Revista de Derecho, Vol. X, diciembre 1999, pp. 7-18 ESTUDIOS E INVESTIGACIONES
LA CONOCIBILIDAD DEL DERECHO Y LA EXTINCION DE LOS ABOGADOS Un corolario utópico de la codificación
Daniela Accatino Scagliotti Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales Universidad Austral de Chile
Ante la ley hay un portero. A este portero se le acerca un hombre del campo y le pide que le deje entrar en la ley. Pero el portero le dice que en ese momento no puede permitirle la entrada. El hombre reflexiona y pregunta entonces si podrá entrar más tarde. Es posible dice el portero, pero ahora no. Franz Kafka, El proceso. La ley debe ser el manual de instrucción de cada ciudadano y es necesario que él mismo pueda consultarla en sus dudas, sin tener necesidad de intérprete. Jeremy Bentham,
INTRODUCCIÓN Probablemente para nadie sea un misterio que la profesión de abogado no cuenta con demasiado favor y estima entre los demás ciudadanos. Signo inequívoco de problemas. Así parecen ser percibidos popularmente los abogados no solo por los conflictos que deberían ayudar a resolver, sino de las dificultades que parecen agrandarse, complicarse, enturbiarse cuando interviene un abogado. Puesto que son en cierto modo (tomando prestada la imagen de Kafka) los porteros que permiten el acceso al sistema jurídico, en la desconfianza que despiertan los abogados se mezcla también la reticencia que producen en general el complicado mundo de las palabras legales, los procesos y los tribunales. ¿Un mal necesario? Esta parece ser la conclusión a que llegan los ciudadanos respecto de los abogados. Tal vez se sorprenderían si llegaran a saber que prescindir de los abogados, y en general de los juristas o intérpretes profesionales del derecho, no fue en otra época una idea tan descabellada. Que hubo un momento histórico en que se sostuvo que la necesidad de mediadores en el conocimiento del derecho tenía que ver con una serie de defectos de los ordenamientos jurídicos entonces existentes, de modo que la superación de dichos defectos los haría en gran medida innecesarios. Era la época entre los siglos XVI y XVIII en que iba tomando forma el proyecto codificador y la idea de un cuerpo legal breve, sistemático y completo; se proponía, cada vez con más fuerza, como la panacea que podría poner remedio a todos los males del derecho vigente. Este trabajo se propone recordar el sentido y las circunstancias de esta vieja utopía ligada a la codificación, constatar cuál ha sido su destino y descubrir si todavía tiene algo que decirnos hoy, cuando se habla de crisis de los códigos y de nuevo se critica la abundancia de las innumerables disposiciones legales que día tras día se acumulan, dificultando el acceso al derecho1. Para ello situaré, en primer lugar, la idea de la supresión de los intermediarios para el conocimiento del derecho en el contexto del proceso de codificación (i.); luego me referiré a las circunstancias de la época que permiten comprender qué estaba en juego detrás de esa aspiración (ii.); me detendré después en el análisis de la (escasa) medida en que consiguió realización (iii.); para finalizar considerando los ecos actuales de esa lejana utopía (epílogo).
Los códigos como remedio para la oscuridad del derecho El desarrollo del proyecto codificador supuso, ante todo, que se concibiera la posibilidad de los códigos, esto es, que tomara forma la idea de un código de derecho tal como hoy lo conocemos: un libro de reglas jurídicas organizadas según un sistema (un orden) y caracterizadas por la unidad de materia, vigente para toda la extensión del área de unidad política (para todo el Estado), dirigido a todos los súbditos o sujetos a la autoridad política estatal, querido y publicado por esa autoridad, que abroga todo el derecho precedente sobre la materia por él regulada y por ello no integrable con materiales jurídicos antes vigentes, y destinado a durar por mucho tiempo2. No hubo antes del siglo XVIII códigos en el sentido que cobra modernamente esa palabra, hubo sí recopilaciones u otros cuerpos de derecho que reunieron o fijaron materiales jurídicos dispersos, pero no fueron libros sistemáticos, promulgados oficialmente en forma de ley, que regularan en forma completa y exhaustiva una determinada materia3. Son múltiples los factores que fueron entrelazándose en el proceso de transformación de la cultura jurídica y de las instituciones que dieron lugar al desarrollo y la realización práctica de la idea moderna de código. El que más directamente se relaciona con la aspiración de reducir al mínimo a través de los códigos la intervención de los abogados y, en general de los juristas, en las sociedades modernas, es el amplio movimiento de crítica a la falta de certeza de los ordenamientos jurídicos anteriores a las codificaciones, que se desarrolló ya desde el siglo XVI, sobre todo al interior de la escuela humanista, y que fue haciéndose más extenso a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Esas expresiones de insatisfacción, usuales a partir del