta clase de reacción ante la diversidad no es propia únicamente del sigo XIX, le hemos visto operar en nuestras escuelas hasta hace pocos años y ha estado presente en muchas de las políticas educacionales y prácticas pedagógicas en las aulas. Con un enemigo interno distinto (la ideología marxista), la vimos operar, por ejemplo, en las transformaciones educacionales impulsadas en el marco de la dictadura militar a partir de 1973. Así también, y en el contexto de la actual y creciente migración de ciudadanos peruanos a nuestro país, han existido casos en que docentes derivan niños a grupos diferenciales sólo por el hecho de ser peruanos, sin que previamente se determine la existencia de alguna necesidad educativa especial transitoria o permanente, es decir, la condición de nacionalidad distinta constituye un dato suficiente para suponer que estos niños presentan problemas de aprendizaje (Díaz 2001).

Es claro que las conceptualizaciones acerca de la diversidad y la discriminación se han transformado profundamente con el correr del tiempo. Hoy en día, por ejemplo, es muy difícil pensar en un profesor incitando a sus estudiantes a descalificar a un compañero de clase por su pertenencia étnica o por su origen socioeconómico, sin embargo, la discriminación, aunque silenciosa, sigue siendo uno de los elementos que define el espacio escolar y que impide la democratización de las aulas, puesto que las prácticas discriminatorias se siguen aplicando a niños que presentan rasgos conductuales, creencias, lenguajes o maneras de pensar que son producto de sus previas construcciones de mundo cuando éstas no coinciden con aquellas que han sido validadas desde la cultura dominante.

En las escuelas de hoy, la atención a la diversidad está instalada en el discurso docente, y el respeto a la misma es inculcado a los estudiantes, al menos en teoría. La discriminación opera, en estos contextos, como ente solapado pero altamente efectivo a la hora de determinar éxitos y fracasos en el proceso escolar de los niños y niñas, particularmente a través de la censura, el desprecio, la crítica, el miedo, la negación o la descalificación de lo distinto sólo por el hecho de serlo.

EXPERIENCIAS PREVIAS DE INVESTIGACIÓN: LA CONSTRUCCIÓN DE LA DIVERSIDAD

Para poder precisar de mejor manera lo recién señalado es necesario referirnos a los trabajos de investigación en torno al surgimiento del lenguaje citados previamente. Ellos han permitido situar en contextos concretos de socializacion aquello que Maturana señala, desde la biología, en relación con que la realidad no preexiste a nuestras distinciones como sujetos observadores, sino que construimos el mundo en el fluir de las interacciones que mantenemos con otros en un contexto determinado (Maturana 1995). Estos estudios han evidenciado que los sentidos o significados que construimos en el lenguaje como sujetos observadores (Maturana 1990) tienen que ver con nuestra particular historia de interacciones y con el estilo del fluir relacional que ésta adquiere, ya que estos sentidos o significados no existen de manera independiente de quien los construye (Ibáñez 2000). Por ejemplo, el contexto interaccional familiar de los niños/as mapuche, que han formado parte de las investigaciones, se caracteriza por una temporalidad de las acciones de los adultos con los niños, diferente a la temporalidad observada en las acciones de los adultos con los niños no mapuche. Los adultos mapuche esperan mucho más tiempo a los niños y de este modo la construcción de sentido de estos últimos, respecto del tiempo, es diferente a la de los niños no mapuche que se han estudiado (Ibáñez 2003).

Asimismo, estos trabajos han develado que los roles adoptados por los familiares más cercanos a cada uno de los niños observados varían entre las familias mapuche y no mapuche. En el caso de los niños de Santiago, el rol maternal es ejercido casi exclusivamente por una persona, habitualmente la madre biológica, en cambio, en el caso de los niños mapuche, este rol es compartido indistintamente por otros miembros del núcleo familiar más cercano, además de la madre biológica. En tal sentido se ha observado que “en el contexto interaccional habitual de las niñas mapuche están presentes los padres, abuelos maternos y paternos, bisabuela (en una de ellas), tías, tíos y primos, quienes interactúan recurrentemente con ellas al interior de sus actividades familiares habituales; es decir, no dejan sus actividades para atender o dedicarse a las niñas, lo hacen “entre” esas actividades, por lo que ellas tienen la atención de todo su grupo familiar” (Ibáñez 2004: 235).

