Revista de Derecho, Vol. III N° 1-2, diciembre 1992, pp. 79-96

DOCUMENTOS

 

Revisión de la teoría constitucional

 

José Luis Cea Egaña

Profesor de Derecho Político y Constitucional


Resumo en este ensayo mi posición en el tema.
Trátase, por ende, de una visión personal y no exenta de discrepancias, más que nada en punto a mi crítica de conceptos, definiciones, clasificaciones, explicaciones y otros rubros recogidos de la doctrina extranjera y aplicados a nuestro medio, a menudo sin la necesaria evaluación.
He procurado enfatizar los problemas y sus posibles soluciones, conectados unos y otras al constitucionalismo chileno y, en cierta medida, también con el que conozco de Latinoamérica. Asumo para ello que tal constitucionalismo es parte del proceso homónimo universal que singulariza a la civilización humanista de nuestro tiempo. Pero asumo también que ese constitucionalismo tiene rasgos esenciales propios, quiero decir, típicos de nuestras culturas iberolatinas.
Al margen he dejado la bibliografía, jurisprudencia y Derecho Comparado, limitándome a citar sólo los autores que han sido mencionados en el ensayo.
En fin, por motivo de extensión se publica aquí sólo la primera parte de aquél, esperando que la segunda y final lo sea en el volumen siguiente de esta misma Revista.


 

I. OBJETO DE TEORÍA CONSTITUCIONAL

Trátase del conjunto de principios, normas y técnicas político-jurídicas que, con sujeción al constitucionalismo, determinan con validez universal el concepto, características, contenido y finalidad de la Constitución de cualquier Estado Nación.

Es claro, por ende, que la Teoría Constitucional no versa sobre el análisis y evaluación de la Ley Suprema de un Estado concreto, pues su tema es de sentido y alcance general. Claro resulta, asimismo, que dicha Teoría se funda y desarrolla dentro de los parámetros del constitucionalismo, es decir, de un movimiento que propugna la promoción y defensa de la dignidad y derechos esenciales de la persona humana, sobre la base del gobierno o Poder limitado por aquel objetivo capital. En fin, es claro también que la Teoría que nos ocupa se construye deductiva e inductivamente, ambas vías simultáneamente y no una sola, porque en ella encontramos principios normativos o de recta conducta que se nos presentan con el rasgo de validez universal, a la par que hallamos otros principios resultantes de la experiencia histórica, del aspecto empírico que tienen los procesos político-jurídicos.

II. IMPORTANCIA DEL TEMA

Con él se relacionan muchos otros asuntos del Derecho y la Política. Más aún, ninguno de los tópicos de Derecho Político puede entenderse desvinculado de la Teoría Constitucional. Bastaría, por ende, tal consideración para comprender la relevancia del asunto, v. gr., en relación con el Estado de Derecho, la democracia, los derechos humanos, la legitimidad de los gobiernos, el examen comparativo de éstos y de los ordenamientos supremos que los rigen.

La importancia de la Teoría Constitucional, empero, excede largamente los aspectos recién mencionados y adquiere, en particular respecto de Chile y, más generalmente, de América latina, singular trascendencia doctrinaria y práctica. Efectivamente, y con ánimo ilustrativo, tengamos presente que la aplicación de aquella Teoría permite:

- Pronunciarse con rigor sobre la legitimidad formal y sustantiva de una Constitución, punto éste que se vincula con el procedimiento seguido para el establecimiento de una Carta Fundamental y con el contenido, materia o sustancia de los derechos, deberes y garantías contemplados en ella;

- Responder también con rigor a la pregunta ¿por qué son tan escasas las Constituciones de larga vida y tan numerosas las de corta duración? Al contestar a la interrogante planteada y otras conexas, debemos evaluar cada Constitución en estudio desde los diversos ángulos que señala la Teoría Constitucional, o sea, los de índole histórica, sociológica, ideológica y cultural, principalmente;

- En fin, resolver otros problemas tales como los siguientes: ¿Deben ser cambiadas las Constituciones, o, más bien, formados los ciudadanos en las exigencias de un gobierno civilizado? ¿Está la causa, si no única al menos principal, de la inestabilidad constitucional de un Estado en las deficiencias de su Carta Fundamental o, por el contrario, ésta no es más que el reflejo, bueno o malo, de los gobernantes y gobernados del Estado respectivo? ¿Es razonable y práctico esperar de las Constituciones lo que un pueblo y sus capas dirigentes no están dispuestos a realizar? ¿Qué sentido tiene redactar una Constitución clara y completa si, a la vez, se buscan y encuentran los medios para no cumplirla? ¿De qué depende entonces la eficacia de las Leyes Supremas? En definitiva ¿es en nosotros mismos, seamos gobernantes o gobernados, que debemos investigar primero la causa y solución de la inestabilidad constitucional, o por el contrario y citando a Bobbio1, hemos de hacerlo asumiendo que esa prioridad yace en las Constituciones?

III. PLAN DE LA EXPOSICIÓN

Dedicaré la atención, en primer lugar, a precisar la etimología, el sentido o acepciones y la definición de la Constitución.

En seguida abordaré la explicación de por qué y cuándo vale una Ley Suprema; la trayectoria o evolución del constitucionalismo; las dificultades para conjugar el pasado, presente y futuro de un pueblo en su Constitución, tema éste que denomino Aporía Constitucional; finalmente, profundizaré las implicancias de la conciencia constitucional.

El párrafo siguiente será dedicado a la estructura y clasificaciones de las Cartas Fundamentales. Después me ocuparé de los principios y técnicas del constitucionalismo.

Con el estudio de la supremacía de la Constitución, el control de ella, la interpretación de su texto y tanto los casos críticos como su desenlace finalizaré la exposición.

IV. ELEMENTOS PARA UNA DEFINICIÓN

Al responder a la pregunta ¿qué es la Constitución?, Ferdinand Lassalle dedicó, en 1862, una conferencia que ha llegado a ser clásica en los estudios constitucionales. Procurando también nosotros contestar a esa pregunta, nos detendremos en la raíz o etimología de la palabra, los sentidos o acepciones con que ella es usada y, finalmente, daremos algunas definiciones, las que serán después analizadas, para concluir proporcionando el concepto del autor con las razones que lo fundamentan.

El estudio del origen o etimología de la palabra Constitución nos introduce en el objeto de ella.

Efectivamente, Constitución viene del sustantivo latino Constitutio o Constitusionis, el cual significa Estado, condición, carácter o complexión2. En un significado más próximo al que nos ocupa, aquel sustantivo quiere decir arreglo, disposición, orden u organización del Estado. Por su parte, el verbo latino constituere indica la acción de ordenar, configurar, disponer u organizar, acción la mencionada que conlleva la idea de decidir o resolver, o sea, de ejercer potestad de mando.

Aplicando lo expuesto a la Constitución del Estado Nación, podemos decir que en su origen o etimología ella se refiere al orden de la sociedad política, a la configuración de su Poder de mando o Soberanía, a la estructura o sistema de organizaciones que ejercen ésta, en fin, a la disposición de los gobernantes y gobernados en dicho sistema.

Avancemos ahora desde la etimología a las acepciones del término que nos ocupa.

Resulta desde tal ángulo que la Constitución del Estado Nación puede ser entendida en el triple sentido de Constitución natural, real y jurídica.