siglo XVI, se referían a la falta de certeza que provocaba la estructura particularista, casuista y jurisprudencial de los ordenamientos jurídicos de la época4. Objeto de las críticas era fundamentalmente la dificultad de abarcar el conjunto de materiales jurídicos que podían ser relevantes frente a un determinado caso, dada la concurrencia de diversas fuentes y el enorme y controvertido caudal de comentarios y opiniones de los juristas. Si por un lado se hizo por eso usual la metáfora del derecho como un laberinto misterioso e impenetrable5, por otro, comenzaron pronto a pensarse remedios para esa situación. Entre esos remedios se destacó, desde el comienzo, la exigencia de leyes que fuesen pocas y claras, de modo que pudiera hallarse una salida a la oscuridad que rodeaba a la multitud de opiniones de juristas y abogados. Ya en 1531 el humanista Juan Luis Vives expresaba en estos términos esa posibilidad: Presupuesto que la ley es una suerte de regla a la cual cada uno debe acomodar todas sus acciones, es razón que las leyes sean claras, fáciles y pocas para que sepa cada cual a punto fijo cómo ha de vivir y no que por la oscuridad de las leyes lo ignore y por su número excesivo no pueda la memoria retenerlas. Pero aquellos en cuya mano están la consulta y la respuesta en derecho, porque no parezca ser cosa baladí y al alcance de quienquiera el desvelo que se toman por el pueblo, procuran enturbiar las leyes porque no resulte tarea fácil penetrar en su sentido y sea menester acudir a ellos como a un oráculo6. Este fragmento expresa claramente cómo la insatisfacción frente a la situación de los ordenamientos del derecho común suponía también una crítica a la autoridad mediadora de los juristas en el conocimiento del derecho, a quienes se señaló frecuentemente como responsables por excelencia de la incertidumbre y de las desdichas del derecho, del cual son dueños y del cual hacen uso como instrumento de poder y de opresión, aprovechándose de la complejidad de las leyes y acentuándola con sus comentarios para favorecer sus intereses particulares, su posición o status en el orden social7. Una voz destacada en esta crítica contra el poder de los juristas fue la de Ludovico Antonio Muratori, cuya obra Los defectos de la jurisprudencia, publicada en 1742, tuvo gran éxito y divulgación. En ella describe el estado del derecho en su tiempo como marcado esencialmente por la incertidumbre, el desorden y la arbitrariedad; monopolizado y manipulado por los juristas, cuyas opiniones se habían vuelto leyes, sustituyendo a los textos justinianeos ya en sí oscuros y complicados que yacían sofocados bajo el caos de las interpretaciones doctrinales y judiciales. Muratori proponía como solución una intervención legislativa estatal que decidiera los puntos más controvertidos del derecho vigente, particularmente aquellos en que existieran opiniones contrapuestas de los doctores, reuniendo las soluciones en un pequeño código nuevo de leyes que impusiera a los prácticos la obligación de atenerse rigurosamente a ellas. Así decía a diferencia de lo que ocurre con el arte médico (tan controvertido entonces como el de los juristas), en que no es posible zanjar mediante una decisión autoritaria las dudas que lo hacían opinable, en la jurisprudencia o saber relativo al derecho, en cambio: Se puede, y se debería purgarla, no ya de todos (que es algo imposible), pero de gran cantidad de defectos y de opiniones que la deforman. Se puede, digo, porque no exige otra cosa que los príncipes, en cuya mano se encuentra la autoridad de hacer nuevas leyes y de cambiar, reformar y abolir las viejas y de dar reglas a la judicatura sea civil que criminal, quieran emplear su paterno celo prescribiendo, si lo hay, un mejor método en los juicios y zanjando una infinidad de dudas, controversias y opiniones, que se han entrometido en la jurisprudencia. Se debe, digo, o se debería, poner manos vigorosamente a esta reforma, cada vez que se vislumbre con evidencia que en la ciencia legal y en el ejercicio de ella, hay una cantidad no leve de defectos y que tales defectos se vuelven en sumo perjuicio para el público8. Cuando a la valoración de la ley emanada de la voluntad estatal como medio idóneo para conseguir orden y certeza que se manifiesta tanto en la solución propuesta por Muratori como en la exigencia de leyes que sean pocas y claras, se vayan uniendo progresivamente otros requerimientos técnicos la idea de un cuerpo único de leyes, la definición de un orden sistemático que asegure su plenitud, la necesidad de abrogación de todo el derecho anterior, entonces la idea moderna de código habrá tomado forma como el mejor remedio para los defectos de los ordenamientos jurídicos de la época. De ahí que una de las ventajas en que se basó la defensa de proyectos codificadores, tanto por parte de los juristas que asumieron esa causa como en la justificación de las primeras políticas codificadoras de los monarcas ilustrados, fue precisamente la posibilidad de lograr a través de los códigos