Además de las diferencias advertidas en el contexto interaccional de niños de diferentes culturas, se ha constatado que los objetos relacionales que surgen en la construcción de mundo de niños que comparten una misma cultura (como es el caso de los niños de Santiago), también presentan diferencias que se hacen evidentes al analizar el fluir relacional de estos niños en sus contextos interaccionales particulares, pero que pueden resultar menos obvias en una primera impresión, ya que son objetos relacionales que se designan con una misma palabra. Esto quiere decir que entidades relacionales que han surgido a la luz de historias de interacciones producidas en contextos de interacción diferentes, poseen sentidos distintos, aunque sean designadas del mismo modo.

Así, por ejemplo, para dos de los niños de Santiago observamos la construcción del objeto relacional que designamos con las palabras /pásame/ o /dame/, no obstante, entre estos niños tal objeto relacional no tiene un significado igual o equivalente. En uno de los casos estudiados el objeto relacional /pásame/ o /dame/ se construyó involucrando al inicio el sentido de dominio o posesión, durante los primeros meses de edad “... la madre jugaba con él recurrentemente a pasar y entregar objetos que eran “tuyos” o “míos”, por lo que, durante el juego, algunos debían entregarse y otros se podían conservar. Las primeras entidades que surgen en el lenguaje para este niño entre los 7 meses y 28 días y los diez meses de edad, tienen que ver con pasar o dar “tú, dame –o pásame– (algo que tienes)” y luego con no querer pasar o dar “no te doy –paso– (algo que tengo)”. Cuando el niño tiene 11-12 meses de edad, el solo gesto de pedir (mano extendida) de la madre gatilla en ocasiones un cambio en la emoción del niño, de agrado a desagrado, negándose a pasar el objeto que se le pide. Cuando tiene 16 meses y la madre le pide que le convide de la manzana que come, el niño mueve la cabeza en gesto de “no” y se va de la habitación; cuando el niño tiene 24 meses, la hermana le pide un dulce de los que él tiene en un recipiente, diciendo “dame” y extendiendo su mano, y el niño dice “no, mío” abrazando el recipiente” (Ibáñez 2003: 81).

En el otro caso, la construcción del objeto relacional que designamos con las palabras /pásame/ o /dame/ se construyó sin connotar el sentido de dominio o posesión, pues sólo correspondía a un flujo relacional en el que la madre y el bebé intercambiaban objetos a modo de juego. Ello quiere decir que ambos niños han construido distintos objetos relacionales, aun cuando las palabras que utilizan las madres y los otros adultos puedan ser las mismas, por lo que las diferencias advertidas en las entidades relacionales corresponden a los distintos modos que asumen los contextos interaccionales desde los cuales surgen tales entidades.

Desde nuestra perspectiva es posible establecer conexiones entre estos hallazgos y algunos de los planteamientos del sociólogo Pierre Bourdieu. Por ejemplo, la construcción particular de mundo de cada sujeto, como el estilo del fluir relacional desde donde surge dicha construcción puede relacionarse con el concepto de habitus. Lo anterior se señala puesto que consideramos que el modo del contexto interaccional en el que se producen las relaciones sociales de un grupo particular, constituiría el habitus o sistema de disposiciones a través de las cuales opera dicho grupo. Asimismo, al entender este constructo como el sistema de disposiciones para operar de cierta manera en el pensar, sentir o actuar, y que es incorporado por los sujetos a través de su historia, estamos entendiendo también que la construcción de mundo que haga cada individuo se vincula íntimamente con el habitus desde donde se realiza dicha construcción.

En tal sentido, el hallazgo de la existencia de una temporalidad distinta entre las familias mapuche y no mapuche en la relación niños-adultos que determina el contexto de socialización primaria, constituye un ejemplo de las múltiples posibilidades que existen para la construcción de visiones sobre el mundo, las relaciones que configuran el surgimiento de distintos objetos relacionales y su vínculo con el habitus desde donde se constituyen.

En relación con esto último, y tal como señala Bourdieu, es posible establecer un sistema de disposiciones o habitus común a un grupo humano o clase, dado que este grupo se hallaría bajo condiciones similares de existencia y, por ende, presentaría una historia común a través de la cual incorporaría tales disposiciones las que, al mismo tiempo, permitirían a este grupo o clase distinguirse de otros. Por lo tanto, la diferenciación observada entre el contexto interaccional de familias mapuche y no mapuche obedecería a distintos habitus de clase, ya que esta distinción correspondería a disposiciones para operar propias de cada grupo en virtud de la historia a través de la cual se producen sus condiciones de existencia, es decir, serían propias, por ejemplo, de la temporalidad en que cada grupo opera, pero también de los roles adoptados por los integrantes de las familias observadas.