Desde el punto de vista natural, la Constitución se refiere a las características con que la naturaleza ha dotado a un pueblo y al ambiente geográfico que él habita. La complexión, rasgos físicos, manera de ser u obrar, virtudes y defectos de un pueblo, entre otros, son rasgos de esa Constitución Natural concerniente a la población del Estado Nación respectivo. A tales rasgos se añaden otros que versan sobre el paisaje, la topografía, la configuración geográfica, la ubicación, vías de comunicación, riquezas y deficiencias de recursos materiales y otros rubros que también informan aquella Constitución en sentido natural, es decir, la que trata de las características humanas y geográficas que la naturaleza ha infundido al pueblo de un Estado Nación y al territorio que éste habita.

Concebida así, la Constitución Natural es lo dado o recibido por un pueblo, rasero básico que, con la cualidad de primer y principal supuesto, influye en lo que dicho elemento humano construye o desarrolla a partir de aquél, o sea, en su cultura.

Si damos un paso y nos detenemos en su acepción real, la Constitución apunta directamente al tema político, de manera que este concepto presupone un avanzado nivel de evolución en la trayectoria histórica de un pueblo. Más precisamente aún, la Constitución Real se refiere a los hechos políticos, a lo que sucede verdaderamente en torno al Poder o Soberanía, a los consensos y conflictos que ocurren entre gobernantes y entre éstos y los gobernados, a la actividad política concreta y práctica en la que hay actores con Poder, otros que luchan por alcanzarlo, a la obra de gobierno que se realiza y a la que se mantiene pendiente, etc.

En la segunda acepción explicada, la Constitución Real se entiende en una dimensión sociológica, es decir, de lo que la experiencia nos permite captar de ella, de aquello que empíricamente advertimos, más que nada a través de la observación presente y del análisis pretérito de los fenómenos políticos.

Por último, encontramos la Constitución Jurídica, expresión que se refiere a tres ideas distintas.

Efectivamente, y en un primer sentido, la Constitución Jurídica puede ser entendida en su significado formal, o sea, el texto de Derecho positivo en que ella se encuentra, el libro que contiene su preámbulo, articulado permanente y disposiciones transitorias, sin explicaciones o comentarios. En seguida, señalamos que dicha Constitución tiene un sentido material, expresión ésta con la que se deja claro que sólo lo fundamental, esencial o de suma importancia para la organización y funcionamiento del Estado Nación debe quedar incluido en la Constitución Jurídica formal o reputarse típico, propio o característico del sentido material de una Ley Suprema. Finalmente, encontramos el concepto de Constitución según el Constitucionalismo, con el cual nos referimos a determinados Códigos Políticos que merecen el nombre de genuinos o legítimos porque han sido establecidos según los procedimientos que fija el constitucionalismo, poseen un contenido que reconoce preeminencia a los derechos humanos, organizan un sistema de gobierno limitado, controlado y responsable, someten la conducta de gobernantes y gobernados al imperio del principio de juricidad, contemplan el pluralismo, la rotación ordenada de oposición y gobierno en el Poder y otros rasgos igualmente importantes.

V. DEFINICIONES

De las innumerables definiciones que merecen ser citadas, nos limitaremos a proporcionar sólo dos, una ajena y otra propia, analizándolas y evaluándolas.

Los respetados profesores Mario Verdugo y Ana María García3 comprenden "por Constitución del Estado el conjunto de normas y reglas escritas no escritas, codificadas o dispersas, que forman y rigen su vida política".

Tal definición nos suscita diversos comentarios y observaciones.

En primer lugar, consideramos correcto calificar de genérico o amplio a dicho concepto, pues abarca a las Constituciones escritas y a los regímenes constitucionales o Cartas Fundamentales Consuetudinarias, como asimismo, incluye a las Leyes Supremas codificadas en un solo texto y a las que se encuentran dispersas en varios textos, pese a que configuran en conjunto un solo corpus constitucional en sentido material.

Empero, son observaciones críticas a tal definición, entre otras, las siguientes:

Omite ella el carácter de Estatuto Supremo o la Ley Máxima que tipifica a una Constitución en relación con las demás normas de un sistema jurídico. Tal vez, por la naturaleza de las materias que, según la definición en análisis son propias de una Carta Fundamental, podría entenderse tácitamente incluida en ese concepto el rasgo de supremo o máximo a que aludimos.

Omite también la definición en examen las exigencias, formales y sustantivas, que el constitucionalismo contempla en punto a la legitimidad de una Constitución. Podríamos pensar que, dese este ángulo, la definición se refiere únicamente a la aceptación jurídico-formal de una Carta Fundamental.

Por último, la definición que comentamos reduce el ámbito de aplicación de la Constitución sólo a la vida política del Estado, sin extenderla a los aspectos esenciales de la convivencia social y económica del grupo humano que lo habita. Nos parece que esa reducción no se armoniza con las tendencias constitucionales contemporáneas, preocupadas de infundir realidad a las Constituciones sobre la base de una participación intensa y con elevada autonomía de los grupos en los sistemas social y económico del Estado Nación. Una vez más, sin embargo, nuestra observación se desvanecería si el concepto de política empleado en la definición fuera de alcance muy vasto, esto es, comprensivo del gobierno en lo fundamental de la economía y sociedad del Estado Nación.

Por nuestra parte, definimos una Constitución como la Ley Suprema del Estado Nación que, cumpliendo los principios y técnicas del constitucionalismo, ha sido legítimamente establecida para regular, con eficacia y justicia, las bases y finalidades esenciales de la convivencia política, social y económica de un pueblo.

Deseamos comentar nuestra definición, realzando sus notas principales.

Así, y en primer lugar, la definición nos parece clara en cuanto a la singularidad de la Constitución, porque ella es expresión de la unidad de la soberanía y debería ser también uno de los símbolos de la unidad de la Nación en su acepción histórica y cultural, en uno y otro aspecto realzando el elemento espiritual.

La definición realza también que se trata de la Ley Suprema, rasgo éste que implica al menos los dos rubros siguientes: Primero, que la Constitución es un sistema de Derecho positivo, es decir, que ella se exterioriza en un texto de ese carácter; y segundo, que la Constitución no tiene sobre ella, en el ámbito del Derecho positivo válido y vigente, otra jerarquía o categoría de normas de dicha naturaleza. De esta doble cualidad deriva, como veremos, la supremacía formal y sustantiva que se reconoce a una Carta Fundamental.

La definición precisa, en seguida, que la Constitución tiene que ser establecida cumpliendo los principios y técnicas del constitucionalismo, como igualmente que unos y otros deben ser también cumplidos en cuanto al contenido de la Ley Suprema, esto es, a los derechos, deberes, garantías, potestades públicas, control y responsabilidad en el desempeño de éstas. El constitucionalismo, entonces, determina la legitimidad de origen y la legitimidad en el contenido de una Carta Fundamental, sin que nos parezca propio hablar de legitimidad de ejercicio en este punto. Resueltamente, por lo tanto, sostenemos que no es indiferente o que signifique lo mismo aplicar cualquier método para estudiar y aprobar una Constitución, como tampoco que el contenido de ella pueda apartarse de las ideas del constitucionalismo.

