Revista de Derecho, Nº Especial, agosto 1999, pp. 21-29

ESTUDIOS E INVESTIGACIONES

 

SOBRE LA POTESTAD PUNITIVA DEL ESTADO. LEGITIMIDAD Y RACIONALIDAD 1

 

Juan O. Cofre Lagos

Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Austral de Chile
1 Este trabajo es producto del Proyecto Fondecyt N° 1990726, "Justificación moral del castigo".


Sinopsis

En este trabajo pretendo sugerir que el "Proyecto" de reforma del procedimiento de enjuiciamiento criminal que el Supremo Gobierno ha enviado al Parlamento implica la salvaguarda de un conjunto de valores y principios morales, políticos y jurídicos puestos en circulación hace ya más de dos siglos por el pensamiento filosófico y jurídico moderno; sobre estos fundamentos el pensamiento jurídico liberal construyó el modelo penal garantista que, entre los siglos XVIII y XIX, fue puesto en práctica en la mayor parte de los países civilizados.
Por tanto, el nuevo sistema de enjuiciamiento criminal propuesto, no hace más que poner al día a Chile en esta materia respecto de prácticamente todos los países occidentales que, por otro lado, han sido consecuentes con las actuales teorías de la justicia y el constitucionalismo moderno que han visto en la protección efectiva de los derechos fundamentales de la persona, la razón de ser del Estado de derecho.


 

1. FILOSOFIA DEL GARANTISMO Y DEL CONSTITUCIONALISMO

Apoyado en una ininterrumpida tradición, que puede remontarse hasta Platón, Rawls ha sostenido sistemática y consistentemente que la justicia es la primera y la más fundamental de las instituciones sociales. Nada puede recompensar la ausencia de justicia, ni siquiera un sistema de leyes eficientes y bien estructuradas. Del mismo modo que una teoría científica ha de ser rechazada o corregida si no es verdadera, las leyes de un Estado deben ser reformadas o abolidas si son injustas.

Según el influyente pensador norteamericano, la persona humana posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ningún bienestar social o económico puede atropellar. La justicia es el fundamento de la libertad y en este sentido, podríamos agregar, el acceso cotidiano a este valor deviene el más importante de los derechos fundamentales.

Solo una sociedad que esté cimentada y regulada por una concepción de la justicia puede ser considerada desde el punto de vista cultural, decente y civilizada2.

Naturalmente que esta propuesta podría cuestionarse, alegando como lo hacen Ross3 y Kelsen4, que el concepto de justicia es indiscernible e imposible de aprehensión racional. Rawls pone fuera de juego esta pretensión explicando que la justicia de la que él habla hay que entenderla simplemente como "imparcialidad".

Luego, si una sociedad toma nota de la injusticia reinante en alguna de sus instituciones jurídicas o sociales, está moralmente obligada a generar todas las condiciones necesarias y suficientes que permitan realmente superar ese inicuo estado de cosas. Las sociedades que, por el contrario, reconocen el problema pero no hacen esfuerzo alguno por superarlo, se transforman en colectivos humanos de "mala conciencia"; podrán mostrar avances en el orden económico y material, pero no por eso dejarán de ser sociedades inmorales. Porque si la sociedad ahoga la justicia, como dice Kant, entonces carece de todo valor la vida del hombre en la tierra5.

Este es precisamente el punto focal desde el que yo quisiera reflexionar sobre la "Reforma jurídica del siglo", como ha sido llamada por las autoridades gubernamentales que la han diseñado y propuesto al Parlamento para su estudio y aprobación.

Desde el punto de vista social, los individuos de una sociedad pueden clasificarse en dos grupos: los que se comportan, en sus actuaciones públicas y privadas, conforme a la mayoría, y los que, por diversos motivos, manifiestan una conducta desviada respecto del patrón mayoritario. La criminalidad siempre ha sido considerada por las sociedades como un caso típico de desviación inaceptable que merece el repudio moral de la sociedad y el castigo efectivo por parte de los aparatos represores, especialmente constituidos y que actúan en nombre de la justicia o el derecho. Se supone que si una comunidad quiere incentivar el progreso, la vida pacífica, ordenada y buena, y propender en definitiva a la realización del bien común, es menester confeccionar un catálogo de los actos contrarios al interés social, y luego aceptar que esos actos han de ser penalizados. Ese es el origen del derecho penal; ahí radican los fundamentos de su pretendida legitimidad y de su aceptación social.

Así y todo, no importa cuáles sean los motivos o razones que se diseñen para justificar la institucionalización del castigo, ni los supuestos y fines aleccionadores o correccionales que persiga; el castigo nunca ha sido legitimado moralmente6. La pena es un mal -sutil o brutal- físico, psicológico y moral, deliberado y racionalmente programado por la maquinaria jurídica del Estado, que busca dañar causando sufrimiento y dolor a un individuo dotado de conciencia, vida moral y espiritual.

La historia del Derecho nos muestra distintos sistemas o modelos de punición más o menos motivados racionalmente; sin embargo, ninguno de ellos ha logrado, en mi opinión, jamás justificar moral y racionalmente la pena. Provocar deliberadamente el mal, aunque sea invocando sublimes intereses sociales, irá siempre contra dos principios éticos que no deben contravenirse, porque ya son patrimonio espiritual de la humanidad: no usar nunca al prójimo como medio, porque su dignidad de persona humana lo hace un fin en sí mismo7, y porque es inadmisible conseguir el bien utilizando como medio el mal. Que contra esta doctrina se puedan esgrimir razones de bien social hacen, cuanto más, del castigo una institución tolerable, pero no justificable.