un conocimiento fácil y directo del derecho por parte de los ciudadanos, un conocimiento no sujeto a la mediación de abogados ni de juristas9. Es en el contexto de este argumento en favor de los códigos, que la crítica a la oscuridad del derecho y a la necesidad de un intermediario entre él y los ciudadanos da paso a la idea según la cual, una vez sustituidos el derecho común y los derechos particulares por códigos legislativos redactados en lengua nacional, completos y autosufientes, claros y sistemáticos, los juristas y abogados en definitiva, los profesionales de la interpretación del derecho serían innecesarios y deberían desaparecer. Así lo expresa uno de los más frevientes promotores de la codificación, Jeremy Bentham10, refiriéndose al código universal que propone en sus esritos: ...no se necesitarán escuelas de derecho para explicarlo ni catedráticos para comentarlo ni glosarios particulares para entenderlo ni casuistas para desatar sus sutilezas: él hablará la lengua familiar a todo el mundo: todos podrían consultarle cuando tuviesen necesidad, y lo que le distinguirá de los otros libros será una sencillez mayor y una mayor claridad. El padre de familia, con el texto de las leyes en la mano, podrá sin intérpretes enseñarlas por sí mismo a sus hijos, y dar a los preceptos de la moral privada la fuerza y la dignidad de la moral pública11. ii. Hacia el conocimiento directo del derecho por los ciudadanos Aun cuando el particularismo y la pluralidad de fuentes jurídicas, incluyendo entre ellas a las opiniones jurisprudenciales, había caracterizado a toda la baja Edad Media, fue solo a partir del siglo XVI y especialmente durante los siglos XVII y XVIII que esas características comenzaron a ser percibidas como defectos y que la posibilidad de un acceso simple y directo al derecho se volvió un tema central y reiterado entre juristas, filósofos, escritores políticos y funcionarios estatales. En este epígrafe se intentará comprender por qué solo entonces la conocibilidad directa del derecho por parte de los ciudadanos se hizo visible como problema y como finalidad, interpretando ciertas circunstancias históricas como factores epistemológicos, que permitieron que ese conocimiento se considerara posible, y otras como factores políticos, que hicieron que además se estimara deseable, conveniente, necesario. a. La posibilidad de un conocimiento directo del derecho se presentaba en los textos de la época como consecuencia del orden y método con que debían ser construidos los cuerpos legales que habrían de sustituir a la dispersión de los materiales jurídicos que entonces integraban el derecho. Esa vinculación entre el método de los códigos y su conocibilidad hunde sus raíces más profundas en el complejo proceso de transformación que experimentaron en esa época los saberes científicos y que también se extendió al terreno de la política, la moral y el derecho a través del iusnaturalismo racionalista o derecho natural moderno. El núcleo central de esa revolución científica en la que destacaron inicialmente nombres como el de Francis Bacon (1561-1616) o Galileo Galilei (1564-1642) fue, como se sabe, la polémica contra la comprensión del saber fundada en la autoridad, que había caracterizado a la ciencia y a la filosofía bajomedieval, ocupada fundamentalmente de interpretar y comentar los textos aristotélicos. A ella oponían los modernos como fueron luego denominados esos autores un criterio de verdad fundado en la experiencia y la demostración matemática, practicable, por consiguiente, a través de la libre investigación individual y no a través de la adhesión acrítica a ciertas opiniones, por mucha autoridad que se reconociera a quien las hubiera formulado12. La posibilidad de un saber que aspirara a la certeza de la demostración en lugar de la probabilidad de la opinión fue referida también a la política, la moral y el derecho por la escuela del derecho natural racional, que se propuso aplicar a esos saberes el nuevo método científico, identificado con el cálculo matemático13. Siguiendo ese método los iusnaturalistas racionalistas emprendieron una doble tarea: por una parte, la de explicar lógicamente el origen y fundamento del Estado a partir de los individuos (que vendrían a ser a la política como las unidades numéricas a la matemática), mediante el modelo del contrato social; por otra, la tarea de construir un sistema científico de derecho natural, es decir, de demostrar racionalmente las normas que deberían regir la convivencia humana, mediante su deducción a partir de definiciones y principios considerados evidentes para la razón14. De este modo, el saber acerca de las normas justas de convivencia dejaba de ser un arcano reservado a quienes se desenvolvieran hábilmente entre los auctores y pasaba a ser un conocimiento al alcance de cualquier sujeto racional: bastaba que este ejercitara su razón conforme al método. Esa misma inteligibilidad universal determinada por el método científico aspiraba por lo tanto a conseguir los tratados