La Ley Suprema es establecida para regular, con eficacia y justicia, los objetos que la definición menciona. Es decir, adherimos a, la concepción trialista del Derecho en general y, en particular, del Derecho Constitucional, pues afirmamos, con mención a los elementos de nuestra definición:

Primero, que la Constitución es Derecho positivo, rasgo que se halla en la referencia a que se trata de la Ley Suprema del Estado Nación;

Segundo, que es un ordenamiento jurídico formulado con el propósito de regir, de ser obedecido, respetado y cumplido, rasgo que se encuentra en que la Constitución aspira a regular con eficacia la conducta de gobernantes y gobernados, y Tercero, que es un sistema expresivo de valores, reflectante de una axiología sobre la dignidad y los derechos del hombre, la libertad, la igualdad, la justicia y el bien común de éste, rasgo al que la definición apunta donde manifiesta que "aspira a regular con justicia" la convivencia en el Estado Nación.

Claro todo lo anterior, puntualicemos que la definición no dice que las Constituciones sean, en la práctica o realidad, siempre eficaces y justas. Lamentablemente, a menudo lo que ocurre en los hechos es el fenómeno contrario, el cual tendría que llevarnos a reflexionar sobre las causas y posibles soluciones de tal problema.

El objeto de la Constitución son las bases y finalidades esenciales de la convivencia del pueblo regido por ella. No se trata, entonces, de regular con detalle o minuciosidad esa materia sino que, por el contrario, limitarse a lo esencial en cuanto se refiere a los fundamentos o cimientos de un orden y de las instituciones del mismo y, además, a los objetivos, metas o propósitos que el pueblo aspira realizar a través de ese orden y sistema institucional. Sólo lo que por su indiscutible y elevada importancia resulta indispensable para cimentar o fundamentar tal orden y llevar a la práctica aquellos propósitos queda, en suma, incluido en el rasgo de esencialidad a que nos hemos referido.

Repetimos, por consiguiente, que la Constitución debe ser clara y precisa en la definición de tales bases y finalidades, pero que para satisfacer esa exigencia no es necesario -pensamos que incluso es inconveniente o negativo - que ella sea extensa o desarrollada en su texto.

Finalmente, la definición señala que la convivencia es política, social y económica, simultáneamente, de manera que lo esencial de esos tres ámbitos debe ser contemplado en la Constitución. No estimamos acertado, consecuentemente, limitar el sentido y alcance de la Ley Suprema, especialmente si la comprendemos en función de las demandas del Estado Nación de nuestro tiempo y de las que nos parecen ya previsibles del futuro, sólo al aspecto político, a menos que éste sea concebido en términos comprensivos de los elementos macroeconómico-sociales. Pero, entiéndase bien, tampoco por esta vía proponemos que la Constitución tenga un texto extenso.

Sabemos que es difícil lograr brevedad, claridad y precisión en el marco defini-torio de la legitimidad económica y social en un país. Sin embargo, alcanzar esa meta es posible, como lo demuestran en el rubro la Constitución chilena de 1980 y sus reformas.

VI. TRAYECTORIA DEL CONSTITUCIONALISMO

Hemos dicho que este movimiento tiene por base y finalidad el respecto y protección de la dignidad y los derechos de la persona humana. Trátase, por ende, de una concepción antropológicamente fundada, orientada y realizada.

Para ello, el constitucionalismo limita el Poder en atención a que esa dignidad y derechos son superiores a la soberanía. El Constitucionalismo, en suma, restringe el ejercicio del Poder mediante el Derecho, sometiendo aquél a éste para así lograr, en la mayor medida posible, porque jamás será lograble por entero, que la libertad, la igualdad y la justicia imperen en la convivencia de gobernantes y gobernados.

El Constitucionalismo tiene antecedentes, algunos muy remotos, pero todos desplegados en la civilización occidental y, desde ésta, derramados al mundo entero. No debemos confundir, empero, los antecedentes, de un lado, con el constitucionalismo tal cual lo concebimos en la actualidad, de otro. Por eso, consideremos por separado los dos tópicos mencionados.

En punto a los antecedentes, comenzamos señalando que toda polis o forma política, por antigua y simple que haya sido, tuvo su Constitución en sentido amplio, de manera que el asunto es de orígenes tan tempranos como la organización de la convivencia política misma.

Nítido lo anterior, sin embargo, podemos reconocer que en la Grecia clásica se encuentran los gérmenes más tempranos de lo que hoy llamamos Constitucionalismo. Efectivamente, Aristóteles en su Política, escrita en el siglo III a.C.4, no sólo realizó el primer estudio empírico y comparativo de las Constituciones de más de 150 polis griegas sino que, de mayor importancia todavía para nosotros, planteó el principio cardinal del gobierno limitado, es decir, el Poder que resulta legítimo cuando es ejercido para el bien común, esto es, el de todos y cada uno de los ciudadanos de la polis o sociedad política de su época.

En el Imperio Romano advertimos la decadencia de aquella concepción griega, particularmente explicable por el énfasis que los jurisperitos otorgaron al Derecho Privado y la menor atención que dieron al Derecho Público, esto es, del Estado o República.

Semejante fue el panorama en la Alta Edad Media, salvo excepciones como San Isidoro de Sevilla y otros pensadores que, en los siglos VI y VII de nuestra era, plantearon nuevamente el imperativo del gobierno limitado por el Derecho.

El estudio de los últimos tres capítulos del Digesto de Justiniano, dedicados a cuestiones propias del Derecho Público, efectuado ya en el siglo XII en la Universidad de Bolonia, unido a las reflexiones de John de Salisbury y Bartolo de Sassoferrato en el siglo XIII, marcan el comienzo del resurgimiento del principio del gobierno limitado. En la Baja Edad Media, entonces encontramos Fueros, Cartas o Leyes Fundamentales v.gr., en Dinamarca, España, Hungría e Inglaterra, aprobadas por los Concilios o los primeros Parlamentos que corresponden al principio nombrado. La Carta Magna inglesa de 1215 es el más importante de tales documentos.

Las guerras por motivos religiosos unidas a los grandes descubrimientos y al nacimiento de los ejércitos permanentes condujeron a la concentración del Poder, integrando por la fuerza los múltiples reinos, principados, señoríos y feudos medievales e imponiendo, también por la fuerza, la paz dentro de o entre ellos. El Renacimiento, la Reforma y los conflictos que desencadenan aquél y ésta se sitúan en tal contexto. El resultado es la configuración del Estado Moderno a comienzos del siglo XV, con el Poder temporal centralizado, único y supremo, ejercido por las monarquías absolutas en los territorios que habían conquistado. En ese cuadro, naturalmente, no hubo lugar para el principio del gobierno limitado, aunque los teólogos católicos, especialmente Vitoria y Mariana, lo recordaran a menudo por razones éticas y religiosas.

La quinta fase en el proceso que describimos se encuentra en la lucha que el iusnaturalismo racionalista presentó en contra de las monarquías absolutas.

Situándonos en las postrimerías del siglo XVII, la Gloriosa Revolución Inglesa de 1688 marca el comienzo de los grandes acontecimientos isurreccionales que terminaron derribando, cien años después, a esos despotismos. Fue en el contrato o pacto político y social que Hobbes, Locke, Montesquieu y Kant, sucesivamente, concretaron su iusnaturalismo racionalista, para explicar así que los gobiernos nacen del consentimiento de los gobernados manifestado en tales pactos, motivo por el que los puebles deben ceñirse a éstos, de manera que quebrantarlos libera a los gobernados de la obligación de obediencia a sus gobernantes. Para fácil consulta, aplicación certera y perpetua memoria, en las Constituciones iban a quedar escritos los términos de aquellos pactos.