A la luz de estos planteamientos es posible establecer que los contextos interaccionales se vinculan con el sistema de disposiciones o habitus, desde el cual se produce y organiza la práctica social de cada sujeto, construyendo significados o sentidos que comportan visiones de mundo en coherencia con ese sistema de disposiciones en el cual operamos.

Por otra parte, pero en esta misma perspectiva, el concepto de Capital es entendido como un conjunto de bienes acumulados y susceptibles de ser producidos, distribuidos, consumidos, invertidos e incluso perdidos. El concepto de Capital Cultural que Bourdieu también denomina como habitus incorporado, corresponde entonces a los bienes culturales acumulados por un sujeto o una clase de sujetos, cuyo rumbo está determinado por el origen de clase de los mismos.

A partir de lo develado en nuestras investigaciones, es posible señalar que las diferencias observadas en las interacciones familiares de los grupos estudiados corresponden a distintos habitus incorporados, o al capital cultural de cada grupo. No obstante nuestros hallazgos permiten concluir que estos habitus no están determinados únicamente por el origen de clase social, como lo ha planteado Bordieu, sino que ellos se vinculan con el estilo del fluir relacional propio de la dinámica interaccional de cada familia, es decir, con el contexto interaccional particular observado en cada grupo familiar, incluso cuando se trata de familias de similar origen en cuanto a clase social.

En consecuencia, las experiencias de investigación han derivado en la construcción de un concepto de diversidad que reconoce la participación de las distinciones de grupo (clase, género, etnia, etc.) en la configuración de las construcciones de sentido, pero que al mismo tiempo trasciende dichas distinciones al relevar en su surgimiento la historia de interacciones particulares de cada sujeto. 

DIVERSIDAD: PROYECCIONES EN EL ESPACIO ESCOLAR

La existencia de múltiples contextos interaccionales en el seno de la sociedad hace posible la construcción de diversos sentidos sobre el mundo, no obstante, en nuestra cultura escolar esta diversidad no es visualizada, ya que como espacio de socialización se caracteriza por aspectos tales como su rigidez y verticalismo, particularmente en las interacciones al interior del aula escolar. Autores como Jackson (1991) dan cuenta de estas características, atribuyéndolas a la tradición social propia de la cultura escolar, es decir, al sistema de disposiciones para operar o habitus que la cultura escolar ha construido a lo largo de su historia, aspecto que en el caso chileno, se ha revisado al inicio de este trabajo.

Según este mismo autor, las redes de conversación propias del aula se caracterizan por su multidimensionalidad, simultaneidad e inmediatez, es decir, por ser un espacio ecológico en el que se realizan múltiples tareas, las que pueden ejecutarse paralelamente y a un ritmo acelerado, produciéndose un alto número de interacciones sociales, las que son controladas por el profesor, quien discrimina entre las que considera válidas y las que según su criterio no lo son.

El control total del tiempo, tal como señala Jackson (1991), es uno de los aspectos constitutivos y determinante del espacio escolar. El tiempo, entendido como recurso, al interior del aula es administrado y reglamentado exclusivamente por el profesor, quien establece horarios y determina los periodos aceptables de demora y reacción, estableciendo, al mismo tiempo, los modos específicos en que estos deben producirse.

Imaginemos ahora qué es lo que pasa en un aula concreta cuando un profesor de primer año básico indica a los estudiantes sacar sus cuadernos, guardar silencio, o resolver una operación de suma; aquellos niños, para los que la orden dada implica inmediatez debido a su construcción de mundo sobre el tiempo, se apresurarán a cumplir el mandato, ya que el ahora está implícito en la propia demanda. Del mismo modo, si en este curso estuviese presente alguno de los niños o niñas mapuche que hemos observado, él o ella probablemente respondería con mucha más lentitud ya que, en su construcción de sentido sobre la temporalidad, la orden no necesariamente involucra rapidez o inmediatez en la acción y, por lo tanto, el niño o niña se desenvolvería como si fuese él o ella y no el docente quien tiene el control sobre su propio tiempo. En esta situación, el profesor a cargo del curso probablemente reprendería o criticaría al niño o niña mapuche, no por el hecho de ser mapuche, sino por ser lento en relación a sus compañeros o, inclusive, desobediente.