sistemáticos de derecho natural. Veamos, por ejemplo, lo que pensaba Spinoza del que bien pudo haber sido su modelo en lo que a la comprensibilidad de un texto se refiere: Euclides, que no escribió sino cosas simplísimas o a lo menos inteligibles, es fácilmente comprendido por todos en cualquier lengua; para entender el pensamiento y alcanzar la certeza acerca de su verdadero significado, no es necesario tener un completo conocimiento de la lengua en que fue escrito, es suficiente un conocimiento común, casi rudimentario, y no es necesario conocer la vida, los estudios, las costumbres del autor, ni la lengua, el destinatario y el tiempo en que se escribió, la suerte del libro y sus varias lecciones, ni cómo y por deliberación de quien haya sido aprobado. Y lo que decimos de Euclides se dice de todos aquellos que escribieron en torno a argumentos por su naturaleza comprensibles15. De la inteligibilidad de los tratados filosóficos abstractos a la conocibilidad del derecho vigente parece haber, sin embargo, muy largo trecho. Con todo, y a pesar de esa apariencia, es precisamente el método de los primeros el que llegará a determinar el orden de los códigos legales y a hacer posible la aspiración a la conocibilidad general y directa del derecho. Ello se explica porque los iusnaturalistas, cuya formación jurídica había sido fundamentalmente romanista, no procedieron usualmente en forma puramente abstracta, con los medios de su sola razón, sino que recurrieron a los materiales del derecho común, especialmente al momento de construir sistemas normativos que no se detuvieran en los principios generales sino que se extendieran a las proposiciones de detalle. De este modo, muchas veces la formulación de una proposición de derecho racional no era otra cosa que la reformulación de uno o varios preceptos del derecho romano, limpios ahora de contradicciones, casuismo y oscuridades, así como de las diferenciaciones introducidas por los derechos particulares16. Esa vinculación con los materiales jurídicos vigentes permitió que obras como las de Ch. Wolff (Jus naturae methodo scientifica pertractata, de 1749), de J. Domat (Les lois civiles dans leur ordre naturel, editada en París entre 1689 y 1694) o de R. J. Pothier (Pandectae justinianeae in novum ordinen digestae cum legibus codicis et novellis, 1748-1752), se convirtieran en el siglo XVIII no solo en el modelo de los tratados científicos sobre derecho vigente, sino también en modelo formal y sustantivo de los proyectos codificadores, tanto de los emprendidos por soberanos ilustrados como en los propuestos por la abundante literatura sobre ciencia de la legislación. Se trasladaba así del ámbito del abstracto derecho de naturaleza al del derecho vigente (o que aspiraba a ser vigente, en el caso de los proyectos de códigos) la posibilidad de una comprensión universal, a cuya vinculación con un método de exposición que va de lo general las definiciones y principios a lo particular las diversas proposiciones normativas se refiere Domat en el siguiente fragmento de Les lois civiles dans leur ordre naturel: Algunos de aquellos que lean este libro dice, podrán sorprenderse de encontrar en varios puntos verdades tan comunes y tan fáciles, que les parecerá innecesario ponerlas, pues no hay quien las ignore. Sin embargo ellos podrían aprender de quienes conocen el orden de las ciencias, que es a través de esas verdades simples y evidentes que llegamos al conocimiento de aquellas que lo son menos, y que para el detalle de una ciencia se deben reunir todas, y formar el cuerpo entero que se compone de su ensamblaje. Así, en la geometría, se debe comenzar por aprender que el todo es mayor que cada una de sus partes... y otras verdades que los niños conocen, pero cuyo uso es necesario penetrar en otros menos evidentes17. b. Si con estos antecedentes se comprende mejor que en los siglos XVII y XVIII el conocimiento directo del derecho haya sido concebido como posible, en la medida que se cumplieran ciertas condiciones de orden y método, queda todavía por entender por qué se asume como tarea o lucha política. Para abocarse a ello conviene tener presente que la bandera de la certeza del derecho y su conocibilidad fue sostenida en consideración a objetivos políticos diversos, por actores que ocupaban posiciones también diversas: por las monarquías absolutas que entendían que la búqueda de certeza implicaba la monopolización por el Estado de la creación del derecho y veían en ella un motivo coherente con sus programas de centralización y concentración del poder y, por otra parte, por la burguesía, que veía en la certeza del derecho una garantía para el desarrollo de su incipiente autonomía mercantil. Lo que permitió esa coincidencia entre ambas fuerzas, aunque sus objetivos finales fueran asimétricos, fue su común oposición al particularismo que entonces caracterizaba a los ordenamientos jurídicos. Precisamente esa oposición constituyó el rasgo distintivo del absolutismo monárquico que siguió, a partir del siglo XVII, a