Las revoluciones inglesa de 1688, norteamericana de 1776 y francesa de 1789 mostraron la capacidad que tenía la burguesía para organizarse, difundir sus postulados contractualistas y finalizar derrotando a las monarquías absolutas. Todos esos movimientos insurreccionales se hicieron en contra del Poder absoluto y en defensa de la vida, la libertad individual, la propiedad privada, el justo proceso legal previo y otros que hoy llamamos derechos fundamentales. Para que lo anterior fuera claro, recordado y cumplido, la burguesía victoriosa logró que esos derechos fueran reconocidos expresamente en las Constituciones.

A fin que tales derechos resultaran efectivamente respetados, la filosofía de la ilustración, con Montesquieu y Kant a la .cabeza, desarrolló la hoy llamada Teoría de la Separación de los Poderes. Al principio del gobierno limitado por el respeto a los derechos naturales del hombre, uníase ahora el principio de la división de las funciones estatales con frenos y contrapesos entre los órganos encargados de ejercerlas.

Observemos claramente, sin embargo, que no es lo mismo el gobierno limitado, por un lado, de aquella separación, por otro, porque ésta es una técnica que sirve a la realización del valor sustantivo ínsito en aquél. La diferencia aludida se entiende mejor si pensamos que, en gobiernos monopartidistas o en las autocracias, las Constituciones también contemplan la separación de poderes, pero tratase de declamaciones vacías porque tales gobiernos son ilimitados o llegan hasta el límite que ellos se autoimponen, lo que en la práctica no es garantía de certeza alguna en punto al respeto por ellos de los derechos humanos.

El constitucionalismo en sentido exacto o estricto nace, en consecuencia, aproximadamente en las postrimerías del siglo XVIII, como resultado de los antecedentes reseñados hasta aquí.

Tal proceso de imperio del Derecho sobre el Poder a través de una Constitución escrita, contempla la Declaración de Derechos (Parte Dogmática) y el Instrumento de Gobierno (Parte Orgánica) al servicio de aquellos, la separación de los poderes con frenos y contrapesos entre estos, la responsabilidad por el desempeño de las potestades públicas y la soberanía residente en la Nación o en el Pueblo.

Tal Constitución escrita y con el contenido enunciado es rígida en su reforma, o sea, más difícil para modificarla que una ley común. Aquella Constitución, escrita y rígida, goza de supremacía, con lo que queremos decir que tiene el rango o jerarquía máxima entre las normas jurídicas de un sistema estatal de Derecho positivo. Este último rasgo se le infunde en 1804 por la Corte Suprema de los EE.UU. en el caso Marbury vs. Madison que examinaremos luego.

Aquel Constitucionalismo era individualista en la concepción social y ligado a la democracia liberal en lo político. Tales vertientes ideológicas comenzaron a ser revisadas en Europa a fines del siglo XIX, a raíz del marxismo y de la comente social demócrata. La Doctrina Social de la Iglesia enfatizó también la temática socioeconómica y la injerencia que tiene el Estado en la realización del bien común, aunque las Encíclicas precisan que esas funciones estatales tienen necesariamente carácter subsidiario respecto de las iniciativas y actividades de grupos e individuos.

Secuela de las revoluciones rusa y mexicana, como asimismo de la Primera Guerra Mundial, en la década de 1920 comienza a desplegarse el Constitucionalismo Social, denominación que apunta a los derechos sociales cuyo goce efectivo se confía que legitime a los sistemas democráticos. Concisamente, Bowen explica la idea de justicia inherente a los derechos sociales, escribiendo que "El ser humano necesita y exige; la sociedad debe: He aquí el motor de la solidaridad"5.

Ya no son únicamente los derechos individuales los que proclama y defiende el Constitucionalismo sino que, con semejante vigor, reconoce y protege ahora el derecho al trabajo, a una remuneración digna por él, al descanso, a la protección de la salud y a la seguridad social, a la educación y a la enseñanza, en dos palabras, a los Derechos Sociales que se materializan en el que se llamará Estado de Bienestar y después Estado Providente. De un Pueblo Nación formado por ciudadanos abstractos, o santos laicos como observa Burdeau6, se transita por aquella vía a un Pueblo Real integrado por hombre situados concretamente en la lucha por una calidad de vida mejor.

El nuevo Constitucionalismo Social se desarrolla paralelamente con la Democracia Social. Esta se singulariza por el sufragio universal, el pluralismo de partidos articuladores de la voluntad ciudadana y de las decisiones de los órganos políticos, la participación masiva en los procesos políticos y socioeconómicos, el robustecimiento de la acción de los grupos intermedios (sindicatos, gremios, asociaciones vecinales, educacionales, etc.) en la tarea del desarrollo integral, la dispersión geográfica del Poder por la descentralización política y otras áreas de semejante relevancia. Se quiso así vivir la democracia no sólo como proceso aplicable a la adopción de las decisiones políticas para que sean legítimas, sino que, siguiendo a Vanossi, sobre todo vivir la democracia como modo y finalidad de convivencia en el triple ámbito de lo político, lo social y lo económico7.

La materialización de los ideales descritos quedó, sin embargo, principalmente en las manos del Estado. Para realizarlos, éste fue adquiriendo más funciones y atribuciones de contenido y ejercicio discrecional.

Crecieron por ello enormemente el tamaño y el Poder del Estado, especialmente en el sector de la Administración o burocracia, puesto que a partir de los años 30 del presente siglo, el Estado pasó a tener injerencia decisiva en la distribución y redistribución de la renta nacional a través de los tributos, en el control de las finanzas públicas y privadas, en el ahorro y la inversión, en el empleo y solución del desempleo, en la regulación y después desplazamiento del mercado por empresas estatales, en la planificación del desarrollo, en el otorgamiento de subsidios a los sectores socioeconómicos más necesitados, en la penalización de los nuevos delitos económicos (infracción a las normas de precios, control de calidad, cuotas de producción, monopolios, importaciones y exportaciones, defensa del consumidor, etc.).

Aunque es indudable que los sectores de ingresos económicos medio y bajo de la población lograron de esa manera un mayor bienestar, también es indiscutible que el crecimiento el Estado lesionó gravemente los postulados constitucionales de un gobierno limitado por el respeto y promoción de los derechos humanos.

Para los grupos socioeconómicos y políticos prominentes, la acción estatal se movía por designios ideológicos, especialmente de índole marxista y había resultado en atropellos de algunos de esos derechos, como el que fue situándolos en la oposición al nuevo Constitucionalismo. Convencidos que eran víctimas de despojos por consignas ideológicas, algunos de esos grupos desahuciaron los métodos democráticos y se plegaron a los movimientos totalitarios de corte fascista.