Sin embargo, una vez que una sociedad de hombres racionales y civilizados ha decidido autorizar el castigo contra los transgresores del orden predeterminado jurídicamente, esa misma sociedad queda moralmente obligada a dar todos los pasos y a arbitrar todas las medidas imaginables para que el castigo, primero, recaiga en la justa proporción inequívocamente en el culpable y, en segundo lugar -y quizá más importante aún-, que el derecho minimice al máximo la posibilidad de castigar un inocente. El castigo del inocente, sean cuales sean los motivos o razones que se invoquen para justificarlo, merece, de parte de los hombres con conciencia moral, un veto absoluto8.

Si ya es grave, desde el punto de vista que se quiera mirar, dejar escapar al culpable9, es indigno consentir en el castigo de los inocentes, aunque de ello se sigan ventajas rentables para el orden y la paz social.

Establecer el catálogo de las conductas y acciones antijurídicas y determinar qué clase de castigo merecen los potenciales infractores, es una tarea fundamental del derecho penal, mientras que prescribir el modo cómo se ha de llegara establecer la responsabilidad de un imputado, es la empresa principal del derecho procesal penal.

Una de las cosas que más sorprendió a los pensadores modernos fue la irracionalidad y la iniquidad con que el autoritarismo y el absolutismo políticos trataron y manejaron el tema del castigo en el ámbito del derecho penal10. Como consecuencia de la atención que los iusfilósofos y juristas modernos pusieron en la pena, emergió toda una concepción, enraizada en la mejor tradición racionalista antigua, el cristianismo y las nuevas orientaciones racionalistas del pensamiento europeo, que terminó por imponerse intelectualmente en la cultura jurídica y penal europea.

Son muchos y muy notables las consecuencias que el pensamiento moderno de los siglos XVII y XVIII legó a la cultura europea y occidental. Entre estas es de esencial relevancia el triunfo de la teoría de los derechos fundamentales de la persona que reclamarán la tutela de la sociedad jurídicamente organizada por intermedio del derecho constitucional.

La idea de unos derechos humanos inherentes al hombre, ante los cuales debe detenerse la pretensión dominante y avasalladora de la autoridad y del Estado, tiene su fundamento en amplias discusiones filosóficas que muy lentamente se fueron abriendo paso, desde la Antigüedad, en el mundo intelectual europeo. Los pensadores griegos, especialmente a través de Aristóteles, y después por intermedio de un gran número de pensadores cristianos hasta culminar con Santo Tomás de Aquino, habían sostenido en contra de la sofística y del escepticismo que en cada ente hay una naturaleza (phisis, "natural") entendida como la esencia del ser que posee en sí mismo el principio del movimiento con miras a su propia realización y perfección. Gracias a que el hombre es un ente dotado de razón y voluntad, puede elegir libremente las acciones que concuerdan con su naturaleza racional o que, por el contrario, se apartan de ella. El despliegue del hombre como ser moral, político y jurídico implica, entonces, necesariamente la realización de su naturaleza libre y racional. La libertad será, en consecuencia, durante toda la historia de Occidente, el valor supremo de la condición humana. Sin duda, esta es, en primer término, una conquista del iusnaturalismo antiguo y medieval, perfeccionado por los grandes pensadores empiristas y racionalistas modernos, que concluirá en la teoría de los derechos fundamentales de la persona humana.

Hacia mediados del siglo XVIII esta doctrina había ya triunfado en casi todos los frentes intelectuales europeos y a partir de entonces comenzó a formar parte de las aspiraciones y programas ideológicos de la burguesía dominante.

Ciertamente que el iluminismo y, en general, la modernidad, quiso terminar imponiendo otro autoritarismo, el de la razón; pero así y todo los tiempos postmodernos se beneficiaron de los procesos políticos, sociales y jurídicos que trajo como consecuencia concreta la modernidad11.

Los tiempos modernos, como es bien sabido, se iniciaron con el Renacimiento italiano que imprimió su característico giro copernicano al mundo europeo al centrar la atención en el hombre -lo que no significó en absoluto necesariamente, como se pudiera creer, un olvido de Dios-y, en especial, en sus potencias naturales y creadoras. La principal idea que se planteó, desarrolló y consolidó fue que el conocimiento es una conquista exclusiva de la razón. La ciencia y la filosofía no podían esperar ya el auxilio de la revelación; si se quería conseguir el progreso, los hombres estaban obligados a operar mediante los procedimientos indicados por la razón. Las condiciones estaban dadas para que surgieran los modernos métodos que hicieron avanzar como nunca antes las ciencias formales y experimentales.

Naturalmente, el pensamiento jurídico no quedó al margen de estos progresos del espíritu. También en el campo de la filosofía jurídica los pensadores consideraban a la razón como la fuente y el criterio para discernir los grandes principios del derecho, y a partir de ellos constituirlos modelos legales y los ordenamientos jurídicos concretos de las sociedades europeas.