la formación de las grandes monarquías territoriales pues, si con estas se había roto la concepción medieval de la unidad del mundo jurídico, con aquel se rompería el equilibrio jurídico al interior de cada Estado territorial en favor de un poder central y supremo y en contra de todas las otras instituciones del universo jurídico medieval y renacimental, como las clases o Estados, las ciudades, la Iglesia, las corporaciones18. Dado que la pluralidad de diafragmas que se interponían entre el poder central y los súbditos gobernados encontraba su correlato en el particularismo y la pluralidad de fuentes normativas, la política absolutista del derecho se dirigió contra ellos, promoviendo la unificación o simplificación de las fuentes y la reconducción unitaria al Estado al soberano de toda la actividad de producción y de aplicación del derecho. Aún sin entrar a detallar las vicisitudes y los medios de esa política19, la referencia a la finalidad absolutista de configurar un público de súbditos situado directamente sin mediación de otros poderes frente al Estado, ya nos permite entender en qué sentido adhiere la política del absolutismo a la preocupación por la conocibilidad y la certeza del derecho. Puesto que, si el vínculo político directo entre el Estado y los súbditos se expresa fundamentalmente en la general obligatoriedad de la ley en el sentido de disposición normativa de origen estatal, se comprende que la política absolutista haya intentado hacer de ella la principal fuente jurídica (y una vez emprendida en el marco del absolutismo ilustrado del área germánica la política codificadora abrogatoria del derecho común, no solo la principal sino la única fuente) y que su publicidad y conocibilidad inmediata por parte de los ciudadanos constituyera un objetivo deseable20. La otra parte interesada en la conocibilidad directa y cierta del derecho era la burguesía, constituida ya en el siglo XVII y más aún en el XVIII como una poderosa fuerza social, empeñada en promover una radical transformación del orden de la sociedad, que llegará a hacerse efectiva, tras la revolución francesa, en los Estados liberales de derecho del siglo XIX. En un primer nivel básico la preocupación burguesa por la certeza del derecho remite a la racionalidad económica, maximizadora de la utilidad, que dirige la acción individual del burgués: pues si el éxito del negocio comercial supone el cálculo previo de costos e ingresos, entonces la incertidumbre acerca de los efectos jurídicos de las propias conductas, así como de las de los demás, constituye una grave dificultad para la actividad mercantil. El burgués pide un derecho simple y accesible ante todo porque quiere calcular con anticipación y certeza posibles efectos jurídicos, para poder incorporarlos al cálculo de utilidad21. Pero la burguesía no aspiraba solo a un acceso más sencillo al derecho vigente tal como entonces se presentaba, perseguía también un orden social radicalmente distinto. En este punto entra en juego un segundo nivel de entrelazamiento entre la exigencia de un derecho conocible y la ideología burguesa, que nos permitirá establecer la relación política ahora, no epistemológica entre el ideal de un derecho conocible y los códigos modernos. La clave de este segundo nivel de contacto se encuentra en la peculiar apropiación del lenguaje del derecho que caracterizó al enfrentamiento burgués contra el orden existente, en cuanto el nuevo orden posible era presentado como un proyecto jurídico, como la alternativa de un sistema jurídico diferente en su estructura y sentido al derecho vigente22. Así, si el nudo central de ese proyecto de transformación social era la completa disolución de los vínculos feudales con su característica mezcla de poder económico y poder político (la propiedad-relación que define la forma de dependencia entre señor y siervo) y el fin de los privilegios asociados a ese orden social jerárquico, para sustituirlos por el mercado y las relaciones contractuales libres entre individuos, ese objetivo se expresaba more iuridico: propiedad como abstracto dominio individual igualdad de todos los sujetos ante la ley libre contratación. En otras palabras, las formas paradigmáticas de las relaciones sociales propias de un orden de mercado fueron interpretadas jurídicamente (o incluso imaginadas jurídicamente, pues se trataba entonces de una formación económico-social de transición) por el iusnaturalismo racionalista y luego por la ilustración jurídica, de modo que el proyecto burgués se presentaba en términos de la generalización de ciertas instituciones jurídicas opuestas en varios sentidos a las existentes23. El vínculo con la conocibilidad y la certeza del derecho tiene que ver precisamente con una de las dimensiones de esa oposición, ya que mientras la multiplicidad de status personales y de clases de bienes propia del ancien règime dificultaba la representación del derecho en un orden o sistema inteligible para cualquier persona, la abstracción y la generalidad de las categorías