Lo que Loewenstein llama desvalorización de la Carta Fundamental o desconstiíucionalización y que se percibe al finalizar la década de 19308 tuvo, por ende, causas variadas y precisas. El totalitarismo derivado de esa pérdida de fe en el Constitucionalismo y la democracia obedeció, en otras palabras, no sólo al crecimiento exagerado del Estado y a su injerencia en los más diversos aspectos de la vida personal o grupal, sino que también se explica por la manipulación ideológicamente interesada de ese crecimiento, por el propósito de eliminar a los sectores prominentes ya aludidos, para implantar el colectivismo, por el fracaso de múltiples proyectos públicos y las cuantiosas pérdidas que ello acarreó, por la inacción en que el Estado sumió a los grupos sociales, por las demandas prometidas y después insatisfechas, por los desórdenes y las huelgas, y por otras razones de paralela importancia.

A la vuelta de unos años, los totalitarismos se encargaron de demostrar las atrocidades que eran capaces de llevar a cabo. Ese siniestro tipo de gobierno, único creado en el siglo XX, se desenvolvió en las crueles dictaduras nacistas, fascistas y estaliniana, con un Estado todopoderoso y la persona por entero despojada de sus derechos y garantías inalienables.

La caída de los totalitarismos después de la Segunda Guerra Mundial, el retorno a la democracia en países gobernados por dictaduras militares y el colapso de los socialismos reales en las tiranías comunistas, nos sitúan hoy en un período auspicioso para el Constitucionalismo. El rasgo principal de tal período se encuentra en la mayor conciencia que existe, de gobernantes y gobernados, en punto a la necesidad imperiosa de proteger y promover tanto la dignidad de la persona como los derechos humanos. Podemos aseverar que esos valores son la médula de la democracia constitucional y se erigen en el fundamento y objetivo ético de los gobiernos legítimos.

En suma, vivimos un proceso de reconstitucionalización, es decir, de retorno a los principios del gobierno limitado por el Derecho y de robustecimiento de las técnicas para cumplir esa meta, v. gr., a través de nuevas y efectivas acciones judiciales para cautelar los derechos humanos en el orden interno e internacional, como asimismo mediante la descentralización o dispersión (territorial y funcional) del Poder en sentido político y socioeconómico.

VII. ¿POR QUÉ VALE UNA CONSTITUCIÓN?

El asunto se refiere a las razones que explican cuándo, por quiénes y en qué medida es respetada y obedecida una Carta Fundamental. Aunque a esas interrogantes tiene que dársele una contestación de fondo, no faltan las respuestas jurídico formales. Revisaremos brevemente las cuatro tesis principales en el tema9.

1°. La tesis iusnaturalista es sustantiva o de fondo.

Afirma que una Constitución vale porque y cuando corresponde a principios y normas de Derecho natural sobre la persona, la sociedad y el Estado. Aquellos principios y normas son suprapositivos en relación con el Derecho estatalmente formulado y poseen, además, el carácter de anteriores a este último tipo de ordenamiento.

En resumen, la tesis referida asevera que los destinatarios de una Constitución la acatan y cumplen cuando la reputan legítima por ser expresiva de los valores, superiores y anteriores al Derecho positivo, que se hallan en el Derecho natural en torno a la dignidad y los derechos inalienables de la persona y su proyección en los sistemas socioeconómico y político. Obedecer a la Ley Suprema, en tal caso, podríamos decir que es un imperativo de conciencia.

2a. La tesis de la mayoría sociológica o empírica es también sustantiva.

Con sujeción a ella, gobernantes y gobernados cumplen lo dispuesto en la Constitución cuando ésta corresponde a los intereses, sentimientos, aspiraciones y otros factores semejantes sustentados por la mayoría de la población de cada Estado Nación. Una Carta Fundamental vale, en otras palabras, si refleja esos factores dominantes, los cuales tienen que ser constatados empíricamente y respecto de cada generación.

Evidentemente, esta tesis conduce a la inestabilidad de la Constitución y del sistema fundado en ella, pues toda Ley Suprema deviene en tal virtud cambiante para que sea actual o expresiva de los sentimientos, intereses y aspiraciones de las generaciones presentes. Pero tampoco puede, por otro lado, ser desconocido el mérito de ella en cuanto aprestar atención a los factores reales de la convivencia política en sentido amplio.

3° La tesis decisionista es igualmente de fondo y agregamos que también resulta ser empírica.

Afirma ella que una Constitución vale porque y cuando expresa la decisión de quienes tienen el Poder, lo ejercen sin sujeción a normas previas y superiores que lo restrinjan y son capaces de exigir el cumplimiento forzado de lo así resuelto.

La Constitución, en suma, es el resultado del Poder, una consecuencia de éste, pues tal Poder crea a placer el Derecho, el cual desde la Carta Fundamental para abajo le queda lógica y prácticamente subordinado.

Indudablemente, la tesis decisionista, cuyo más connotado expositor es Karl Schmitt10,priva a la Constitución de autonomía frente al Poder, ya que éste dicta libremente aquélla. Mal puede una Constitución limitar entonces a un Poder que es intrínsecamente ilimitado. En pocas palabras, es una tesis que se opone a la esencia misma del Constitucionalismo, porque plantea el absolutismo del Poder o gobierno ilimitado, esto, además, con sujeción a fines que no son humanistas o personalistas.

4° La Tesis Positivista de Hans Kelsen11 es, por último, estrictamente formalista.

De acuerdo con ella, la Constitución vale porque es la normativa hipotética fundamental, la cual ha sido dictada ciñéndose al procedimiento para ello a lo previsto en el Derecho positivo vigente. Este procedimiento se halla, en definitiva, en la Constitución precedente y así hasta arribar a la primera Carta Fundamental.

La Constitución es un supuesto a priori de validez necesaria y originaria, es decir, no derivada de otra anterior.

Criticando la tesis de la mayoría empírica, Kelsen afirma que la Constitución se refiere al deber ser y no al lo que es, porque el ser no puede desprenderse del deber ser ni éste de aquél. La Constitución, en consecuencia, vale porque contempla un deber ser con jerarquía de supuesto necesario y originario.

Francamente, estimamos por completo forzada, irreal y meramente lógico-formal esta construcción kelseniana. Su carencia de adecuación a los hechos y bancarrota conceptual históricamente demostrada la priva, en síntesis, de relevancia en el asunto, más allá de la defensa que el positivismo aún efectúa de ella.

5° Nuestra tesis se vincula a la legitimidad sustantiva y procesal de la Ley Suprema, esto es, a su legitimidad material y de origen cuanto de ejercicio, respectivamente.

Por cierto, ambas cualidades deben concurrir en un mismo Código Político porque se refuerzan recíprocamente. Pero atribuimos clara o neta superioridad al ámbito sustantivo, pues versa sobre valores preeminentes a lo adjetivo o formal.

Esa preeminencia de fondo o sustantiva la ligamos con el iusnaturalismo, o sea, con el reconocimiento y promoción de la dignidad y derechos inalienables de la persona humana por su naturaleza intrínseca. Sin embargo, nos basta que en las Constituciones se encuentren asegurados los derechos humanos y sus acciones cautelares para que no persistamos en la estéril polémica iusnaturalista-positivista. Por cierto, esa proclamación en el texto tiene que ir paralela a la correspondiente vigencia práctica, ya que sin ésta es pura declamación frustrante aquélla.

VIII. APORÍA CONSTITUCIONAL

Usamos la palabra aporía en el sentido que le otorgó Aristóteles12, para quien era tal un problema insoluble porque se presenta una y otra vez con facetas o aspectos nuevos, llevándonos a pensar que es un asunto tan complejo y cambiante que no podemos fijarlo definitivamente para así resolverlo.