Y entre estos principios el derecho a la libertad será el primero. Mientras otros pensadores -especialmente los británicos- habían fundado la libertad desde y en la experiencia, el genial filósofo de Konigsberg concibe la libertad y su ejercicio (político, económico, etc.) como una exigencia universal de la razón que el derecho debe hacer posible conjugando el arbitrio de cada ciudadano con el arbitrio de los demás. El Estado será entonces un instrumento destinado a asegurar a sus súbditos sus respectivas esferas de libertad mediante el derecho. El Estado solo es justificado por la razón si asegura jurídicamente las libertades individuales.Eso es un Estado de derecho, es decir, una organización política y jurídica que asegura a los individuos la observancia de la ley como garantía de sus derechos subjetivos12.

La historia del Derecho se ha desarrollado, fundamentalmente, en relación,y teniendo como referente, a la filosofía. El derecho romano y medieval culto se enmarcó dentro de los conceptos iusfilosóficosaristotélicotomistas.El estoicismo, por ejemplo, y su visión humanizada del hombre, influyó notablemente en la evolución del derecho romano primero y, en el derecho moderno, después13.

Con la irrupción de los tiempos modernos -y, como consecuencia, de innumerables factores de todo orden- la preocupación por el ente y el ser comenzó a ceder en favor del imponente problema que representaba la naturaleza del conocimiento. Las preguntas capitales ya no eran: ¿Qué es el mundo?, ¿qué es el ente?, etc., sino, ¿en qué consiste exactamente ese proceso tan extraordinario llamado conocimiento? El entendimiento que conoce, ¿puede, a su vez, volverse sobre sí mismo para analizar y descubrir su complejo funcionamiento? Y el entendimiento, que supuestamente conoce cosas externas a sí mismo, ¿tiene límites? La mente humana, ¿puede conocer todo lo que se representa como posible o, por el contrario, hay objetos que por principio le es imposible aprehender?14.

El Renacimiento había puesto su atención en el hombre, la filosofía en el proceso de representación y cognición, y la teoría iusfilosófica había descubierto en la noción de libertad (esencial al cristianismo) la piedra angular del derecho. El individuo, en tanto hijo de Dios, creado a su imagen, tiene la misión de ejercer una potestad absoluta en el mundo y sobre las cosas del mundo; y de ahí en adelante el derecho será interpretado como un poder que emana de la naturaleza libre y racional del hombre. En verdad -sostiene Villey-, el derecho subjetivo salió del conjunto de la filosofía profesada por Guillermo de Occam, a la que estaba prometida una amplia fortuna.

Estamos, como asegura este autor, en el momento copernicano de la historia de la ciencia del Derecho, en la frontera de dos mundos. Nace un nuevo orden social, en que el derecho individual será la célula elemental, y que se construirá todo entero sobre la noción de potestas, elevada a la dignidad de derecho. De ella penderán, en adelante, las leyes positivas, llegadas a ser la sola fuente del orden, salidas ellas mismas del seno de las potencias individuales; y paralelamente, el contenido individualista,liberal y utilitario de nuestro derecho occidental. Y así como el derecho natural fue la noción que gobernó la ciencia jurídica romana, el concepto de derecho subjetivo será el término clave que gobernará el derecho moderno15.

En síntesis, la cultura moderna se subjetiviza; por el contrario, la cultura antigua y medieval nunca abandonó su principal pretensión: objetivizar el mundo y proporcionar un conocimiento absoluto de él. La perspectiva moderna supone, en cambio, que lo que realmente conocemos no es el mundo, sino nuestras representaciones de la "realidad", y para conquistar una representación certera hace falta que el espíritu despliegue una serie de cuidados y estrategias metodológicas que le permitan construir la verdad16.

Se desplaza el eje, entonces, desde la verdad ontológica a la verdad gnoseológica, desde la metafísica a la teoría del conocimiento, desde el análisis natural al análisis racional o metodológico. Se acentúa la unilateralidad subjetiva del saber entendiéndolo como proceso ya que solo este puede garantizar la seguridad y la certeza. En este sentido la modernidad es esencialmente, y en sus orígenes, método. Se trata de asegurar metodológicamente la objetividad. La atención se dirige hacia los procesos del pensamiento, hacia las reglas y métodos de constitución del saber, con independencia del dominio particular dentro del cual ellos mismos están llamados a operar17.

La obra de Descartes (Reglas para la dirección del espíritu y Discurso del método) asume tempranamente la idea de que el conocimiento es esencialmente una construcción metodológica y que la conquista de la verdad depende absolutamente de los procedimientos racionales empleados.

2. EL MODELO GARANTISTA

Algunos pensadores explican la historia de la humanidad como una lucha entre la civilización y la barbarie, entre el oscurantismo y la claridad, entre la irracionalidad y la racionalidad; así lo entendieron los más notables pensadores modernos. La historia de las instituciones jurídicas también ha sufrido la tensión entre estas dos fuerzas. Nuestro Código de Procedimiento Penal es un ejemplo de uno de estos extremos y por eso algunos de esos procedimientos lo hacen impresentable a los ojos del mundo civilizado y constituye un ejemplo elocuente de un enclave irracional en el corazón de nuestro ordenamiento jurídico.