liberales el sujeto único e igual de derecho, la propiedad individual y abstracta podía hacer posible, en cambio, una simplificación profunda del derecho y su metódica ordenación en un número relativamente pequeño de proposiciones generales fácilmente conocibles. Este es el punto en que método y política se encuentran, pues a pesar de los esfuerzos del absolutismo ilustrado por reducir la pluralidad de fuentes y ordenar los contenidos normativos, una simplificación de los ordenamientos jurídicos de la época que permitiera su inteligibilidad directa pasaba necesariamente por una reforma política radical que terminara con los privilegios, las excepciones, las diferencias subjetivas y en la naturaleza de los bienes: una reforma que condujera del antiguo régimen a un nuevo orden social24. Esa simplificación solo llegará a hacerse efectiva con la codificación napoléonica, la primera de las codificaciones burguesas que se sucedieron a lo largo del siglo XIX, solo tendrá lugar... ...cuando, tras la revolución francesa, aparezcan en el horizonte europeo códigos que ya puedan responder más netamente a los imperativos racionalistas de unidad de su sujeto, consecuencia de su sistema y generalidad de su régimen; códigos que, una vez que la revolución ha acabado con los privilegios jurídicamente consagrados, pueden, a partir de un concepto ya unitario de persona o sujeto de derecho, desarrollar metódicamente las reglas sin el quiebre de las excepciones25. iii. La incompleta realización de la utopía Si la posibilidad y la necesidad de un conocimiento directo y cierto del derecho fue uno de los temas permanentemente asociados al desarrollo de la idea moderna de código, podría suponerse que la realización del proyecto codificador, una vez que la reforma política permitió la promulgación de códigos verdaderamente metódicos, condujo también a la realización de ese anhelado corolario, haciendo posible que cada ciudadano accediera al derecho por sí mismo y sin necesidad de mediadores. No fue precisamente eso, sin embargo, lo que ocurrió. Pero no adelantemos la conclusión y examinemos mejor qué pasó con esa aspiración, deteniéndonos primero en el período en que tuvieron lugar las primeras codificaciones burguesas, comando como ejemplo el caso francés, y luego en los siguientes desarrollos del Estado liberal. Cuando el Code Civil napoléonico de 1804 fue promulgado no había ya en Francia escuelas universitarias de derecho. Ellas habían sido suprimidas tras la revolución, el 13 de septiembre de 1793, por decisión de la Convención Nacional, en consideración no solo a la caótica situación general de los estudios universitarios (lo que, junto al rechazo de toda formación corporativa, motivó también la clausura de las facultades de teología, medicina y artes), sino a las ideas revolucionarias, críticas de cualquier comentario sobre la ley obra transparente de la voluntad popular que solo podía ser oscurecida por esas interpretaciones y favorables a la liberalización de las profesiones judiciales, las que, de acuerdo a esas ideas, no requerirían conocimientos especiales, diversos a los de cualquier ciudadano, para la aplicación sin interpretación de la leyes26. El siguiente texto da cuenta de la intervención de un representante en la Convención en el debate sobre las escuelas de derecho, ilustrando perfectamente esas ideas: Bouquier exclamaba: ¿A qué de bueno conducen las escuelas de derecho? Las leyes deben ser simples, claras y en no gran número, deben ser tales que el ciudadano pueda siempre llevarlas consigo. Y peroraba contra las escuelas de derecho, diciendo que en vez de crearlas debería castigarse con fuertes penas toda especie de paráfrasis, interpretación, glosa y comentario de las leyes27. Se trata, como se ve, de ideas del todo coherentes con la aspiración a un conocimiento directo del derecho por parte de los ciudadanos. Casi pareciera que las imágenes benthamianas se hubieran vuelto realidad, pues incluso se incorporaron a los programas de las escuelas públicas lecciones básicas de derecho, a fin de que esos niños llegaran a ser luego ciudadanos virtuosos28, según el mismo Bentham sugería: Este (el código universal) debe ser el primer libro clásico y uno de los primeros objetos de la enseñanza en todas las escuelas. En los casos en que se exige una cierta educación, como condición necesaria para poder obtener algún empleo, se podría obligar al aspirante a presentar un ejemplar del código, o escrito por su mano, o traducido en alguna lengua extranjera. La parte más importante debería aprenderse de memoria, como un catecismo, v.g., la que contiene las definiciones de los delitos, y las razones por las cuales se han puesto en esta clase29. Sin embargo, esta tendencia radical, en la que la inteligibilidad inmediata del derecho se vincula al final de la formación de juristas, abogados y jueces profesionales, no prospera. El mismo año de la promulgación del Code Civil se crean por ley doce escuelas de derecho y se definen sus programas de estudio de acuerdo