En la Teoría Constitucional podemos llamar aporía a la dificultad ante la cual la mayoría de los países se enfrenta para darse una Carta Fundamental perdurable o que logre arraigarse indefinidamente en el tiempo. ¿Por qué, en realidad, son tan escasas las Constituciones longevas y tan numerosas las de breve duración? ¿Por qué muchas Cartas Fundamentales fracasan a la vuelta de una o dos décadas y poquísimas logran sobrevivir un lapso equivalente a la vida de una persona adulta?

Es nuestra convicción que la respuesta a esas preguntas debe buscarse en el tópico de la legitimidad de una Constitución, sustantiva o medularmente entendida en primer lugar y con carácter principal, pero legitimidad también concedida en punto al proceso nomogenético o método seguido para elaborar y poner en práctica la Constitución.

¿Y cómo alcanzar el grado más hondo y vasto posible de legitimidad en los dos ámbitos recién aludidos?

Pensamos que, siguiendo la tipología de Manuel García Pelayo13, ese grado es posible lograrlo partiendo de la base que una Constitución es y tiene que ser expresiva de la convivencia humana, o sea, que ella debe reflejar el pensamiento y la acción de la persona, individualmente o asociada, en su triple dimensión histórica, actual y futura. La Carta Fundamental, en otras palabras, en paralelo fiel con los tres tiempos del verbo, ha de condensar lo valioso de la experiencia recogida por un pueblo que es su pretérito o acervo histórico nacional; condensar igualmente las aspiraciones, intereses, valores e inquietudes de las generaciones presentes; y condensar, por último, lo que se llama el Proyecto Máximo, o lo que es igual, el Ideal de Derecho y Sociedad con el que se compromete un pueblo y sus gobernantes para la consecución del bien común o, como se lo llama también hoy, el desarrollo humano o la mejor calidad de convivencia.

En la integración de aquellas tres dimensiones, a las cuales Ilya Priogogine llama la paradoja del tiempo vivido y que no se puede plegar sobre sí ni invertir14, dimensiones esas que son expresivas de la acción humana e inevitablemente ligadas entre sí, los autores de una Constitución deben acertar para que ésta tenga mayores posibilidades de arraigarse en el alma o cultura de un pueblo. Y decimos acertar o dar con la síntesis más completa y fiel posible de la fórmula de integración de pretérito, presente y futuro de la convivencia política, social y económica porque es indispensable realizar tal labor con sentido crítico o evaluativo en esos tres ámbitos.

Ser crítico del pasado en el sentido de no reputarlo siempre valioso por el solo hecho de ser tal, pues hubo en él procesos negativos y defectos que debemos corregir o prevenir. Ser crítico, asimismo, del momento presente en lo que éste razonablemente nos exhibe como inadecuado, disfuncional, injusto o inconveniente. Y ser crítico, en fin, del Proyecto Máximo en el sentido que una Constitución no es sinónimo de utopía, porque ésta equivale a lo irrealizable y aquélla a lo que somos, siempre con esfuerzos, capaces de llevar a la práctica.

En resumen, no aspiremos a resolver por completo la aporía constitucional, pero sí tratemos de avanzar tras ese objetivo conjugando armónicamente lo valioso de la Tradi ción, del momento en que convivimos y de los proyectos de una sociedad mejor. Que la Constitución así elaborada o reformada sea como nosotros somos, es decir, que no sea sólo un texto y espíritu vuelto al pasado, detenido en el momento presente o mirando nada más que al porvenir sino que, simultáneamente, esos tres tiempos, con sus inevitables y saludables tensiones que dinamizan al intelecto y movilizan a la buena voluntad para proseguir en la interminable tarea de construir una comunidad mejor

IX. CONCIENCIA CONSTITUCIONAL

La palabra conciencia, entendida en su sentido natural, obvio o corriente, significa la cualidad del espíritu humano de reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta. En tal concepto nos parece que la clave yace en la voz reconocerse, pues el conocimiento interno de uno mismo y externo por los nexos con el prójimo, efectuado reflexivamente, constituye la médula de nuestra conciencia en su más lato significado.

Ahora, cuando hablamos de la Conciencia Constitucional efectuamos una extrapoliación, pues lo hacemos para indicar la cualidad cívica o atributo predominante en un pueblo políticamente maduro o civilizado, mediante la cual él puede percatarse, darse cuenta o reconocer el grado de consenso o nivel de disenso que siente con respecto a la legitimidad de la Carta Fundamental que lo rige.

La conciencia Constitucional, entonces, es la magnitud de acuerdo o desacuerdo de una Nación en la legitimidad de su Constitución. Cuando predomina claramente el acuerdo, esa unión legítimamente infunde vida a la Ley Suprema escrita, la mantiene vigorosa, explica por qué es cumplida, venerada y perdurable en cuanto constantemente renace. Aquella conciencia integra a la comunidad y la Constitución encarnándose recíprocamente, identificándose ambas entre sí, abstrayendo las normas de su condicionamiento histórico, hasta darles una realidad intemporal. Tal lazo psicológico, enraizado entre la realidad y la normatividad, hace de la Carta Fundamental no una mera formulación escrita de preceptos jurídicos de contenido político, social y económico, sino un cauce abierto, "a través del cual pasa la vida, vida en forma y forma nacida de la vida", como escribe Heller15.

Surge y se renueva así un sentimiento mítico de la comunidad en su Constitución y ésta adquiere e incrementa la fuerza de un símbolo que, como la bandera, el escudo y el himno nacionales, junta, concita respeto y obediencia.

La conciencia constitucional hace que la Carta Fundamental escrita viva porque es vivida y que rija efectivamente la realidad política. Dicha conciencia existe una vez que la Constitución se ha institucionalizado en la sociedad y no sólo en sus delgadas capas directivas. Ocurre así cuando a gobernantes y gobernados, entre éstos el ciudadano común o el hombre de la calle, la Constitución les significa mucho y se interesan en ella no únicamente leyéndola y entendiéndola, sino que ciñéndose, más o menos reflexivamente pero siempre de buena fe, a los principios y reglas de aquélla.

Sin duda, el fenómeno que describo no es absoluto ni súbito; antes bien, lo singularizan magnitudes resultantes de procesos largos y difíciles en la trayectoria nacional. Más todavía, pienso que el nivel alcanzado no es fijo ni definitivo, prueba de lo cual es la desconstitucionalización sufrida por países que eran modelos y después cayeron en crisis, sin desenlace positivo.

Aunque relativa fluctuante, lo cierto es que la conciencia constitucional debe predominar en la población para que una Carta Fundamental se arraigue y trascienda al racionalismo jurídico, o sea, a fin de que su normativa se convierta en normalidad y ambas se refuercen recíprocamente.

X. ESTRUCTURA

En el texto de la Carta Fundamental se distinguen tres partes, aunque en algunos casos excepcionales no ocurre así.

La primera recibe el nombre de Parte Dogmática, encontrándose en ella la Declaración de los Derechos, Deberes y Garantías Fundamentales. La segunda se conoce con la denominación de Parte Orgánica, correspondiendo ella al Instrumento de Gobierno, es decir, a la organización, ejercicio y control del Poder o Soberanía por los diversos órganos estatales. Finalmente tenemos la Parte Relacional, la cual contiene los ligámenes o nexos de las dos partes precedentemente señaladas, haciendo del Código Político un sistema y no una yuxtaposición de segmentos.