En un sentido similar, cuando al niño que ha construido el objeto relacional /pásame/ o /dame/, implicando el sentido de dominio o posesión, se le solicite en la escuela que preste o comparta algunas de sus pertenencias, tales como útiles escolares o su colación, y éste se niegue porque para él pasarle un objeto a otro implica perder la posesión del mismo, probablemente será catalogado como egoísta por sus compañeros y/o el profesor, pues ellos ignoran que en la construcción de tal entidad relacional hay una historia de interacciones producidas desde un sistema de disposiciones o habitus particular, el que a su vez da cuenta de un estilo de fluir relacional que caracterizó la relación materno infantil.

En el caso del niño que ha construido el objeto relacional que designamos con las palabras /pásame/ o /dame/ sin implicar el sentido de dominio o posesión, probablemente el compartir objetos o situaciones no tenga ninguna connotación particular, pues la construcción de esta entidad relacional ha sido coherente con un habitus en el que el estilo del fluir relacional no ha estado marcado por un sentido de propiedad.

En el caso de las niñas de familias mapuche, no se observó durante los primeros años de vida que la historia de interacciones del grupo familiar relacionada con /dar/ o /pasar/, se caracterizara por la construcción de entidades que involucren la noción de pertenencia o posesión. Por el contrario, el estilo del fluir relacional de estos grupos familiares da cuenta de un sentido comunitario de los objetos y situaciones: “la niña tiene 9 meses y está con su primo menor de casi 8 meses, una tía adulta, una niña visitante de aproximadamente 5 o 6 años y otros familiares que conversan en la misma habitación. La niña visitante trae un teléfono celular de juguete, diciendo “aló” y se lo pone en la oreja al niño diciendo “llame al papá” y después repite lo mismo con Ale we küyen quien intenta tomarlo, la niña no se lo da, va a buscar otro teléfono celular igual al primero y se lo pasa a la tía, ésta se lo pasa al niño de 8 meses quien lo sostiene en sus manos. Ale we küyen le quita el teléfono celular al niño, la niña visitante se lo quita a ella, lo pone de nuevo en las manos del niño y le pasa el que tiene ella a Ale we küyen por un momento y luego se lo lleva. Ninguno de los dos bebés reclama o llora por el objeto” (Ibáñez 2003: 81). En el contexto escolar, probablemente para esta niña los objetos y situaciones tendrán la misma connotación comunitaria, compartiéndolos sin que ello implique la decisión de hacerlo o no hacerlo, puesto que el compartir corresponde al estilo del fluir relacional desde el cual ha construido su mundo, sin embargo, para el profesor y/o sus compañeros ella aparecerá como generosa al compartir sus pertenencias.

Estos ejemplos nos permiten visualizar algunas de las formas posibles en las que opera la discriminación solapada en nuestras escuelas; la connotación valórica que los profesores pueden otorgar a determinadas conductas implica muchas veces la descalificación, no directamente de esas conductas, sino que de las construcciones de mundo que los niños traen a la escuela y, con ello, de los propios niños. Por ejemplo, en los casos citados la discriminación no surge directamente desde la condición étnica o de clase de los niños, pero la distinción valórica que se ejerce sobre sus conductas, al catalogarlos como lentos, egoístas o generosos, dice relación con la no compresión de que ellas devienen del estilo relacional que ha caracterizado su forma de construir el mundo, en donde la cultura, la clase social, la etnia, etc., operan como un marco para los contextos interaccionales desde donde surgen los distintos estilos relacionales.

CONCLUSIONES

La escuela se ha configurado históricamente como un espacio de transmisión restringido a una única construcción de identidad y, en este contexto, a la reproducción de conductas y conocimientos ajenos para la mayoría de la sociedad chilena. Junto con la formalización del sistema educativo, las prácticas discriminatorias al interior de éste se asentaron como mecanismos válidos para asegurar la eficacia de la escuela como instrumento “civilizador”. Aunque las circunstancias específicas que dieron origen a esta configuración particular de escuela se han transformado, el sistema educativo ha perpetuado una visión unívoca sobre lo que deben ser los estudiantes y sobre cómo deben serlo. Esta visión sigue relacionándose con idealizaciones de valores y conductas que deberían definirnos como chilenos, las que son exclusivas de una minoría y, al mismo tiempo, excluyentes de los modos de ser y de las construcciones de sentido que no están contempladas en los estereotipos dominantes; de este modo, la discriminación en la escuela pasa por la no aceptación de la diversidad como un aspecto central y legítimo de las visiones de mundo que se transponen y refunden en las aulas.