al orden y al contenido de los códigos y principalmente del código civil. Esas escuelas templos elevados en honor de los códigos imperiales30, según expresión de J. Bonnecase pasan a constituirse como Facultades en 1806, cuando se crea la estatal Universidad de Francia y se le reconoce el monopolio de la atribución de grados y títulos. En el contexto de la general finalidad de servicio al Estado que inspiró la creación de la universidad imperial, el restablecimiento de las escuelas de derecho tuvo principalmente por objeto dar respuesta a las necesidades de recomposición de la profesión judicial, pues rápidamente se comprendió que era necesario aislar de la antigua cultura jurídica a los futuros funcionarios judiciales y modelarlos, en coherencia con la ideología de la codificación y a través del estudio exclusivo de los códigos, como autómatas aplicadores de la ley31. Sin ese cambio en la cultura jurídica el nuevo orden representado en el texto del código civil no hubiera podido llegar a realizarse. Aunque no se trataba de formar juristas o teóricos del derecho, sino jueces capaces de aplicar escrupulosamente las nuevas normas de la organización social, los profesores de derecho supieron adecuarse a las reglas del juego y encontaron una nueva forma de legitimar su saber ante los ojos del nuevo poder: el positivismo legalista a ultranza de la Exégesis, que paradójicamente vino a suceder al iusnaturalismo racionalista, como una especie de vuelta a la veneración de un texto sagrado que había caracterizado la relación de los juristas medievales con el Corpus Iuris32. Los juristas asumieron el rol de servidores del texto de la ley, ajenos a toda crítica, y las Escuelas de derecho se volvieron entonces por completo funcionales al nuevo orden. Por otra parte, conseguida la certeza del derecho a través de los códigos inmutables y de una legislación general y abstracta, aplicados ambos mecánicamente por los jueces, de alguna manera el problema del conocimiento directo, sin mediadores, pasó a un segundo plano. Los abogados ya no constituían necesariamente un peligro para los burgueses, pues tenían ya un objeto cierto de conocimiento y no navegaban en un inestable mar de opiniones; por el contrario, podían volverse sus aliados y ahorrarles según el sabio principio de la división del trabajo el precioso tiempo que deberían dedicar de otro modo al estudio personal de los textos legales, cada vez que se enfrentaran a un problema jurídico. Sabiendo que el derecho ampara la propiedad individual y tutela la libre contratación, el conocimiento de los detalles así como la tramitación de los juicios bien puede delegarse en un mediador de confianza. Esta alianza que resta interés al problema de la conocibilidad pública del derecho, se volverá más estrecha a medida que la evolución del nuevo orden social vaya dejando atrás la original simplicidad del sistema de los códigos y el número de normas vigentes vaya elevándose considerablemente, resultando por consiguiente cada vez más dificil su manejo por cualquier ciudadano: leyes antimonopolio, leyes sobre sociedades anónimas, leyes sobre valores mobiliarios, leyes sobre la administración, van abultando el ordenamiento jurídico ya a comienzos el siglo XIX. La paulatina complejización del derecho se multiplicó a partir de la segunda mitad del siglo XIX cuando, con el progresivo fin del sufragio censitario que hacía ciudadanos solo a los propietarios, se rompió la identificación exclusiva (y excluyente) de la burguesía con la opinión pública y la fuente de la ley y otros intereses comenzaron a tener representación en la legalidad. Es la época de las primeras leyes laborales y de la sustracción de las relaciones laborales del ámbito de la libre contratación, a partir del reconocimiento de la desigualdad sustantiva de las partes, de las leyes sindicales, de las leyes sobre seguridad social. Este proceso, como se sabe, sigue intensificándose hasta llegar a los Estados sociales o de bienestar de este siglo, cuando ya poco o nada llega a quedar de la supuesta generalidad o abstracción de la ley y los códigos pasan a ocupar un espacio casi marginal en el inmenso océano de disposiciones legislativas y reglamentarias33. Poco o nada puede asimismo quedar ya del viejo ideal de un conocimiento público y directo del derecho. EPÍLOGO LOS ECOS ACTUALES DE UN VIEJO IDEAL Después de este largo recorrido siguiendo las aventuras y las desventuras del viejo ideal de un conocimiento directo y público del derecho, cabe preguntarse brevemente en qué sentido puede reivindicarse hoy como motivo y bandera esta utopía de la modernidad. En mi opinión, se trata de un proyecto que conserva plena vigencia, a condición, eso sí, que sus términos sean replanteados. No creo que el problema sea tanto el de eliminar toda mediación en el conocimiento del derecho, terminando con abogados y juristas, sino más bien el de considerar críticamente las condiciones en que esa mediación tiene lugar, así como el de distinguir una determinada esfera en que