Útil nos parece agregar que corresponden a la tercera parte recién aludida las acciones y recursos cautelares de los derechos y deberes fundamentales, así como el sufragio y el sistema electoral aplicable tanto a la determinación de los representantes del pueblo democráticamente elegidos cuanto a la resolución de conflictos institucionales o a la determinación ciudadana en punto a cuestiones de alto interés nacional mediante el plebiscito o el referendo.

Debe ser realzado que la Constitución es un sistema, compuesto de tres partes ensambladas o estrechamente vinculadas. De esas partes, la que hemos llamado dogmática es, sin duda, la más importante, porque el sentido mismo del constitucionalismo es el de configurar un gobierno limitado por el deber que pesa sobre él de respetar y promover los derechos humanos.

Frecuentemente, las Constituciones se inician con un Preámbulo, es decir, un texto breve, redactado en lenguaje elegante y de términos generales, considerando los valores supremos que animan al Poder Constituyente, texto que sirve de clave interpretativa del articulado que lo sigue.

Tengamos presente, asimismo, que en la Constitución hallamos artículos permanentes y disposiciones transitorias. Las normas transitorias, lo aclaro, están destinadas a regular un proceso de transición, o a ser aplicadas preferentemente durante el lapso determinado para facilitar la aplicación del articulado permanente de la Constitución, solucionando los conflictos que suscita la concurrencia de diversas normas fundamentales en el tiempo.

Por último, especial hincapié efectúo en que los principios y normas sobre derechos humanos contemplados en tratados internacionales son parte de la Constitución material del Estado-Nación que los ha ratificado y en el cual se hallan vigentes.

XI. CLASIFICACIONES

Demos otro paso adelante y entremos a las clasificaciones de las Leyes Supremas, tema en el cual son tan múltiples las tipologías como los autores de ellas. Seremos, por ende, necesariamente escuetos, limitándonos a resumir las principales, entendiendo por tales las más frecuentemente explicadas y aquellas que poseen mayor interés doctrinario.

1° Así y en primer lugar, atendiendo a si la Constitución se encuentra o no vertida en texto o documento, ellas se clarifican en escritas o consuetudinarias.

Las primeras son la regla general. Ellas, a su vez, pueden hallarse en un solo texto, que es lo común, o bien dispersas en varios textos, como ocurre con la Constitución de Filadelfia de 1787 o la Carta Fundamental Francesa de 1958.

Las Constituciones no escritas, por su parte, reciben la denominación más correcta de Regímenes Constitucionales, porque abarcan costumbres, convenciones, tradiciones y, también, algunos documentos jurídicos que, en conjunto con los elementos antes nombrados, configuran un sistema o ensamblaje que cumple la función de Constitución en sentido material, es decir, de un genuino corpus jurídico supremo. Tal situación es excepcional, siendo hoy posible nombrar como ejemplos nada más que a Inglaterra e Israel.

En el caso inglés, agreguemos que él abarca, al menos, los siete textos siguientes: La Carta Magna de 1215; el Acta de Rabeas Corpus de 1679; la Declaración de Derechos de 1689; el Acta de Establecimiento de la Corona de 1701; el Acta de Representación del Pueblo de 1884; las Leyes de Reforma del Parlamento de 1911 y de 1949; por último, el Estatuto de Westminster de 1931. Empero, insistimos que las convenciones, prácticas y costumbres son el elemento principal de los regímenes constitucionales reseñados.

En punto, para cerrar esta clasificación, a las ventajas y desventajas de ella, realzamos que las Constituciones escritas permiten conocerlas mejor, estudiar y difundir su texto, aplicarlo con rigor y ganar en certeza o seguridad jurídica al llevarlo a la práctica. A su vez, los Regímenes Constitucionales son el fruto de la experiencia, de la historia y realidad de la convivencia, todo lo cual les otorga caracteres prácticos, flexibles, expresivos de los sentimientos e intereses de la población y, en definitiva, gran continuidad y estabilidad, lo cual permite llegar también por esta vía a la consecución del valor de la certeza o seguridad jurídica.

2° Las Constituciones se clasifican, atendiendo al mecanismo de reforma o enmienda de su texto, en Cartas Fundamentales flexibles, semirrígidas o semiflexibles, rígidas y pétreas o graníticas.

Esta clasificación se refiere, obviamente, sólo a las Constituciones escritas. Ella tiene, además, naturaleza positivo-formal, porque mira únicamente a las normas de esa índole que la propia Constitución contempla para introducirle modificaciones a su texto. Por último, la clasificación se efectúa comparando el procedimiento aplicable a la formación y cambio de las leyes, por un lado, y el mismo pero esta vez aplicable a las Constituciones, de otro.

Resultan, en consecuencia, Constituciones flexibles, o sea, dictadas, reformadas o derogadas según los mismos requisitos que el ordenamiento jurídico del Estado correspondiente señala para esos tres efectos tratándose de la ley común. En segundo lugar, aparecen las Constituciones Semirrígidas o Semiflexibles, llamadas de esa manera porque el procedimiento para reformarlas se sitúa en la zona intermedia de la ley común y la rigidez de la Constitución en cuanto a los requisitos previstos de quórum, trámites especiales, ratificación por referéndum y otros previstos a ese efecto. En tercer lugar, encuéntranse las Constituciones Rígidas, siendo tales aquellas que trazan un sistema de reforma difícil, pero al fin y al cabo posible de cumplir, más severo que el señalado para la ley común. Finalmente, tenemos las Constituciones Pétreas, Graníticas o que son, teóricamente, declaradas irreformables en su totalidad, o en algunos capítulos o artículos solamente, o una u otra de las situaciones anteriores pero sólo por un plazo determinado.

Evaluando la clasificación expuesta, pensamos que ella tiene un valor muy relativo, porque si lo buscado con la rigidez en la reforma es infundirle mayor estabilidad a la Constitución, ese es un objetivo que depende muchísimo más de consideraciones de fondo, sean de índole histórica o vinculadas a la realidad del proceso político vivido en un Estado. Siendo así, los tropiezos, dificultades o escollos que levante o ponga el Poder Constituyente para modificar su obra resultarán, casi sin excepción, diques de papel inservibles cuando no coincidan con el sentimiento mayoritario de la población en punto a que esa Carta Fundamental es sustantivamente legítima.

3° Situados en el punto de vista de la extensión o longitud del texto en que se encuentran, las Constituciones se agrupan en breves o sumarias, desarrolladas o reglamentarias y, por cierto, un tercer grupo intermedio entre los dos extremos precedentemente nombrados.

He aquí una nueva clasificación que, como las anteriores y las que expondremos en seguida, es de significado relativo o sólo parcialmente correcto.

Pues, y en efecto, si en la Constitución debe quedar declarado nada más que aquello fundamental y supremo para la justa, libre y ordenada convivencia de la comunidad estatal, entonces toda Carta Fundamental tiene que ser breve y no extensa.