Precisamente el modelo garantista emerge en el mundo europeo como la antítesis del sistema inquisitivo que tiene sus raíces en la Edad Media cuando el derecho procesal era aún muy poco desarrollado. El garantismo jurídico, que aspira a proteger al ser humano de los abusos que niegan los derechos humanos, es enteramente la consecuencia jurídica, en el terreno penal, del liberalismo maduro producido por el pensamiento moderno e ilustrado. Naturalmente que, como todas las cosas, reconoce antecedentes en prácticas jurídicas -especialmente inglesas- muy antiguas18.

La esencia de los sistemas penales modernos radica en su unidad epistemológica, esto es, en la exigencia de máxima racionalidad en el enjuiciamiento, y en limitar a términos racionales y compatibles con los derechos fundamentales, la potestad punitiva del Estado. De suerte que el derecho penal no debe perder de vista que lo más valioso que puede aportar el ordenamiento jurídico a la sociedad es la protección de la persona humana, incluso cuando esta se ha desviado respecto de la conducta debida y ha incurrido en delitos o conductas criminales. Y cuando la sociedad sospeche que algunos de sus miembros ha transgredido el orden legal, entonces debe hacer dos cosas no incompatibles, sino complementarias: intentar castigarlo y, al mismo tiempo, protegerlo de procedimientos punitivos bárbaros e irracionales.

La estricta legalidad, la materialidad y lesividad de los delitos, la responsabilidad personal, el juicio oral público y contradictorio, la inmediatez, así como la presunción de inocencia del imputado, son los principios más importantes que soportan el moderno desarrollo del derecho procesal penal.

Una mínima relación entre la modernidad filosófica y la modernidad jurídica pone de inmediato a la vista las influencias y las relaciones. Los procedimientos racionales ocupan aquí y allá el primer plano; los filósofos del derecho y los penalistas modernos, más allá del eterno debate entre retribucionistas y utilitaristas, pusieron toda la atención en los procedimientos que debe observar la correcta, racional y justa administración de la justicia penal. Estos procedimientos, cuidadosamente distinguidos por la ciencia procesal, debían ser minuciosamente cautelados por el ordenamiento jurídico y por las prácticas judiciales; es lo que en términos jurídicos se llamó el debido proceso y que implicaba, desde luego, la separación entre las funciones de investigación, acusación y sostenimiento o defensa de la acción penal, el conocimiento de la acusación, la valoración de la prueba y el pronunciamiento del fallo.

A partir de presupuestos epistemológicos, Ferrajoli19 establece una serie de conceptos (pena, delito, ley, necesidad, ofensa, acción, culpabilidad, juicio, acusación, prueba y defensa) que relacionados de acuerdo a determinadas leyes de la lógica generan, desde el punto de vista lógico-lingüístico, un conjunto finito de proposiciones de carácter condicional. El modelo supone un término no definido, pena, y la definición expresa de responsabilidad penal como conjunto de condiciones normativamente exigidas para que un individuo sea sometido a una pena; cada término designa también una condición de responsabilidad penal.

Las proposiciones axiomáticas resultantes no describen en absoluto, sino que prescriben, esto es, no enuncian las condiciones que un sistema penal efectivamente satisface, sino los que debe satisfacer de acuerdo a sus principios. Se trata en verdad de implicaciones deónticas que dan origen a modelos deónticos o axiológicos.

"La adopción de estos métodos, comenzando por el garantista de máximo grado, supone, pues, una opción ético-política en favor de los valores normativamente tutelados por ellos"20.

Cada uno de los diez axiomas que componen el modelo implica una condición sine qua non, o, lo que es lo mismo, una garantía jurídica necesaria para la afirmación de la responsabilidad penal y para la aplicación de la pena. En el fondo, cada una de estas afirmaciones pone obstáculos al castigo, y establece que solo si acaecen determinadas condiciones suficientes y necesarias, se queda autorizado para actuar.

"Precisamente, 'delito', 'ley','necesidad', 'ofensa', 'acción' y 'culpabilidad' designan requisitos o condiciones penales, mientras que 'juicio', 'acusación', 'prueba' y 'defensa' designan requisitos o condiciones procesales, los principios que exigen los primeros se llamarán garantías penales, y los exigidos por los segundos, garantías procesales"21.

He aquí, entonces, el modelo compuesto de diez axiomas:

A1 Nulla poena sine crimine
A2 Nullum crimen sine lege
A3 Nulla lex (poenalis) sine necessitate
A4 Nulla necessitas sine iniuria
A5 Nulla iniuria sine actione
A6 Nulla actio sine culpa
A7 Nulla culpa sine indicio
A8 Nullum iudicium sine accusatione
A9 Nulla accusatio sine probatione
A10 Nulla probatio sine defensione

Lo que interesa observar aquí es que un sistema penal será tanto más garantista en la misma medida que se rija o autorregule por estos principios y será menos garantista por lo contrario, sea que desconozca alguno de estos principios, los transgreda o simplemente los niegue.

Estos diez principios, -lógicamente relacionados, constituyen la base epistemológica moderna del derecho penal garantista. Como se ha visto, fue por obra del pensamiento iusfilosófico, moral y político que estas garantías expresadas por estos principios se incorporaron a partir de fines del siglo XVIII y durante el siglo XIX, al derecho procesal penal y al ordenamiento constitucional de los países culturalmente desarrollados.