Los hallazgos de los trabajos mencionados en el presente articulo requieren necesariamente volver a reflexionar sobre el concepto de diversidad, particularmente en el ámbito educativo, ya que más allá de las connotaciones vinculadas con la clase socioeconómica, el género, la discapacidad, lo religioso, e incluso lo étnico, las investigaciones previas nos revelan que la construcción de sentidos o significado propios que constituyen la visión particular de mundo, emergen desde las particularidades de los contextos interaccionales en que cada individuo opera, y por tanto se constituyen en legítima diversidad.

Por consiguiente, proponemos que estos habitus, observados como distintos, sean ubicados en el ámbito educativo fuera del eje de la relación entre dominación y poder, señalado por Bourdieu, para situarlos en el contexto de su reconocimiento como habitus legítimamente diversos, dada la singularidad de las redes conversacionales que conforman, y que al mismo tiempo legitiman su surgimiento. Lo anterior no significa desconocer la existencia de este eje al interior de la escuela, pues los antecedentes históricos inicialmente expuestos la ponen de manifiesto. Del mismo modo, la implementación de un marco curricular mínimo, que “supone, por una parte, respetar los elementos que son comunes o característicos de la cultura nacional y la pluralidad de opciones de vida que se expresan en nuestra sociedad” (Mineduc 1999: 1), y que en la práctica se ha transformado en un currículum máximo, es decir, un currículo que resguarda los elementos comunes de una identidad social única pero que no ha logrado cautelar la pluralidad en las opciones de vida, ratifica la relación entre dominación y poder. En este contexto, y reconociendo que la escuela surge como un ente de dominación sobre la base del ejercicio del poder, y que dicha condición se ha perpetuado a pesar de la modificación de las condiciones históricas que han contextualizado a la misma, proponemos intentar democratizar el espacio escolar, a partir del reconocimiento de habitus legítimamente diversos, es decir, de formas de construir visiones de mundo auténticamente distintas.

La finalidad de esta propuesta se centra en el intento por romper la lógica de la relación dominado-dominante, que valida un determinado capital cultural por sobre otro, pues esta diferenciación en la validación resulta improcedente si aceptamos que la construcción de sentidos o significados, que constituyen una visión particular de mundo, tiene que ver con la historia de interacciones de cada sujeto y con el contexto en el que éstas se producen, lo que conlleva a que cualquiera sean los capitales culturales de los que se trate, éstos se configuran como legítimamente diversos y no como más o menos validados.

De este modo, la aceptación de la diversidad no debe mirarse como la sola identificación de algo distinto que se incorpora desde la voluntad de un otro que se encuentra en posición de poder con la finalidad de transformarla en la construcción de una única identidad. Por el contrario, la aceptación de la diversidad a la que nos hemos referido, implica comprender que esta es parte constitutiva de los sujetos, de sus modos de interacción y de sus visiones de mundo.

La materialización de esto último en la interacción pedagógica del aula escolar constituye para nosotras, una forma de romper la lógica dominado-dominante y un paso inicial hacia la democratización del espacio educativo, dado que la incorporación en la interacción pedagógica de diferentes construcciones de identidad, y legítimas visiones de mundo, implican el surgimiento de un proceso educativo que hace visible la diversidad y permite la construcción de una educación participativa. Si bien la planeación pedagógica, es decir, la práctica curricular preactiva, se inscribe en la lógica dominado-dominante y, por ende, en la validación de un habitus por sobre otro, la interacción pedagógica en el aula escolar que reconoce la diversidad, implica una práctica curricular interactiva que tiene la posibilidad de modificar lo previamente planificado, aceptando la incorporación de identidades distintas, en el entendimiento que las interacciones de los actores educativos del aula se produce desde dichas identidades; es decir, se produce desde la imposibilidad de abandonar el habitus desde donde los sujetos han aprendido a relacionarse con los otros.

