Revista
de Derecho, Vol. XVII, diciembre 2004, pp. 283-286 RECENSIONES
Alvaro D’ors: Bien común y enemigo público. Marcial Pons, Madrid, 2002 (102 pp.)
Esta obra, la última publicada en vida del egregio jurista, maestro de juristas, don Álvaro D’Ors, es una muestra más de la original filosofía política del profesor catalán. Originalidad que reside en buena parte en su metodología, que aborda temas filosófico-políticos desde una perspectiva jurídica. Así, como el mismo autor asevera en la introducción de su libro, las nociones centrales de éste, aquellas que le dan título, bien común y enemigo público, serán abordadas de manera conjunta por una cuestión de método, para acercar el concepto primero, el bien común (dotado de un profundo contenido filosófico), al segundo término –enemigo público– que, como dice D’Ors es “... extraño para los filósofos” y “atrae el primero al terreno de los juristas” (p.11). Si bien el interés por esta última noción nos muestra a su vez la influencia que la obra de SCHMITT (en especial con su antagonismo amigo-enemigo como quicio de la política) ejerce en la filosofía política del maestro español, nos permite al mismo tiempo apreciar también aquí su originalidad, pues en tanto Carl Schmitt fundamentó su teoría del nomos en los principios de territorialidad y potestad, D’Ors optó por los principios de personalidad y autoridad. El ensayo comienza por sostener la tesis de que el bien común no es el de una determinada comunidad política, sino que –y aquí la luz jurídica sobre el problema se hace presente– del mismo modo que los patrimonios comunes a toda la humanidad (v.gr. la alta mar, que ya describieron los romanos), así también el bien común y los bienes comunes que lo componen son, por definición, universales, y como tales dotados de objetividad. Esa objetividad se opone al mero querer de cada sujeto –lo subjetivo– y dota a esos conceptos de un sentido axiológico en cuya antípoda se ubica el mal o, en lenguaje cristiano, el pecado. En consecuencia, las aspiraciones y metas de un sujeto, ya individual, ya colectivo –como, por ejemplo, una comunidad política– que se opongan a las aspiraciones y metas de otro individuo (o grupo de éstos), han de denominarse interés, ya privado, ya público. Luego, ningún mero interés político puede arrogarse el ser considerado un bien común, lo cual no supone negar que cada persona o grupo pueda tener por interés el logro del bien común, sino afirmar que un bien es aquello que se conforma con la naturaleza y la razonabilidad de las cosas, mientras que un interés es sólo la manifestación de un querer, un movimiento de la sola voluntad y, por tanto –en términos orsianos–, pura potestas, carente de auctoritas. Enseguida el ensayo aborda la segunda noción que le da título, la de enemigo público, a quien concibe como aquél cuyo interés se opone al de una comunidad política determinada (de modo que se trata de una noción de carácter particular y no universal como el bien común). Este enemigo público puede ser una comunidad política distinta, externa (no necesariamente estatal) o bien una persona o grupo de personas miembros de la comunidad afectada por el conflicto de interés, de guisa que en el primer caso nos encontraremos en el terreno del derecho internacional, mientras en el segundo caso en el ámbito del derecho penal, si bien es necesario precisar que, según veremos luego, no todo delincuente es considerado como un enemigo público. En primer lugar, entonces, la enemistad pública puede tener ribetes internacionales o, más precisamente, intercomunitarios o interrepublicanos –tomando república en su sentido más propio de res de un pueblo. Ello da pie a Álvaro D’Ors para adentrarse en el derecho internacional público y formular, entre otras, esta afirmación, que nos ha parecido la más notable por su contingencia y actualidad: sostiene allí nuestro autor que la guerra (expresión de la enemistad pública por antonomasia), al ser la manifestación de un conflicto de intereses entre dos comunidades (no necesariamente estatales), nunca puede plantearse –por ninguno de los bandos– como una lucha