3. RAZONES PARA UN CAMBIO EN EL ORDENAMIENTO PROCESAL PENAL CHILENO

Si es verdad, como ha sostenido Kelsen22, que el derecho (ordenamiento jurídico) es un sistema lógico formalmente constituido por normas de conducta que se apoyan unas en otras, según el esquema de la pirámide jurídica, y la validez jurídica es lógicamente derivativa de modo tal que unas normas derivan su validez de otras de mayor rango de modo que las normas inferiores son válidas porque se derivan necesariamente de otras normas también válidas, pero de nivel superior, hasta culminar en las normas fundamentales del orden constitucional, entonces no es posible compatibilizar lógicamente y jurídicamente los procedimientos de enjuiciamiento criminal vigentes hoy en Chile, con las exigencias del debido proceso que se derivan de la Constitución.

Esto, por lo que se refiere a la forma del ordenamiento jurídico. En lo tocante al contenido normativo, se ha dicho ya suficientemente que el ordenamiento procesal penal es también inconsistente con la normativa de algunos importantes tratados internacionales a los que Chile ha concurrido con su acuerdo y subscripción, tratados que garantizan el debido proceso y la protección jurídica incondicional de los derechos humanos23.

Por otra parte, la administración de justicia debe ser coherente con el modelo democrático que la sociedad se ha dado y que naturalmente exige el respeto de los derechos humanos y de las garantías del debido proceso24. La población chilena -según lo revelan todas las encuestas de opinión, opiniones que una nación democrática debe considerar- desconfía de la justicia y no se siente lo suficientemente protegida por las leyes, lo que genera un serio sentimiento de indefensión frente a la delincuencia,pero también frente a las fuerzas represivas del Estado.

Señala, a este propósito, el Presidente Frei en su Mensaje25 que la justicia es ineficaz por su lentitud, por su excesiva burocratización y, lo que es peor, contribuye a la marginalización social. "Los costos de litigar se subsidian -sostiene- y, de esa manera, quienes acceden al sistema son subsidiados por los que resultan excluidos, es decir los más pobres" (...). "Afecta de un modo discriminatorio a los sectores sociales más vulnerables y no consulta formas eficientes de reinserción"26.

Se supone, desde el punto de vista de la filosofía penal, que el fin de la pena -y por lo tanto del derecho penal- es la "salvación" del reo para la sociedad; al castigo debería seguir la reconversión y la enmienda. El castigo implica, en un número quizá excesivo de casos, privación de libertad y reclusión. El derecho supone que cuando un delincuente es condenado a tres años y un día de prisión, su castigo consiste precisamente en eso: en la privación de libertad durante tres años y un día. Pero nadie parece tomar en consideración, lo que podríamos llamar, la pena añadida. La ley no lo condena a ingresar a un recinto en el que, durante ese período, sufrirá todo tipo de vejaciones, físicas, morales y psíquicas, absolutamente incompatibles con la condición humana y que, además, tendrá por casi segura consecuencia práctica, no la reinserción del sujeto en el cuerpo social, sino, paradójicamente, su definitiva marginación de la sociedad. No es extraño entonces que las personas que salen de la prisión después de haber "pagado" su deuda con la sociedad, llevados muchas veces por la incomprensión y la escasa posibilidad de reinserción, continúen delinquiendo hasta el infinito.

Esa situación es extremadamente injusta y debería tocar la sensibilidad moral de la sociedad en orden a corregir esta increíble realidad. No sé si la reforma contempla también todas las medidas adecuadas para avanzar en esa dirección. Si no hay una reforma a fondo, humanitaria y pedagógica en este sentido, o no se hace lo suficiente, la reforma puede tener éxito político, pero no tendrá un efecto práctico de auténtico servicio a la sociedad.

El Derecho -y conviene no olvidarlo- es esencialmente una ciencia práctica (no de mera teoría como la metafísica) que debe estar orientado y dirigido siempre a los fenómenos jurídicos de la vida real. Naturalmente que hacer teoría es muy valioso y absolutamente necesario, pero ello debe reflejarse en el ordenamiento jurídico y no quedar solo en el mundo de las ideas; no alcanzar con teoría la realidad, u orillar un sector de ella, en este orden de cosas, es un defecto que acarrea frustración y desconfianza en la ciudadanía, la que espera un sistema jurídico coherente y moderno, pero también una buena administración real de la justicia.

Luego, si la reforma procesal penal va a traducirse en una mejora de la función jurisdiccional del Estado, va a procurar la equidad, la justicia y, en este sentido, un mayor goce cotidiano de los derechos humanos, entonces la sociedad completa se estará dando una oportunidad nueva para hacer la vida más digna y valiosa moral, política y socialmente.

Quizá sea interesante señalar que la necesidad de esta reforma ya era cosa sentida como un deber por los gobernantes chilenos del siglo XIX, lo que permite inferir que la problemática levantada por los modernos europeos también repercutía en Chile, como es, por lo demás, cosa probada desde el punto de vista de la historia de las ideas.