La legitimación de la diversidad como aspecto constitutivo del espacio escolar implica la aceptación de la misma como elemento estructurador en la configuración de nuestra sociedad. La decisión de situar la diversidad como eje central del saber pedagógico conlleva también decidir respecto al tipo de sociedad que vivimos, ampliando el concepto de identidad para relevar una construcción de sentido respecto al ser chilenos, inclusiva de las múltiples formas de ser que se configuran como producto de diversos contextos interaccionales, los que se desarrollan en el seno de los distintos habitus de grupo presentes en nuestra sociedad. Las implicancias sociales de este nuevo concepto de diversidad incluyen, necesariamente, el abandono de parámetros externos que han sido utilizados como estereotipos en la validación de sistemas de disposiciones oficiales.

De este modo, la construcción educativa en y para la diversidad trasciende el espacio de una demanda meramente social, para convertirse innegablemente en un imperativo ético al que los sistemas educativos en general, y las redes de conversaciones pedagógicas en particular, deben responder. No se trata sólo de resolver demandas sociales a través del abordaje pedagógico particularmente dirigido a grupos diversos en lo socioeconómico, religioso, étnico, de género, etc., que aparecen con capitales culturales heredados descendidos o deslegitimados frente a otros grupos dominantes que imponen su propio habitus. Por el contrario, nos enfrentamos a una necesidad axiológica que no se resuelve por el camino de la compensación, pues como ya se ha señalado no se está en el eje de la relación dominado-dominante, sino que se soluciona por la vía de la aceptación, ya que proponemos situarnos en el eje de la relación de comprensión de lo diverso como legítimamente diverso. Esto quiere decir que la acción educativa abandona la lógica de lo diverso como inequidad que debe compensarse, para situarse en la incorporación de la diversidad a través de estrategias que le permitan a estos grupos distintos propiciar un currículo escolar que incorpore sus propios y diversos capitales culturales, para que desde allí se amplíen los sentidos y significados ya construidos en el fluir de sus particulares estilos de interacción.

Al plantearnos la necesidad de salir del eje de dominación, estamos invitando a que la decisión respecto a los contenidos de la educación no sea el resultado de una disputa de poder, sino el resultado de un reconocimiento de identidades diversas desde las cuales se construyen distintos sentidos del proceso educativo en coherencia con estas identidades.

La comprensión de lo diverso, y las acciones educativas que ella desencadenaría, implican democratizar el sistema escolar y particularmente las relaciones pedagógicas entre el profesor y sus estudiantes, ya que la implementación de un currículo escolar que incorpore los distintos capitales culturales de los educandos no sólo significa modificar lo que se enseña en la escuela, sino también implica modificar las formas en que el contenido del currículo se enseña, así como las formas que el docente propicia para que dicho currículo sea aprendido por los estudiantes; es decir, modificar el estilo del fluir relacional entre el profesor y sus alumnos y alumnas.

La democratización de la escuela es un proceso complejo y multidimensional que implica un cambio significativo en la conceptualizacion social de la educación. La intención de este artículo ha sido abordar el tema de la democratización desde la dimensión de las interacciones concretas que se dan en el aula y, en este sentido, de la relación pedagógica que involucra la práctica docente. Una visión ampliada y democrática de la diversidad implica no “atender lo diferente” sino aceptar como legítimo que dichas diferencias existen, sin establecer sobre ellas cargas valóricas en un sentido u otro, y, de este modo, sin que la diversidad acabe por constituir un elemento para estigmatizar a los niños y niñas que se forman dentro del espacio escolar.

El enfoque sobre democratización que aquí hemos presentado intenta convertirse en una invitación a poner en el centro del saber pedagógico la comprensión de la diversidad y su aceptación como componente legítimo de nuestras aulas, para posibilitar el desarrollo pleno de las potencialidades de los estudiantes y de los profesores que construyen, cada día, el sentido de “ir a la escuela”.

NOTAS

1 DIUMCE/99; FONDECYT 2000 Nº 1000078 y FONDECYT 2002 Nº 1020496.

2 FONDECYT 1060230. Nolfa Ibáñez, investigadora responsable. Tatiana Díaz, coinvestigadora. Soledad Rodríguez y Sofía Druker ayudantes de investigación.

3 Sobre este punto, revisar el concepto de violencia simbólica. Pierre Bourdieu 1995.

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