entre las fuerzas del bien y el mal. Valga lo anterior para la llamada guerra contra el terrorismo, en el sentido de que por muy reprochables que sean los medios usados por aquellos, las aspiraciones de los mismos no pueden ser despreciadas, y la lucha armada en su contra no puede aspirar a ser tomada como un bien común universal. No existiría, en síntesis, tal cosa como enemigo de o crimen contra la Humanidad, y ha de evitarse dicho lenguaje, puesto que se presta para propaganda a favor de intereses parciales, como ocurriría cuando se trata peyorativamente de terroristas a quienes son legítimos enemigos, para saltarse así el derecho de guerra y no respetar a aquellos que tienen intereses opuestos. En segundo lugar el jurista catalán aplica el concepto de enemigo público al derecho penal. En este contexto explica, en primer término, la diferencia entre el régimen penal y el de la hostilidad bélica, que reside en que mientras aquí rige el principio silent leges inter arma, por el cual pasa a operar el derecho de guerra y cesa la jurisdicción de los tribunales ordinarios a favor de la de los tribunales de guerra, en el caso de los delitos penales opera plenamente el régimen legal y la justicia ordinaria. Luego nos previene el autor que no todo delincuente es estrictamente un enemigo público, puesto que sólo en algunos casos su interés se opone, de manera más o menos directa, al interés de la comunidad política en la que se desenvuelve, mientras otras veces su interés nada más se opone al interés de otro particular. Pese a lo anterior, quien delinque recibirá siempre una reacción penal pública, en tanto el delito viene a ser una a-nomalía, es decir, aquello que contraviene al sistema de reglas (normas, nomos) que una determinada comunidad ha querido brindarse (y resulta notable aquí –por lo dispar de sus orígenes intelectuales– la semejanza con el planteamiento de G. Jakobs). Tal calidad estaría en el núcleo de la fórmula nulla poena sine lege y nullo crimen sine lege, pues al tener la pena su fuente en la ley y siendo la ley la manifestación del interés o voluntad de la comunidad política, no habría delito mientras no haya conflicto de interés con el querer de la comunidad. Por otra parte, D’Ors nos hace caer en cuenta que en su grado más íntimo la naturaleza de la pena es retributiva, en cuanto ella constituye un castigo, o mejor dicho una reacción, contra aquel miembro de la comunidad que tiene un comportamiento antisistémico o anómalo. Para demostrar lo anterior, el autor comenta varios tipos de pena y muestra cómo la reacción más natural es la expulsión, manifestación del principio de conservación del cuerpo social afectado. Así, por ejemplo, la pena eclesiástica de la excomunión, reservada para aquellos que con su conducta rechazan su pertenencia al Cuerpo Místico de Cristo (marginándose así de la vida de la gracia en Éste), tiene por fin sólo explicitar la posición de rechazo a la comunidad de bautizados (ex-comunio) en que el infractor se colocó con su conducta. A modo de conclusión cabe señalar que esta obra es una manifestación más del genio de Álvaro D’Ors, caracterizado principalmente por la acribia de su pluma y por esa hermosa capacidad que reflejan todos sus escritos, en especial aquellos que no son específicamente histórico-jurídicos, de abrir insospechados horizontes intelectuales y hacernos meditar respecto al origen y fundamento de instituciones y tópicos que dábamos por sabidos pero que, cuando nos son mostradas por las explicaciones del maestro catalán, logramos aprehender de manera renovada y profunda. Es más, cada vez que se lee a don Álvaro –y Bien Común y Enemigo Público confirma la regla– los lectores nos descubrimos a ratos con la curiosidad de un chiquillo frente a una novela de aventuras que no puede dejar, encantados con ese juego filológico de dar con la raíz de cada institución jurídica, para sorprendernos con lo sencillo que resulta el derecho cuando se nos explica por quien posee autoridad o, como insistiera D’Ors, “el saber socialmente reconocido”.
Juan Vío Vargas
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