En efecto, basta con examinar "El mensaje del Código de Procedimiento Penal" del Presidente Jorge Montt de 189427, para darse cuenta que las deficiencias científicas y judiciales del sistema inquisitorio son tan extremas que es impensable que una nación de "primer orden", como implican las palabras del Presidente, pudiese optar por un sistema semejante cuando a esas alturas de la historia hacía tiempo ya que la mayor parte de las naciones cultas habían reemplazado sus sistemas de enjuiciamiento criminal por el sistema de jurados o, en su defecto, por el sistema acusatorio que hoy día se propone. Al leer ese Mensaje se tiene la impresión que lo que el Presidente recomendará es estudiar y promulgar un procedimiento nuevo, moderno y científico. Sin embargo, se lamenta el Presidente que razones de tipo práctico (escasez de recursos humanos y materiales, falta de cultura, etc.) hicieron inviables otras opciones y que, a pesar de todo, no haya otra salida para la justicia chilena que el sistema inquisitivo de enjuiciamiento criminal.

"Se comprende fácilmente -sostiene el Presidente Montt-, que el sistema pueda ser establecido en países ricos y poblados. En Chile parece que no ha llegado aún la ocasión de dar este paso tan avanzado, y ojalá no esté reservado todavía para un tiempo demasiado remoto".

"Ni siquiera ha sido posible -continúa- separar en este Proyecto las funciones del juez instructor de las del juez sentenciador, reforma ya adoptada en el Código de Procedimientos criminales de la República Argentina"28.

En el fondo, el propio Presidente Montt está reconociendo de antemano que este futuro Código carecerá de legitimidad científica y racional.

Como hemos explicado en el curso de este trabajo, el fundamento racional es el único soporte justificador o legitimador de una institución jurídica a los ojos del hombre moderno. Ni siquiera las razones políticas y morales per se, pueden lograr este cometido; por el contrario, solo serán buenas o auténticas razones políticas y morales las que logren convalidarseracionalmente.No hay que pensar de ninguna manera que las conductas morales, e incluso políticas, puedan validarse al margen de la racionalidad. Ni siquiera Santo Tomás habría aceptado tal pretensión.

Pero la necesidad tiene cara de hereje, como se suele decir; y así parece ser a juzgar por la propuesta que muy a su pesar, es justo reconocerlo, se ve obligado a confesar don Jorge Montt al Parlamento, hace ya más de un siglo.

Como no tengo por qué suponer que solo los juristas y abogados leen revistas de derecho como esta en la que escribo este artículo, me referiré todavía con mayor precisión a lo que yo llamaría la irracionalidad intrínseca del actual Código de Procedimiento Penal.

Es irracional porque, mediante sus procedimientos, avasalla al imputado limitando o amputando sus derechos fundamentales, cuando no siempre es necesario; recurre excesivamente a la privación de libertad incluso antes de que se dicte sentencia; priva al imputado de las garantías del debido proceso en tanto no provoca el enfrentamiento contradictorio público y oral.

Desde el lado de la víctima, tampoco las cosas van mejor. Las estadísticas y la experiencia demuestran que el porcentaje de reparaciones y de condenas es muy bajo en relación a los detenidos y procesados. La enorme burocracia y el número excesivo y variado de casos que debe conocer el juez del crimen, hacen humanamente imposible que este pueda dar satisfacción jurídica a quienes legítima y razonablemente lo demandan.

Desde el punto de vista del juez, el sistema inquisitivo implica que la misma persona investiga, acusa y falla. El procedimiento se lleva adelante por escrito y en secreto y por medio de los actuarios, según las prácticas ya erradicadas del antiguo derecho canónico medieval. El juez dicta autos de procesamiento lo que, en muchos casos, implica prisión preventiva que, en rigor, no siempre se justifica. Finalmente, el mismo juez que instruyó la causa dicta la acusación final, y el mismo juez que acusa, debe evaluar su propia investigación en la etapa del plenario, que es escrita y cuando prácticamente todos los antecedentes se han producido en el sumario. Además la resolución puede ser apelada ante los tribunales superiores por diversas razones de forma y de fondo, todo lo cual convierte el procedimiento en un conjunto, o mejor, una mezcla de cosas indebidas procedimentalmente, con un alto grado final de irracionalidad29.

4. CONSIDERACIONES FINALES

Así como el derecho constitucional emergió a la vida jurídica de Occidente como un medio para poner límites al poder absoluto del gobernante y, de este modo, garantizar algunos derechos, considerados fundamentales por el pensamiento moderno y liberal, así también el garantismo penal fue un invento intelectual del pensamiento ilustrado que, mediante una serie de garantías procedimentales, buscó la protección del ciudadano frente al arbitrio punitivo del derecho y de las instituciones represivas del Estado.

El mal, con su rostro de dolor y sufrimiento, pareciera ser connatural a la condición humana. Nunca ha abandonado al hombre ni por un momento, lo ha seguido como su sombra siniestra a través de casi todas las instituciones que ha ido fundando en la historia. Por lo que toca a su origen, hay dos tipos de dolor, el dolor metafísico, llamémoslo así, que está dado fatalmente de antemano y que el hombre como ser consciente y racional no puede ignorar. Se trata del dolor inevitable consustancial a la naturaleza humana y que tiene su origen en motivos y razones metafísicas y teológicas muy oscuras y difíciles de explicar y de aceptar racionalmente. Existe, además, el dolor agregado, que surge a consecuencia de la libertad y que el hombre ha añadido, a veces con placer, a la vida humana y a sus organizaciones y prácticas sociales. Porque es precisamente generado por el mal consciente y libremente buscado se trata de un dolor, teóricamente, evitable.