el conocimiento público e inmediato del derecho resulta fundamental. Me parece que la labor de juristas y abogados no se agota en la mediación entre ordenamiento jurídico y particulares, sino que comprende además una importante e insustituible función en la realización y el desarrollo cotidiano del derecho. Una función que comprende, por una parte, la crítica de las disposiciones legales y reglamentarias y de las decisiones judiciales que se aparten de las normas y principios superiores del ordenamiento jurídico (especialmente las normas y principios constitucionales relativos a derechos fundamentales), de la que podrán hacerse cargo sobre todo los juristas no comprometidos con concretos intereses particulares. Y, por otra, el ejercicio cotidiano de la imaginación jurídica, formada en el conocimiento de una tradición de pensamiento y argumentación, para hacer frente a los nuevos problemas y a las nuevas exigencias que se planteen desde la sociedad. Sin embargo, esta valoración positiva de la labor de los abogados no puede hacer olvidar las desigualdades a que puede conducir su mediación, en tanto está condicionada por las posibilidades económicas de quien la requiere. Ya se ha hecho referencia a la alianza entre abogados y burguesía, que determinó en su momento el olvido del ideal de un conocimiento directo del derecho, al resultar compensados los costos de su mediación por el ahorro que representa la especialización del trabajo; hoy esas ventajas permiten incluso a las empresas prescindir de la jurisdicción estatal para resolver sus conflictos jurídicos, pagando costosos arbitrajes a cambio de rapidez y confianza. El problema de la conocibilidad pública del derecho se vuelve entonces el de garantizar a todos, también a quienes no disponen de recursos suficientes, una mediación que garantice un acceso pleno al derecho y a la tutela jurisdiccional34. Los ecos de la vieja utopía pueden apuntar también en otra dirección, hacia la existencia de un ámbito determinado del derecho cuyo conocimiento público no puede prácticamente desligarse de la noción misma de ciudadanía. Se trata del ámbito de los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos y de las garantías que ella y las leyes establecen para asegurar su efectividad. Estos derechos deberían representar hoy lo que antes la propiedad y la libertad de contratación representaron (exclusiva y excluyentemente) para los burgueses: la base de su propio lugar en la sociedad y aquello por lo que se debe luchar para afirmarlo y defenderlo. Es respecto de esos derechos que sí parece hoy necesaria una preocupación pública orientada a su conocimiento por todos los ciudadanos, recurriendo a las estrategias que antes propusieron los ilustrados para el conocimiento de los códigos y especialmente a su incorporación a los contenidos de la educación básica y superior. Sin un conocimiento que haga posible el sentimiento de los propios derechos, la percepción de la propia dignidad como ciudadano que no es, por lo demás, sino la base de su reconocimiento en los demás, nunca podrá acortarse la distancia entre los textos de la Constitución y las leyes y las ilegalidades que exhibe la realidad. Esta defensa social del derecho era uno de los objetivos que se entrelazaban en la vieja idea de su pública conocibilidad, como se puede observar, por ejemplo, en este texto de Bentham: ...si el código general fuera universalmente conocido; si se hiciera de él, como entre los hebreos, una parte del culto, uno de los manuales de la educación; si fuera necesario haberlo grabado en su memoria antes de ser admitido a ejercer los privilegios políticos, la ley sería entonces verdaderamente conocida: cualquiera desviación de ella sería advertida. Todo ciudadano sería su guardián, no habría misterio para encubrirla, no habría monopolio para explicarla, no habría fraude ni artificios para eludirla (p. 154)35. Hoy la misma idea es reiterada, respecto de los derechos fundamentales, por un jurista contemporáneo que destaca la importancia de su garantía social: La experiencia enseña que ninguna garantía jurídica puede sostenerse exclusivamente sobre las normas; que ningún derecho fundamental puede sobrevivir concretamente sin el apoyo de la lucha por su realización por parte de quien es su titular y de la solidaridad con ella de fuerzas políticas y sociales; que, en suma, un sistema jurídico, incluso técnicamente perfecto, no puede por sí solo garantizar nada36. Entendido en los dos sentidos que he indicado, el acceso público e igualitario al derecho es aún, me parece, una utopía que merece aspirar a realizarse y por la que vale la pena luchar. NOTAS
1 Cfr. NATALLINO IRTI, La edad de la descodificación,
J. M. Bosch, Barcelona, 1992; FRANCESCO BUSNELLI, Considerazioni
sulla crisi del codici, con particolare riferimento al codice
civile cileno di Andrés Bello, en Congreso Internacional
Andrés Bello y el Derecho Latinoamericano (Roma, 10/12 diciembre
1981), Caracas, 1987.
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