Empero, la trayectoria histórica concreta de cada pueblo, apreciada sabiamente desde el ángulo exigente de la experiencia, casi con certeza demostrará que en la Constitución han de ser incluidos ciertos principios y normas que sirvan para precaver errores, corregir excesos, abrir oportunidades, estimular iniciativas, tutelar derechos, dispensar poderes, infundir eficacia a las decisiones y otros fenómenos que, sólo después de haber sido vividos o padecidos, vuelven clara la necesidad de regularlos o, por lo menos, contemplar sus perfiles matrices en el Código Político. Siendo así, entonces no cabe duda que la Constitución crece en el número y longitud de sus artículos, lo cual tampoco impide que otros de sus preceptos sean eliminados de ella por superfluos o reglamentarios.

Claro lo anterior, rechazamos toda interpretación de lo recién escrito en el sentido que propugnemos una Ley Suprema extensa. Por el contrario, entiéndase bien que si nos fuera posible optar entre lo breve y lo reglamentario, sin vacilar preferiríamos lo primero. Pero es distinta la vida en su realidad y no fantasía ni deformación ideológica, histórica o de cualquier índole, ya que la trayectoria de un pueblo debe conducirlo, especialmente si es sensata y visionaria, su capa dirigente, a señalar en la Constitución, de modo escueto sin duda, las determinaciones que eviten nuevas caídas y tropiezos, a la par que integren esfuerzos y estimulen los consensos y la solidaridad.

Lo que definitivamente excluimos es la Constitución minuciosa, reglamentaria o desarrollada, cuyo texto largo y complicado por esto mismo se demostrará a corto plazo inaplicable, obsoleto o causante de encontradas y múltiples interpretaciones que, antes de movilizar convergencias, catalizaran las divergencias.

¿Dónde trazar con certeza la línea imaginaria que detenga el impulso a concebir y redactar Constituciones extensas, fenómeno típico de Iberoamérica?

La respuesta no es fácil porque se trata de un largo y complejo proceso cultural, en el que juegan su rol múltiples fenómenos, v.gr., la calidad de la legislación, la imaginación de una judicatura independiente, el espíritu de la burocracia orientado a resolver y no a crear problemas a la población, la profesión legal Ideológica y formalmente centrada y, tampoco cabe duda, un espíritu de convivencia tolerante y no conflictivo que predomine en los adultos y la juventud.

4° Ligámenes con la recién explicada tiene una cuarta clasificación de las Constituciones, aquella que las distingue entre materiales y formales.

Tampoco es ésta una clasificación libre de observaciones. Aquí nos limitaremos a la sorprendente confusión existente en torno al concepto mismo de materialidad o formalidad en que se apoya la clasificación.

Efectivamente, y para comenzar, hay autores que conciben lo material de la Constitución como sinónimo del objeto, contenido o sustancia de los derechos, deberes y garantías o acciones cautelares contemplados en el Código Político, mientras la formal se refiere al órgano que debe obrar y al procedimiento jurídico a que él debe ceñirse para crear, modificar o suprimir principios y normas constitucionales. Así entendido el asunto, lo formal dice relación con el Poder Constituyente y el método que éste siga para realizar su obra, a la vez que lo material versa sobre esta obra en sí, o sea, trata de su contenido ya dado, proclamado o establecido en la Carta Fundamental.

El criterio arriba expuesto nos parece razonablemente claro, pero para explicar algo que no guarda relación con las clasificaciones de las Constituciones, sino que con el triple sentido - orgánico, procesal y sustantivo o de fondo- que tiene la actuación del Poder Constituyente instituido o derivado.

Por eso, resumimos una segunda visión de la clasificación en examen16, diciendo que para algunos autores la Constitución en sentido material es el texto o serie de textos jurídicos en que se condensan únicamente los principios y normas definitorios o característicos de la convivencia política, social y económica de un pueblo, quedando fuera de ellos las disposiciones de mediana o pequeña importancia nacional. En cambio, en su sentido formal, la Constitución es el texto o conjunto de textos en que se hallan principios y normas, sin que importe su jerarquía, de manera que todos esos preceptos son de rango constitucional o supremo por la sola circunstancia de aparecer escritos en la Carta Fundamental.

Nosotros pensamos que, a menudo, en las Constituciones se encuentran disposiciones que, por su escasa o mediana relevancia, son propias de la ley o hasta de la potestad reglamentaria y que, inversamente, no se hallan en ellas disposiciones que, por su alta trascendencia, deberían subir a ella e integrarla. Por eso, no todo lo que se lee en la Constitución posee siempre sentido material, porque hay minucias o detalles que no merecen estar en ella; y por lo mismo, no todo lo que se lee en las leyes y reglamentos carece de rango de Constitución en sentido material.

De allí que y finalmente, recordemos un tercer sentido de lo material y formal que nos ocupa. Lo hacemos de acuerdo a lo escrito por De Vergottini, quien entiende lo material en el sentido de un corpus o sistema real que conjuga normas y principios jurídicos supremos, de un lado, con prácticas usos y costumbres coincidentes o no con los primeros, de otro17. Sólo puntualizo que de ese corpus constitucional en su sentido material forman parte los principios y normas sobre derechos humanos contemplados en los tratados internacionales ratificados por el respectivo Estado-Nación y que se hallen vigentes en él.

NOTAS

1 Las Ideologías y el Poder en Crisis (Barcelona, Ed. Ariel, 1988), pp. 159 ff.

2 Diccionario Latino Español (Barcelona, Ed. Sopeña, 1978) pp. 137-138.

3 Derecho Político (Santiago, Ed. Jurídica de Chile, 1988) pp. 247 y 278.

4 (Barcelona, Ed. Iberia, 1962) Libros Sexto y Séptimo.

5 Alfredo Bowen Herrera: Introducción a la Seguridad Social (Santiago, Ed. Jurídica de Chile, 1992) (énfasis agregado).

6 Georges Burdeau: Derecho Constitucional e Instituciones Políticas (Madrid, Ed. Nacional, 1981) pp. 254-255.

7 Jorge R. Vanossi: El Estado de Derecho en el Constitucionalismo Social (Buenos Aires, Eudeba,1982) pp. 259 ff.

8 Teoría de la Constitución (Barcelona, Ed. Ariel, 1970) pp. 203-205 y 222-231.

9 Consúltese Francisco Cumplido Cereceda y Humberto Nogueira Alcalá: Teoría de la Constitución (Santiago, Fondo de Cultura Económica, 1986) pp. 31 ff.

10 Teoría de la Constitución (México DF., Ed. Nacional, 1966) pp. 101 ff.

11Teoría General del Estado (México DF., Ed. Nacional, 1965) pp. 325 ff.

12 Tópica (Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1967) pp. 40 ff.

13 Derecho Constitucional Comparado (Madrid, Manuales de la Revista de Occidente, 1959)

14 "El Mercurio" (15 de noviembre de 1992). Véase también de Priogogine su "Nacimiento del Tiempo", Revista Universitaria Nº 38 (1992).

15 Teoría del Estado (México DF., Ed. Fondo de Cultura Económica, 1968) pp. 267 ff.

16 Alejandro Silva Bascuñan: Derecho Político. Ensayo de una Síntesis (Santiago, Ed. Jurídica de Chile, 1980) pp. 160 y 165.

17 Giuseppe de Vergottini: Derecho Constitucional Comparado (Madrid, Ed. Espasa-Calpe, 1985), pp. 130 ff.