El hombre es libre y racional, luego depende de él y solo de él erradicar este artificio de la tierra; ese ha sido el sueño de los utopistas e idealistas de todos los tiempos que han creído firmemente en la condición humana. El cristianismo postula que este tipo de mal solo puede ser eliminado del mundo por la santidad30 o, lo que es lo mismo, la vida cristiana ejemplar en la que el amor, la misericordia y la redención desempeñan papeles centrales.

Esa institución llamada derecho penal contribuye también con su cuota de dolor y sufrimiento a hacer más triste la vida del hombre. El derecho penal no puede sustraerse al mal cuando pone en marcha la maquinaria represiva del Estado para castigar a un hombre, aunque sea culpable. Ciertamente que el derecho puede invocar -y así lo ha hecho a lo largo de la historia- razones de todo tipo para legitimar a los ojos de los hombres el empleo de la fuerza en la producción del dolor; con todo, la producción adicional de sufrimiento que implica el derecho penal, no ha encontrado hasta el día de hoy -en mi opinión y como ya lo dije antes- argumentos que lo justifiquen del todo moral y racionalmente. Siempre tendrá una sociedad pendiente de rendición la institución del derecho penal. Sin embargo, hay que hacer esenciales distingos: algunas sociedades han preferido ignorar el problema moral que representa la pena; otras, en cambio, más humanas y conscientes de sus limitaciones justificatorias, han hecho o hacen esfuerzos por mitigar, mediante el uso de la racionalidad, la consecuencia indeseada que conlleva la pena y, a la vez, proteger al ciudadano del ciego celo punitivo que a veces se apodera de los ordenamientos jurídicos y de las instituciones represoras del Estado.

Tengo la impresión que la conciencia de culpa y, por tanto, del consentimiento de cosas moralmente indebidas, que expresa la sociedad de fines del siglo XIX, por medio de su primer mandatario, al anunciar que Chile, por razones de orden práctico, ha tenido que elegir el peor de los modelos de enjuiciamiento criminal, se fue adormeciendo durante el siglo XX, de suerte que nuestra teoría penal, política y moral no hizo los suficientes esfuerzos para recordarle a la sociedad que tenía una deuda pendiente con los procedimientos de la justicia criminal y que, seguramente, han significado, a lo largo del siglo, injusticias y sufrimientos evitables.

El proyecto de reforma global de la justicia criminal en Chile, propiciado por el gobierno finesecular, ha retomado la conciencia crítica y moral de la política del siglo pasado, en el sentido de que se ha percibido con verdadera sensibilidad moral y jurídica que este estado de cosas ya no puede tolerarse más en un país civilizado que aspira a gozar de una democracia plena, y a pasar de las palabras a los hechos en la protección y garantía de los derechos fundamentales, lo cual implica comportarse en consecuencia, en su justicia penal, de acuerdo a los principios de estricta legalidad y estricta jurisdiccionalidad, como acontece en los modernos Estados de derecho.

La creación del Ministerio Público, la propuesta de reforma del Código de Procedimiento Penal, el compromiso de la creación de la Defensoría Pública, más una serie de reformas a la legislación que es menester emprender para darle coherencia a todo el sistema, implican un enfrentamiento con la crisis de legitimidad que acompaña a la justicia criminal chilena; un interés por reducir sus estructuras más inicuas e irracionales al mínimo posible de acuerdo a las modernas teorías jurídicas garantistas y minimalistas que hace ya más de un siglo imperan en los países europeos y en casi todos los iberoamericanos.

De ahí, entonces, que se declare que el principio central de la reforma procesal penal que se propicia sea la existencia de un procedimiento compatible con los valores que deben imperar en un Estado de derecho, lo que, por lo demás, de suyo viene exigido por el mandato constitucional y por los tratados internacionales relativos a la protección de los derechos fundamentales y que Chile libre y soberanamente ha suscrito, como no podía ser de otra manera si aspira a ser respetado por la comunidad internacional como una nación culta y civilizada.

Un Estado de derecho solo es tal si es capaz de garantizar el debido proceso, esto es, posibilitar que la víctima tenga una eficiente representación de sus intereses, que alcance de los órganos jurisdiccionales una reparación eficiente y rápida; que el imputado (y ya no "procesado") sea tratado como inocente mientras no se dicte una sentencia condenatoria en su contra; que tenga garantizado su derecho a una defensa jurídica expedita y eficaz; y que los jueces queden en condiciones de descargar un trabajo que no les corresponde y puedan, por tanto, dedicarse a lo que de suyo es la esencia de su tarea: hacer justicia con apego al derecho de manera racional y objetiva.

Si el Estado se ha comprometido, por intermedio de sus autoridades gubernamentales de hoy, a reformar el atrasado sistema de enjuiciamiento criminal, creo que Chile estará saldando una deuda moral histórica con su propia sociedad y con el orden jurídico internacional que propende a que los derechos humanos no sean solo una declaración poética, sino una auténtica realidad.

 NOTAS

1 Este trabajo es producto del Proyecto Fondecyt N° 1990726, "Justificación moral del castigo".

2 Cf. John Rawls. Teoría de la justicia. Cap. I "La justicia como imparcialidad". F.C.E. México D.F., 1978.

3 Cf. Alf Ross. Sobre el derecho y la justicia. EUDEBA, Buenos Aires, 1977.

4 Cf. Hans Kelsen. ¿Qué es la justicia? Ariel. Barcelona, 1991.

5 Para profundizar en el tema de la justicia, cf. Brian Barry. Theories of Justice. The University of California Press, 1989; Carl J. Friedrich & John W. Chapman (eds.).Justice. Prentice-Hall, Inc. Atherson Press. New York, N. Y. 1963.

6 Cf. Eduardo A. Rabossi. Sobre la justificación moral de las acciones. Cooperadora de Derecho y Ciencias Sociales. Buenos Aires, 1972.

7 Tal es la conocida y prestigiosa teoría moral de Kant. La moralidad consiste precisamente en esto: en que el hombre es persona, lo cual significa que tiene dignidad y no precio. De ahí que cualquier teoría o acción que tome al hombre no como fin en sí mismo, sino como medio, es inmoral. Cf. Metafísica de las costumbres. Edición española de Adela Cortina. Tecnos. Madrid, 1994.

8 Recuérdese que en el Antiguo Testamento hay un conmovedor pasaje en el cual Abraham intercede por Sodoma. Yahvé, cansado de las injusticias que cometen los habitantes de Sodoma y Gomorra, ha decidido exterminarlas. En ese momento Abraham se dirige a Yahvé y le observa que es contrario a la justicia divina castigar a justos y a pecadores "lejos de ti el hacer tal, que hagas morir al justo con el impío, y que sea el justo tratado como el impío; nunca tal hagas. El juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?" (Gen. 18: 25).

9 Cf. I. kant. Op. cit. "El derecho penal y el derecho de gracia", pp. 165 y ss.

10 Cf. R. Garraud. Traté théoriqueet practique d'instruction criminelle et de procédure pénale. Paris, 1907; Cesare BECCARIA. De los delitos y las penas (Traducción de Juan Antonio de las Casas). Madrid, 1968; E. paillás. Derecho procesal penal. Vol. I. Editorial Jurídica, Santiago, 1984.

11 Nicolás Casullo (ed.). El debate modernidad posmodernidad. Ediciones El Cielo por Asalto. Buenos Aires, 1993.

12 CF. Guido Fassó. Historia de la filosofía del derecho. Vol. 2. Ediciones Pirámide, Madrid. 1982, p. 273.

13 Cf. Edgar Bodenheimer. Teoría del derecho. Cap. VI "El derecho natural estoico y cristiano". F.C.E. México, D.F. 1946.

14 Cf. Michel Villey. Estudios en torno a la noción de derecho subjetivo. Ediciones Universitarias de Valparaíso. Valparaíso, 1976.

15 Op. cit. "La génesis del derecho subjetivo en Guillermo de Occam", pp. 149-190.

16 Cf. Jurgen Habermas. Teoría de la acción comunicativa: complementos y estudios previos. Cátedra, Madrid, 1984.

17 Cf. Daniel Innerarity. Dialéctica de la modernidad.

18 Cf. op. cit. R. Garraud.

19 Cf. Luigi Ferrajoli. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal Editorial Trotta. Madrid, 1995.

20 Id. Op. cit. p. 92.

21 Id. Op. cit. pp. 92-93.

22 Cf. Teoría pura del derecho. Cap. IX. "La estructura jerárquica del orden jurídico" (pp. 135-162). EUDEBA. Buenos Aires, 1994 (28 ed.).

23 Chile ha suscrito diversos tratados internacionales a los cuales corresponde dar pleno acatamiento, según lo prescribe el Art. 5° de la Constitución chilena. Entre estos son de fundamental importancia "El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos", adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966; "El Pacto de San José de Costa Rica o Convención Americana de Derechos Humanos", aprobado por la Conferencia de la Organización de Estados Americanos el 22 de noviembre de 1969.

Sobre esta materia pueden tenerse presente los siguientes estudios: Francisco Fernández Segado, "La teoría jurídica de los derechos fundamentales en la doctrina constitucional". Revista Española de Derecho Constitucional. Año 3, N° 39, 1993; José Luis Cea Egaña, Sistema Constitucional de Chile. Síntesis Crítica. Universidad Austral de Chile, Valdivia, 1999.

24 Ronald Dworkin sostiene que solo en democracia es posible construir un auténtico estado de derecho. Cf. Los derechos en serio. Ariel Derecho. Barcelona, 1989.

25 Cf. "Mensaje de S.E. el Presidente de la República. Proyecto de Ley que establece un nuevo Código de Procedimiento Penal". Boletín N° 1630-07 de la Cámara de Diputados.

26 Id. Op. cit. p. 58.

27 Cf. Código de Procedimiento Penal. "Mensaje del Código de Procedimiento Penal" por S. E. don Jorge Montt del 31 de diciembre de 1894 (pp. 11-24). Editorial Jurídica, edición de 1995.

28 Id. Op. cit.

29 Un análisis ordenado y didáctico sobre esta materia es el que realiza Jorge Cortés Monroy de la Fuente en "El Proyecto de Reforma Procesal Penal Chileno en General y el Ministerio Público en Particular". Anuario de la Facultad de Ciencias Jurídicas. Universidad de Antofagasta (pp. 35-48).

30 Recuérdese la bella y profunda frase de Cristo, "Yo he vencido al mundo". San Juan, 16: 33.